No se puede decir ‘aquí no hay lugar’, hay una deuda con ellos. Crear inclusión con trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario”
(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El último día del año concluyó en la basílica de San Pedro con la la oración de las Vísperas de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, presidida por el papa Francisco.
Al costado izquierdo del altar principal situado debajo del baldaquino del Bernini, se encontraba el cuadro original de Nuestra Señora de las Gracias, con una composición de rosas blancas a sus pies, traído desde su sede habitual en la iglesia de Sant’Andrea delle Frate, lugar en el que María se apareció obteniendo la conversión de Alfonso Ratisbona, judío no observante y liberal, joven abogado y banquero.
La basílica estaba notablemente adornada con flores e iluminada ‘a giorno’, y en las primeras filas se encontraban autoridades civiles y diplomáticos de los más diversos países del mundo acreditados ante la Santa Sede. El Santo Padre vistiendo paramentos color crema, verde y dorado, endosaba el palio.
Las vísperas iniciaron con el himno Ave Marís Stella, entonado por el coro de la Capilla Sixtina, y prosiguió con algunas partes en latín y otras en italiano, con los salmos, antífonas, con el Magnificat, y concluyó con el Pater Noster, que indicó Francisco, “resume todo el evangelio de Cristo”.
La homilía del Papa
En su homilía el Santo Padre recordó que el pesebre nos invita a asumir la lógica divina “que no se centra en el privilegio, en las concesiones ni en los amiguismos; se trata de la lógica del encuentro, de la cercanía y la proximidad”. Contrariamente significa exclusiones y por ello hay que rechazar la tentación de “vivir en esta lógica del privilegio”.
Francisco señaló que delante del pesebre están los rostros de José y María, “rostros jóvenes cargados de esperanzas e inquietudes, cargados de preguntas”. Y que no se puede hablar de futuro sin “asumir la responsabilidad que tenemos para con nuestros jóvenes” y “la deuda que tenemos con ellos”.
“Hemos creado –señaló el Pontífice– una cultura que, por un lado, idolatra la juventud queriéndola hacer eterna pero, paradójicamente hemos condenando a nuestros jóvenes a no tener un espacio de real inserción”, se los va marginando obligándolos a emigrar o a mendigar empleos que “no les permiten proyectarse en un mañana”.
Por ello señaló el Pontífice, “somos invitados a no ser como el posadero de Belén que frente a la joven pareja decía: aquí no hay lugar”.
“Si queremos apuntar a un futuro que sea digno para ellos –concluyó el papa Francisco– podremos lograrlo sólo apostando por una verdadera inclusión: esa que da el trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario”.
La exposición del Santísimo y el canto del Te Deum
A continuación siguió la exposición del Santísimo Sacramento mientras los turíbulos queman incienso y coro entona el Jesus Dulcis Memoria. Después de algunos instantes de silencio se cantó el himno Te Deum, para agradecer la conclusión del año civil.
La adoración concluye con el Tantum Ergo, las aclamaciones y los demás cantos conmemorativos, si bien el Adestes Fideles final con las voces blancas es el que despierta particular emoción entre los fieles.
Sergio Mora Imagen
El papa besa la imagen del Niño Jesús
al inicio del Te Deum 2016
Texto completo de la homilía del papa Francisco en el Te Deum de 2016
«Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la ley, para redimir a los que estaban sometidos a la ley y hacernos hijos adoptivos» (Ga 4,4-5). Resuenan con fuerza estas palabras de san Pablo.
De manera breve y concisa nos introducen en el proyecto que Dios tiene para con nosotros: que vivamos como hijos. Toda la historia de salvación encuentra eco aquí: el que no estaba sujeto a la ley, decidió por amor, perder todo tipo de privilegio (privus legis) y entrar por el lugar menos esperado para liberar a los que sí estábamos bajo la ley.
Y, la novedad es que decidió hacerlo en la pequeñez y en la fragilidad de un recién nacido; decidió acercarse personalmente y en su carne abrazar nuestra carne, en su debilidad abrazar nuestra debilidad, en su pequeñez cubrir la nuestra.
En Jesucristo, Dios no se disfrazó de hombre, se hizo hombre y compartió en todo nuestra condición. Lejos de estar encerrado en un estado de idea o de esencia abstracta, quiso estar cerca de todos aquellos que se sienten perdidos, avergonzados, heridos, desahuciados, desconsolados o acorralados. Cercano a todos aquellos que en su carne llevan el peso de la lejanía y de la soledad, para que el pecado, la vergüenza, las heridas, el desconsuelo, la exclusión, no tengan la última palabra en la vida de sus hijos.
El pesebre nos invita a asumir esta lógica divina. Una lógica que no se centra en el privilegio, en las concesiones ni en los amiguismos; se trata de la lógica del encuentro, de la cercanía y la proximidad. El pesebre nos invita a dejar la lógica de las excepciones para unos y las exclusiones para otros.
