«Debemos metérnoslo en la cabeza: es una enfermedad, una ruina para la humanidad». Sin medias tintas, el Papa cargó una vez más contra abusos sexuales en la Iglesia. Lo hizo ante miembros de la Comisión para la Tutela de los Menores del Vaticano. Un discurso improvisado, en el cual denunció omisiones, reconoció fallos propios y ratificó su voluntad de actuar con «tolerancia cero». Francisco dejó claro que la lucha contra ese flagelo aún tiene capítulos pendientes. Y mandó un mensaje a algunos eclesiásticos que preferirían relajar las normas o cambiar protocolos que consideran demasiado rígidos
La mañana del 21 de septiembre, en su biblioteca del Palacio Apostólico, el Pontífice concedió el primer encuentro con los miembros de la Comisión para la Tutela de los Menores del Vaticano desde que él mismo lo creó, en 2014. Una cita largamente ansiada, sobre todo por algunas víctimas. Entre ellas Marie Collins, una mujer irlandesa que estuvo presente, aunque en marzo pasado renunció a trabajar en la comisión tras denunciar bloqueos y falta de colaboración de la Curia. Una de sus quejas fue la falta de atención por parte del Papa.
Tras aquella crisis, Collins fue recibida por Francisco y las cosas parecieron encaminarse. Pero el Papa tenía varias cosas que decir a colaboradores y eclesiásticos. Aprovechó la oportunidad y habló improvisando con los presentes, aunque ya existía un texto preparado que había sido anticipado a la prensa.
«Vergüenza» de toda la Iglesia
El discurso preparado era transparente. Calificaba a la crisis de los abusos como una «experiencia muy dolorosa» y manifestaba la «vergüenza» de toda la Iglesia. Consideraba esos actos como «pecados horribles, completamente opuestos» a las enseñanzas de Cristo. Garantizaba la aplicación de las «más firmes medidas» a quienes han abusado de los hijos de Dios, sanciones que se pondrán en práctica en todos los niveles y a todas las personas que trabajan en las instituciones eclesiásticas.
Además, precisaba que la responsabilidad primordial de este flagelo recae en los obispos, los sacerdotes y los religiosos, quienes deben tener una «protección vigilante» de todos los niños, jóvenes y adultos vulnerables. Por ello, insistía, la Iglesia aplicará siempre e irrevocablemente una política de «tolerancia cero».
Cada una de estas palabras forma parte del pensamiento de Francisco. Por eso, él mismo las entregó por escrito a los miembros de la comisión. Pero no las pronunció. En cambio, quiso centrarse en otros aspectos propios de la discusión sobre el tratamiento que la Curia romana y los obispos del mundo dan a los abusos sexuales.
La Iglesia ha llegado tarde
Marie Collins, víctima de abusos, estuvo en el encuentro,
aunque en marzo abandonó la comisión
(Foto: CNS)
Primero fue explícito al reconocer que la Iglesia llegó tarde a atender estos delitos. «Tal vez la antigua práctica de mover gente, que no resolvió el problema, adormiló las conciencias», subrayó, estigmatizando la añeja costumbre de cambiar de parroquia a los sacerdotes que han sido denunciados. Y destacó el trabajo de clérigos como el cardenal Sean O’Malley, arzobispo de Boston y presidente de la comisión, gracias a los cuales el problema salió a la luz.
Precisó también que los procesos judiciales por abusos seguirán bajo la competencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe. «Esto lo digo porque algunos me piden que vayan directamente al fuero jurisdiccional de la Santa Sede, la Rota Romana y la Signatura Apostólica, pero este problema es grave y es grave que algunos hayan perdido la conciencia sobre esto», siguió. Así respondió a algunos cardenales que, con insistencia, le han recomendado cambiar a los responsables de juzgar los casos de abuso por considerar que la Doctrina de la Fe es demasiado rígida. El debate sobre este punto generó tensiones al interior de la Curia romana en los últimos meses, pero el mismo Papa, de este modo, enterró la diatriba.
Luego anticipó una medida sin precedentes. Reveló su decisión de no recibir recursos si un abuso contra menores está probado. «Si existen las pruebas basta, es definitivo», ratificó. Es decir, prácticamente estableció que en los casos extremos no proceda la apelación, algo inédito incluso en los sistemas judiciales más rigurosos. Porque, aclaró, «existe la tentación de parte de los abogados de rebajar la pena».
Incluso fue más allá. Tras recordar que un condenado puede dirigirse al Papa para obtener un indulto, constató: «Yo nunca he firmado uno de esos y nunca lo firmaré. Espero que quede claro». Entonces reconoció un error suyo. Habló de «un sacerdote de la diócesis de Crema» (en Italia) al cual le dio una sanción «más suave» por petición del obispo y que, luego, «volvió a caer». Se trata de Mauro Inzoli, un alto exponente del movimiento Comunión y Liberación. En 2012 la Doctrina de la Fe lo condenó a la pérdida del estado clerical, pero algunos cardenales abogaron por él ante Francisco. El Papa confió y le permitió mantenerse como sacerdote, aunque con un ministerio reducido. Al final, el clérigo no cumplió el veto de celebrar y poco tiempo después volvió a ser denunciado. También fue condenado por la justicia civil italiana.
La noticia enfadó particularmente al Pontífice, quien pidió proceder de inmediato a su expulsión del sacerdocio, pero los jueces vaticanos le hicieron ver que era necesario conducir un nuevo proceso judicial. Así se hizo. Tras él, fue hallado culpable y dimitido de su estado clerical.
Este caso dejó sus lecciones: «Ya aprendí», confesó Bergoglio. De ahí su renovada convicción por la «tolerancia cero». Lo explicó sin dudar: «Simplemente porque la persona que hace esto, sea hombre o mujer, está enferma. Es una enfermedad. Hoy él se arrepiente, sigue adelante, lo perdonamos, pero después de dos años recae. Debemos metérnoslo en la cabeza: esta es una enfermedad».
Andrés Beltramo Álvarez
Ciudad del Vaticano
Imagen: El cardenal O’Malley lee un documento
durante el encuentro de los miembros de la Comisión
para la Tutela de los Menores con el Papa Francisco
(Foto: CNS)