A los Diáconos les pide disponibilidad más allá de los horarios, porque servir es el único modo de ser discípulo de Jesús
(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El papa Francisco presidió el domingo 29 de mayo la santa misa delante de la basílica de San Pedro, ante miles de fieles y peregrinos que en este IX domingo del Tiempo ordinario participaron en el Jubileo de los diáconos. La misa solemne acompañada con música polifónica, que se realizó a pesar del tiempo inestable y con alguna lluvia, fue la conclusión del evento de los diáconos permanentes, que inició el miércoles pasado en Roma, y terminó con la oración del ángelus. Después de la eucaristía el Francisco saludó con gran afecto a muchos de los diáconos allí presentes.
En su homilía el Santo Padre recordó que evangelizar es la misión asignada a cada cristiano en el bautismo y que servir es el estilo mediante el cual se vive la misión y el único modo de ser discípulo de Jesús. Porque ser testigo es servir a los hermanos y a las hermanas. Y se inicia a ser «siervos buenos y fieles» viviendo la disponibilidad. Porque el tiempo no nos pertenece, sino que es un don recibido de Dios para a su vez ofrecerlo, sin ser es esclavo de la agenda que hemos establecido, dóciles de corazón, disponibles a lo no programado: solícito para el hermano y abierto a lo imprevisto, que nunca falta y a menudo es la sorpresa cotidiana de Dios.
Texto completo de la homilía
“«Servidor de Cristo» (Ga 1,10). Hemos escuchado esta expresión, con la que el apóstol Pablo se define cuando escribe a los Gálatas. Al comienzo de la carta, se había presentado como «apóstol» por voluntad del Señor Jesús (cf. Ga 1,1). Ambos términos, apóstol y servidor, están unidos, no pueden separarse jamás; son como dos caras de una misma moneda: quien anuncia a Jesús está llamado a servir y el que sirve anuncia a Jesús.
El Señor ha sido el primero que nos lo ha mostrado: él, la Palabra del Padre; él, que nos ha traído la buena noticia (Is 61,1); él, que es en sí mismo la buena noticia (cf. Lc 4,18), se ha hecho nuestro siervo (Flp 2,7), «no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45). «Se ha hecho diácono de todos», escribía un Padre de la Iglesia (San Policarpo, Ad Phil. V,2). Como ha hecho él, del mismo modo están llamados a actuar sus anunciadores. El discípulo de Jesús no puede caminar por una vía diferente a la del Maestro, sino que, si quiere anunciar, debe imitarlo, como hizo Pablo: aspirar a ser un servidor. Dicho de otro modo, si evangelizar es la misión asignada a cada cristiano en el bautismo, servir es el estilo mediante el cual se vive la misión, el único modo de ser discípulo de Jesús. Su testigo es el que hace como él: el que sirve a los hermanos y a las hermanas, sin cansarse de Cristo humilde, sin cansarse de la vida cristiana que es vida de servicio.
¿Por dónde se empieza para ser «siervos buenos y fieles» (cf. Mt 25,21)? Como primer paso, estamos invitados a vivir la disponibilidad. El siervo aprende cada día a renunciar a disponer todo para sí y a disponer de sí como quiere. Si se ejercita cada mañana en dar la vida, en pensar que todos sus días no serán suyos, sino que serán para vivirlos como una entrega de sí.
En efecto, quien sirve no es un guardián celoso de su propio tiempo, sino más bien renuncia a ser el dueño de la propia jornada. Sabe que el tiempo que vive no le pertenece, sino que es un don recibido de Dios para a su vez ofrecerlo: sólo así dará verdaderamente fruto. El que sirve no es esclavo de la agenda que establece, sino que, dócil de corazón, está disponible a lo no programado: solícito para el hermano y abierto a lo imprevisto, que nunca falta y a menudo es la sorpresa cotidiana de Dios.