Dios viene Él mismo a romper la cadena del privilegio que siempre genera exclusión, para inaugurar la caricia de la compasión que genera la inclusión, que hace brillar en cada persona la dignidad para la que fue creado. Un niño en pañales nos muestra el poder de Dios interpelante como don, como oferta, como fermento y oportunidad para crear una cultura del encuentro.
No podemos permitirnos ser ingenuos. Sabemos que desde varios lados somos tentados para vivir en esta lógica del privilegio que nos aparta-apartando, que nos excluye-excluyendo, que nos encierra-encerrando los sueños y la vida de tantos hermanos nuestros.
Hoy frente al niño de Belén queremos admitir la necesidad de que el Señor nos ilumine, porque no son pocas las veces que parecemos miopes o quedamos presos de una actitud altamente integracionista de quien quiere hacer entrar por la fuerza a otros en sus propios esquemas.
Necesitamos de esa luz que nos haga aprender de nuestros propios errores e intentos a fin de mejorar y superarnos; de esa luz que nace de la humilde y valiente conciencia del que se anima, una y otra vez, a levantarse para volver a empezar.
Al terminar otra vez un año, nos detenemos frente al pesebre, para dar gracias por todos los signos de la generosidad divina en nuestra vida y en nuestra historia, que se ha manifestado de mil maneras en el testimonio de tantos rostros que anónimamente han sabido arriesgar.
Acción de gracias que no quiere ser nostalgia estéril o recuerdo vacío del pasado idealizado y desencarnado, sino memoria viva que ayude a despertar la creatividad personal y comunitaria porque sabemos que Dios está con nosotros.
Nos detenemos frente al pesebre para contemplar como Dios se ha hecho presente durante todo este año y así recordarnos que cada tiempo, cada momento es portador de gracia y de bendición.
El pesebre nos desafía a no dar nada ni a nadie por perdido. Mirar el pesebre es animarnos a asumir nuestro lugar en la historia sin lamentarnos ni amargarnos, sin encerrarnos o evadirnos, sin buscar atajos que nos privilegien.
Mirar el pesebre entraña saber que el tiempo que nos espera requiere de iniciativas audaces y esperanzadoras, así como de renunciar a protagonismos vacíos o a luchas interminables por figurar.
Mirar el pesebre es descubrir como Dios se involucra involucrándonos, haciéndonos parte de Su obra, invitándonos a asumir el futuro que tenemos por delante con valentía y decisión.
Mirando el pesebre nos encontramos con los rostros de José y María. Rostros jóvenes cargados de esperanzas e inquietudes, cargados de preguntas. Rostros jóvenes que miran hacia delante con la no fácil tarea de ayudar al Niño-Dios a crecer. No se puede hablar de futuro sin contemplar estos rostros jóvenes y asumir la responsabilidad que tenemos para con nuestros jóvenes; más que responsabilidad, la palabra justa es deuda, sí, la deuda que tenemos con ellos.
Hablar de un año que termina es sentirnos invitados a pensar como estamos encarando el lugar que los jóvenes tienen en nuestra sociedad.
Hemos creado una cultura que, por un lado, idolatra la juventud queriéndola hacer eterna pero, paradójicamente, hemos condenando a nuestros jóvenes a no tener un espacio de real inserción, ya que lentamente los hemos ido marginando de la vida pública obligándolos a emigrar o a mendigar por empleos que no existen o no les permiten proyectarse en un mañana.
Hemos privilegiado la especulación en lugar de trabajos dignos y genuinos que les permitan ser protagonistas activos en la vida de nuestra sociedad.
Esperamos y les exigimos que sean fermento de futuro, pero los discriminamos y «condenamos» a golpear puertas que en su gran mayoría están cerradas. Somos invitados a no ser como el posadero de Belén que frente a la joven pareja decía: aquí no hay lugar.
No había lugar para la vida, para el futuro. Se nos pide asumir el compromiso que cada uno tiene, por poco que parezca, de ayudar a nuestros jóvenes a recuperar, aquí en su tierra, en su patria, horizontes concretos de un futuro a construir.
No nos privemos de la fuerza de sus manos, de sus mentes, de su capacidad de profetizar los sueños de sus mayores (cf. Jl 3, 1).
Si queremos apuntar a un futuro que sea digno para ellos, podremos lograrlo sólo apostando por una verdadera inclusión: esa que da el trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario (cf. Discurso en ocasión de la entrega del Premio Carlomagno, 6 de mayo de 2016).
Mirar el pesebre nos desafía a ayudar a nuestros jóvenes para que no se dejen desilusionar frente a nuestras inmadureces y estimularlos a que sean capaces de soñar y de luchar por sus sueños.
Capaces de crecer y volverse padres de nuestro pueblo. Frente al año que termina qué bien nos hace contemplar al Niño-Dios. Es una invitación a volver a las fuentes y raíces de nuestra fe. En Jesús la fe se hace esperanza, se vuelve fermento y bendición: «Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría» (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 3).