Eucaristía en la Almudena en acción de gracias a Dios por la vida y el ministerio del Papa Francisco. Lunes de la octava de Pascua, 21 de abril.
Queridos hermanos, obispos auxiliares. Querido don Luis y don Eloy, obispo auxiliar de La Habana que nos acompaña. Queridos hermanos sacerdotes que hoy, inesperadamente, nos congregamos en esta catedral después de estos días de Pascua. Querido delegado del Gobierno, gracias por estar con nosotros en este momento. Gracias, querida vicealcaldesa, concejales y consejero de la Presidencia.
Queridos hermanos y hermandas de la vida consagrada que también habéis venido a esta catedral. Y tantos y tantas que, con tanto cariño así, inesperadamente, nos reunimos en este lunes de Pascua.
¡Ha resucitado el Señor, aleluya! Eso es lo que venimos a decir, de muchas maneras. Aún resuenan en nuestros oídos ese triunfo que ayer a todos decíamos, el triunfo de la vida ante el mal, el pecado y la muerte; ese triunfo que celebrábamos en el corazón de la noche de la Vigilia Pascual.
Estos días hemos vivido con intensidad el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo. Hemos contemplado a Jesús sirviendo desde la Eucaristía, entregando su vida en la cruz, experimentando el silencio del Sábado Santo para entrar sin hacer ruido, como siempre, en la primavera de la Pascua.
Ayer, al inicio de esta Pascua, cuando la Iglesia mira al Resucitado, ese que hace nuevas todas las cosas y que da sentido a cada una de nuestras vidas, el Papa Francisco salió a ese balcón —el mismo desde donde comenzó su pontificado— a bendecir. La primera vez con una voz fuerte; ahora extenuado y casi sin voz. Pero desde allí nos bendijo a todos, urbi et orbi, y con su vida frágil nos regaló, de nuevo, el abrazo del Resucitado.
Bendijo y marchó a Dios, como fiel discípulo, como siempre. Francisco nos ha dado al conocer a Dios Padre y amigo, Dios que siempre da sorpresas. Un Dios que nos ha mostrado, que no se deja encapsular, sino que siempre nos desinstala por medio de su Espíritu. A ese Dios Padre es al que se ha ido. Se ha ido a Dios dándonos una nueva sorpresa: el vernos en esta octava de Pascua sin su presencia, de aquel que siempre ha sido Pedro.
Esta tarde, como la familia de los hijos que, cuando pasa algo, se reúnen, nos reunimos los creyentes con dolor, pero también con muchísima esperanza. Y nos reunimos, como siempre, en los buenos y en los malos momentos, a celebrar la Eucaristía, la acción de gracias a Dios por la vida y por lo que nos pasa, y para pedirle al Señor que le abra las puertas del Paraíso a aquel que siempre nos ha pedido abrir las puertas.
Cumplimos de este modo, pocas horas después de su tránsito al Padre, aquello que repetía sin cesar desde su primera aparición en público en la Plaza de San Pedro: «por favor, recen por mí». Eso es lo que hacemos esta tarde.
El Papa de la misericordia y de la esperanza se nos ha ido a la casa del Padre en una fecha en la que la liturgia pascual de la Iglesia no permite celebrar un funeral. Es el Papa de los signos provocativos hasta el final. Por eso nuestra Eucaristía, si cabe, es todavía una acción de gracias más grande porque en la Resurrección de Jesucristo descubrimos que hemos resucitado todos. Y sabemos, y eso es lo que queremos decir hoy dándole la mano al Papa Francisco, que la muerte no tiene la última palabra sobre nadie, tampoco sobre la vida de nuestro querido Papa Francisco.
Esta mañana el cardenal camarlengo ha señalado el mejor epitafio para Francisco. Decía así: «Ha retornado a la casa del Padre. Toda su vida estuvo dedicada al servicio del Señor y de la Iglesia. Nos enseñó a vivir desde el Evangelio con fidelidad, valentía y amor universal, especialmente por los pobres y los más marginados». Ese es un buen final. Por eso, conociendo un poco a Francisco, seguro que él no querría que nos centrásemos en él en esta celebración, sino que al venir aquí mirásemos a donde toda su vida él ha apuntado.
Por eso nuestra mirada ahora, de la mano de Francisco, se dirige hacia la Pascua que celebramos, y nuestro oído se dirige a este Dios que, a través de su Espíritu, dirige a su Iglesia, ahora huérfana de quien nos preside en la caridad.
Hoy el relato del Evangelio, desde la luz que nos da Mateo, nos viene a dar varias pistas para afrontar también este día, para afrontar esta despedida.
El primero, es un Evangelio que nos invita y nos da una luz, lo mismo que decía Jesús: «Alegraos». Es una sola palabra de Jesús, a modo de saludo a aquellas mujeres que salen precipitadamente a visitar el sepulcro. Dice el evangelista literalmente que tenían «miedo y alegría», como nosotros. Dos sentimientos contradictorios, pero como los que traemos nosotros este lunes.
Por paradójico que resulte, en un día como hoy, a nosotros se nos juntan las lágrimas y el corazón agradecido por la vida este Papa con el gozo de una Pascua recién inaugurada y sorprendida por una noticia dolorosa e imprevista. Francisco ha sido alguien querido. Los encuentros con él han sido de familiaridad y de gran hondura. Ha sido maestro, hermano mayor que siempre, en cada encuentro, dejaba ver su vinculación al pescador de Galilea. Siempre dejaba ver quién era él: el seguidor de Cristo, su amigo y su Señor. Y así nos ayudó a todos a escuchar lo que Dios tenía que decir en cada momento.