Servidor abierto a la sorpresa, a las sorpresas cotidianas de Dios. El siervo sabe abrir las puertas de su tiempo y de sus espacios a los que están cerca y también a los que llaman fuera del horario, a costo de interrumpir algo que le gusta o el descanso que se merece.
El servidor no se aferra a sus horarios, me hace mal al corazón cuando veo en las parroquias el horario de tal hora a tal hora, después no están las puertas abiertas, no hay cura, no hay diácono, no hay laico que reciba a la gente, esto hace mal. Descuidar los horarios, tener este coraje de descuidar los horarios. Así, queridos diáconos, viviendo en la disponibilidad, vuestro servicio estará exento de cualquier tipo de provecho y será evangélicamente fecundo.
También el Evangelio de hoy nos habla de servicio, mostrándonos dos siervos, de los que podemos sacar enseñanzas preciosas: el siervo del centurión, que es curado por Jesús, y el centurión mismo, al servicio del emperador.
Las palabras que este manda decir a Jesús, para que no venga hasta su casa, son sorprendentes y, a menudo, son el contrario de nuestras oraciones: «Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo» (Lc 7,6); «por eso tampoco me creí digno de venir personalmente» (v.7); «porque yo también vivo en condición de subordinado» (v. 8). Ante estas palabras, Jesús se queda admirado. Le asombra la gran humildad del centurión, su mansedumbre. La mansedumbre es una de las virtudes de los diáconos, cuando el diácono es humilde y servidor y no juega a evitar a los curas, no, es manso.
Él, ante el problema que lo afligía, habría podido agitarse y pretender ser atendido imponiendo su autoridad; habría podido convencer con insistencia, hasta forzar a Jesús a ir a su casa. En cambio se hace pequeño, discreto, manso, no alza la voz y no quiere molestar. Se comporta, quizás sin saberlo, según el estilo de Dios, que es «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). En efecto, Dios, que es amor, oír amor llega incluso a servirnos por amor: con nosotros es paciente, comprensivo, siempre solícito y bien dispuesto, sufre por nuestros errores y busca el modo para ayudarnos y hacernos mejores.
Estos son también los rasgos de mansedumbre y humildad del servicio cristiano, que es imitar a Dios en el servicio a los demás: recibirlos con amor paciente, comprenderlos sin cansarnos, hacerlos sentir acogidos, en casa, en la comunidad eclesial, donde no es más grande quien manda, sino el que sirve (cf. Lc 22,26). Y nunca retar, nunca. Así, queridos diáconos, en la mansedumbre, madurará vuestra vocación de ministros de la caridad.
Además del apóstol Pablo y el centurión, en las lecturas de hoy hay un tercer siervo, aquel que es curado por Jesús. En el relato se dice que era muy querido por su dueño y que estaba enfermo, pero no se sabe cuál era su grave enfermedad (v.2). De alguna manera, podemos reconocernos también nosotros en ese siervo.
Cada uno de nosotros es muy querido por Dios, amado y elegido por él, y está llamado a servir, pero tiene sobre todo necesidad de ser sanado interiormente. Para ser capaces del servicio, se necesita la salud del corazón: un corazón curado por Dios, que se sienta perdonado y no sea ni cerrado ni duro.
Nos hará bien rezar con confianza cada día por esto, pedir que seamos sanados por Jesús, asemejarnos a él, que «no nos llama más siervos, sino amigos» (cf. Jn 15,15).
Queridos diáconos pueden pedir cada día esta gracia en la oración, en una oración donde se presenten las fatigas, los imprevistos, los cansancios y las esperanzas: una oración verdadera, que lleve la vida al Señor y el Señor a la vida.
Y al servir en la celebración eucarística, allí se encontrará la presencia de Jesús, que se entrega, para que vosotros os deis a los demás. Así, disponibles en la vida, mansos de corazón y en constante diálogo con Jesús, no tendréis temor de ser servidores de Cristo, de encontrar y acariciar la carne del Señor en los pobres de hoy”.