Ciudad del Vaticano, (VIS).-El 8 de diciembre a las 9.30, en presencia de 70.000 fieles el Santo Padre ha celebrado la Santa Misa en la Plaza de San Pedro en la solemnidad de la Inmaculada Concepción. La celebración ha precedido la apertura de la Puerta Santa con la que da comienzo el Jubileo Extraordinario de la Misericordia. Y en su homilía, el Papa ha hablado de la plenitud de la gracia, que se revela en María, y es capaz de transformar el corazón, del Año Santo como don de gracia que lleva a descubrir la profundidad de la misericordia del Padre y, por último, ha recordado otra puerta que el Concilio Vaticano abrió al mundo hace cincuenta años para que la Iglesia encontrase a los hombres y mujeres de nuestra época.
Texto íntegro de la homilía:
En breve tendré la alegría de abrir la Puerta Santa de la Misericordia. Como hice en Bangui, cumplimos este gesto, a la vez sencillo y fuertemente simbólico, a la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado, y que pone en primer plano el primado de la gracia. En efecto, en estas lecturas se repite con frecuencia una expresión que evoca la que el ángel Gabriel dirigió a una joven muchacha, asombrada y turbada, indicando el misterio que la envolvería:»Alégrate, llena de gracia» .
La Virgen María está llamada en primer lugar a regocijarse por todo lo que el Señor hizo en ella. La gracia de Dios la envolvió, haciéndola digna de convertirse en la madre de Cristo. Cuando Gabriel entra en su casa, también el misterio más profundo, que va más más allá de la capacidad de la razón, se convierte para ella en un motivo de alegría, motivo de fe, motivo de abandono a la palabra que se revela. La plenitud de la gracia transforma el corazón, y lo hace capaz de realizar ese acto tan grande que cambiará la historia de la humanidad.
La fiesta de la Inmaculada Concepción expresa la grandeza del amor Dios. Él no sólo perdona el pecado, sino que en María llega a prevenir la culpa original que todo hombre lleva en sí cuando viene a este mundo. Es el amor de Dios el que previene, anticipa y salva. El comienzo de la historia del pecado en el Jardín del Edén desemboca en el proyecto de un amor que salva. Las palabras del Génesis nos remiten a la experiencia cotidiana de nuestra existencia personal. Siempre existe la tentación de la desobediencia, que se manifiesta en el deseo de organizar nuestra vida al margen de la voluntad de Dios. Esta es la enemistad que insidia continuamente la vida de los hombres para oponerlos al diseño de Dios. Y, sin embargo, también la historia del pecado se comprende sólo a la luz del amor que perdona. El pecado sólo se entiende con esta luz. Si todo quedase relegado al pecado, seríamos los más desesperados de entre las criaturas, mientras que la promesa de la victoria del amor de Cristo encierra todo en la misericordia del Padre. La palabra de Dios que hemos escuchado no deja lugar a dudas a este propósito. La Virgen Inmaculada es para nosotros testigo privilegiado de esta promesa y de su cumplimiento.
Este Año Extraordinario es también un don de gracia. Entrar por la puerta significa descubrir la profundidad de la misericordia del Padre que acoge a todos y sale personalmente al encuentro de cada uno. Es Él el que nos busca. Es Él el que sale a nuestro encuentro. Será un año para crecer en la convicción de la misericordia. Cuánto se ofende a Dios y a su gracia cuando se afirma sobre todo que los pecados son castigados por su juicio, en vez de destacar que son perdonados por su misericordia. Sí, así es precisamente. Debemos anteponer la misericordia al juicio y, en cualquier caso, el juicio de Dios tendrá lugar siempre a la luz de su misericordia. Que el atravesar la Puerta Santa, por lo tanto, haga que nos sintamos partícipes de este misterio de amor. Abandonemos toda forma de miedo y temor, porque no es propio de quien es amado; vivamos, más bien, la alegría del encuentro con la gracia que lo transforma todo.
Hoy, aquí en Roma y en todas las diócesis del mundo, cruzando la Puerta Santa, queremos recordar también otra puerta que los Padres del Concilio Vaticano II, hace cincuenta años, abrieron hacia el mundo. Esta fecha no puede ser recordada sólo por la riqueza de los documentos producidos, que hasta el día de hoy permiten verificar el gran progreso realizado en la fe. En primer lugar, sin embargo, el Concilio fue un encuentro. Un verdadero encuentro entre la Iglesia y los hombres de nuestro tiempo. Un encuentro marcado por el poder del Espíritu que empujaba a la Iglesia a salir de las aguas poco profundas que durante muchos años la habían recluido en sí misma, para reemprender con entusiasmo el camino misionero. Era un volver a tomar el camino para ir al encuentro de cada hombre allí donde vive: en su ciudad, en su casa, en el trabajo…; dondequiera que haya una persona, allí está llamada la Iglesia a ir para llevar la alegría del Evangelio y llevar la misericordia y el perdón de Dios. Un impulso misionero, por lo tanto, que después de estas décadas seguimos retomando con la misma fuerza y el mismo entusiasmo. El jubileo nos estimula a esta apertura y nos obliga a no descuidar el espíritu surgido en el Vaticano II, el del Samaritano, como recordó el beato Pablo VI en la conclusión del Concilio. Que al cruzar hoy la Puerta Santa nos comprometamos a hacer nuestra la misericordia del Buen Samaritano».
Posteriormente, el Papa seguido de los cardenales, obispos y presbíteros, participantes en el rito, se dirigió al atrio de la basílica para proceder a la apertura de la Puerta Santa. Antes, saludó y abrazó al Papa emérito Benedicto XVI, para luego encaminarse sólo ante la Puerta y pronunciar las palabras del Salmo 117 »Abridme las puertas de la justicia».
Francisco empujó él mismo la Puerta con las manos hasta que se abrió y, a continuación, se detuvo unos breves momentos para rezar antes de entrar en la basílica. Después entró el Papa emérito y a continuación los cardenales, obispos, religiosos y laicos, entre los cuales, las más altas autoridades políticas de Italia.
El Jubileo de la Misericordia es el primer jubileo extraordinario del siglo XXI. En el siglo XX Pío XI proclamó un Año Santo en 1933 para conmemorar los diecinueve siglos de la muerte de Jesús y Pablo VI inauguró otro en 1966 que duró cinco meses, dedicado al recién clausurado Concilio Vaticano II. San Juan Pablo II convocó con la bula «Aperite Portas Redemptori» el Año Santo de la Redención en 1983, para recordar, a su vez, los mil novecientos cincuenta años de la Redención.