Por eso puso este año, un año especial que inauguró como el año de la esperanza, y es la que hoy nos ayuda a superar la tristeza y a mirar juntos como Iglesia. Es el gozo que produce saber que el Señor resucitado está con nosotros y siempre da la mano a sus hijos.
El segundo verbo que llama la atención en este Evangelio y que también se nos regala hoy como una luz, es lo que dice Jesús y nos dice a cada uno de nosotros, a la Iglesia universal hoy reunida en mil rincones, a nuestra Iglesia diocesana; algo que Jesús nos dice a través también del Papa Francisco: «no temáis». No hay temor en el amor. Ni siquiera la muerte causa temor a aquellos a quienes han sabido ver lo fundamental de la vida, que es el amor.
La vida nueva, la vida plena, la vida eterna brota de un madero, pero de un madero reverdecido; surge de un sepulcro, pero su losa ha sido corrida de parte a parte; pasa siempre por la muerte, pero no le deja a la muerte la última palabra porque es la antesala de gloria. Los creyentes, aún doloridos por la pérdida, no tenemos miedo y la Pascua nos hace afrontar el miedo con la fuerza del amor.
Francisco ha sido un discípulo de la Pascua y nos ha ayudado a mirar lo importante, no el hacer las cosas, sino el mirar con ternura y amor a la vida. Mirando siempre hacia adelante y dando la mano a todos, así ha conducido a la Iglesia hacia el futuro. Creo que Francisco siempre nos ha enseñado a mirar hacia adelante sin miedos, y nos ha inoculado a todos esa confianza tan del Evangelio de mirar sabiendo que estamos en las mejores manos: en las de Dios, y que estamos con las mejores herramientas, que son las que nos da el Evangelio.
Su servicio a la Iglesia ha sido hasta el último aliento, y ha venido marcado por el celo apostólico del creyente profundo que siempre nos ha ayudado no a mirarnos a nosotros mismos, sino a mirar la misión que tiene la Iglesia en este tiempo y a mirarlo con esperanza y sin miedo. Cargó sobre sus hombros la misión de conducir a la Iglesia, a ver lo que Dios quería de ella, a golpe de fraternidad y de sinodalidad.Por eso Francisco no se fijó tanto en la institución de la Iglesia, sino que ha tenido muy en cuenta que la gente pudiese estar en la Iglesia; que la gente, sea quien sea, aquel «todos, todos, todos», aprendieran que la Iglesia es madre que acoge a todos y que está llamada a servir y a amar. Así nos ha dejado esta semilla como la forma de afrontar el futuro.
El tercer mandato que Jesús dio a aquellas mujeres y también a nosotros, es: «Dile a tus hermanos que vayan a Galilea». Volver a los orígenes. Volver a la misión originaria.
Este Papa que siempre ha mirado hacia adelante, siempre ha querido renovar —desde el concilio Vaticano II— nuestra Iglesia, nos ha hecho volver a nuestras fuentes.
Desde aquella exhortación Evangelii gaudium, Francisco nos colocó en las bases de cuanto él ha intentado realizar: renovar el encuentro personal con Jesucristo y, cuando no lo consiguiéramos, dejarse encontrar por Cristo. Él siempre nos lo decía: «Cristo siempre nos busca».
Así ha conducido a la Iglesia sabiendo que es servidora, que no es solamente una institución, sino que es el pueblo de Dios que camina entre los pueblos bajo el imperativo de la fraternidad y la evangelización. Así miramos al futuro.
Querida familia, queridos hermanos: estamos estrenando la Pascua con la convicción de que Jesús nos rescata. Felices y también apenados, las dos cosas son verdad. Pero hoy nos conviene recordar las palabras que Pedro que, levantando bastante la voz, proclamó el día de Pentecostés: «Enteraos bien y escuchad atentamente: a Jesús el Nazareno Dios lo resucitó, liberándolo de los dolores de la muerte». Eso venimos a pedir al Dios de la vida para nuestro hermano y Papa Francisco.
Gracias a todos por venir esta tarde a esta Catedral, la casa grande de la Iglesia en Madrid que quiere serlo para todos vosotros.
Gracias a todos los medios y a todos los que os hacéis eco de este sentir de este pueblo de Dios, que mira al Resucitado acogiendo la vida de los nuestros.
Gracias por vuestra oración a los creyentes y por vuestra cercanía. Gracias también a los no creyentes, por toda la solidaridad y el cariño que manifestáis a la Iglesia en estos días. Gracias a las autoridades y a todos los que tenéis responsabilidad. Y gracias a todo el pueblo santo de Dios.
Que el Señor otorgue a Francisco el premio de todos sus afanes apostólicos. Que le admita en la patria del cielo a aquel que solo se ha dejado sentir por el amor.
Que el Resucitado nos inspire a todos para continuar por la senda del Evangelio del Señor desde Galilea hasta los confines del mundo según la misión de la que Francisco ha sido fiel discípulo. Que descanse en paz y que su papado quede sembrado con esperanza en la vida de nuestra Iglesia.

JOSÉ COBO CANO
Cardenal arzobispo de Madrid. Vicepresidente de la CEE
Publicado el 24 de abril 2025