Varios informes publicados en la última semana ponen de manifiesto que la familia es un factor de resistencia ante las dificultades, pero también que la baja natalidad y su debilitamiento provoca que su respuesta sea cada vez más limitada.
Si algo aprendimos de la última crisis económica es que la familia es un soporte vital cuando vienen mal dadas. Así lo pone de manifiesto el Observatorio Internacional de la Familia, que en un informe sobre Familia y Pobreza Relacional señala que «la solidaridad intrafamiliar ha sido el apoyo más significativo para la población afectada por el desempleo o por la falta de recursos», y añade que la familia «es un factor de resistencia y resiliencia socioeconómica». Solo hay que poner encima de la mesa cómo los mayores que cobran alguna pensión se convierten en situaciones de dificultad en piedra angular para el sostenimiento de sus familias.
La cuestión que plantea este organismo, que pertenece al Pontificio Instituto Juan Pablo II, es si ante la crisis desatada por la pandemia va a estar en condiciones de responder de la misma manera y si la evolución que ha sufrido en los últimos tiempos la ayudarán a ser de nuevo clave.
Las respuestas que ofrece el propio informe no son nada halagüeñas, pues pone en solfa la capacidad de la familia para conciliar y para atender a sus mayores, al tiempo que alerta del aumento de la desigualdad económica y del riesgo de pobreza, especialmente para las numerosas y las monoparentales. También refiere un problema de violencia doméstica y de baja natalidad, motivada esta última, entre otras cuestiones, por la precariedad laboral que sufren los jóvenes.
Para José Alberto Cánovas, director general del observatorio, lo que subyace en esta situación es lo que el Papa Francisco llama desvinculación, esto es, que «la familia pierde su capacidad de ser coherente, con miembros desvinculados unos de otros, la desestructuración familiar a partir de la vulnerabilidad de la pareja, los niños que quedan a la deriva en este contexto…».
Reitera el problema de la solidaridad intergeneracional, que «provoca soledad y asilamiento»; las relaciones tóxicas, que surgen de «una familia herida por los avances científicos, técnicos e ideológicos»; y el trabajo precario, sobre todo en la juventud.
Todo esto, continúa, «hace que la familia se vea impedida en su capacidad de interactuar socialmente y de fomentar el bienestar y el crecimiento económico». Y concluye: «La familia ha sido siempre motor de la economía, de la integración y de la solidaridad intergeneracional».
Precisamente, una de las conclusiones del último informe de la Fundación Foessa, Distancia social y derecho al cuidado, muestra que las redes de apoyo, fundamentalmente la familia, se han visto debilitadas y, por tanto, han perdido capacidad de ayuda. Según el estudio, más de la mitad de los hogares en exclusión grave no cuentan en estos momentos con personas o redes que les puedan echar una mano: «Se reducen las personas a las que se puede recurrir para un préstamo, para conseguir un empleo o para realizar gestiones […]. La familia y los entornos cercanos siguen ayudando, pero cada vez menos, porque cada vez hay menos desde donde ayudar».
Guillermo Fernández, del Equipo de Estudios de Cáritas y de la Fundación Foessa, explica que esta situación se ve reforzada por las dinámicas demográficas, que van a provocar que pasemos de un modelo de familia horizontal a otro vertical. «Todavía hoy conservamos un volumen importante de hermanos, primos, tíos… pero de aquí a diez o doce años ese modelo cambiará a uno donde haya abuelos, padres, hijos y algún nieto, de modo que se verticalizará el modelo de ayuda».
Esta verticalidad supone, continúa, «una hipoteca en los proyectos vitales, donde la conciliación es cada vez más compleja y donde un nieto no puede cuidar a cuatro abuelos». «Es un fenómeno que se está empezando a desarrollar y que no tiene freno», añade Fernández.
A esto habría que añadir las lagunas en los apoyos a las familias por parte de los poderes públicos, sobre todo, porque no se han adaptado a la transformación que esta ha sufrido. Así, coincide con el Observatorio Internacional de la Familia al indicar que las más desprotegidas son las numerosas y las monoparentales.
¿Qué habría pasado si…?
Lo que ha hecho el recién nacido Observatorio Demográfico CEU en su primer informe es abordar cómo ha impactado la demografía en la respuesta familiar ante los efectos de la pandemia a través de un análisis contrafactual, es decir, de ver qué habría pasado si hoy hubiésemos mantenido la tasa de natalidad y las costumbres familiares de 1976.
La conclusión es clara, tal y como explica Alejandro Macarrón, coordinador del citado observatorio y director de la Fundación Renacimiento Demográfico: «Con las pautas de aquella época –natalidad, estabilidad familiar y cuidado de ancianos– los efectos de la pandemia habrían sido menores».
Una afirmación que el informe sostiene con cifras y argumentos. La primera, que entre 7.000 y 10.000 ancianos no habrían fallecido al vivir con sus familias: «Con el modelo de 1976, España habría tenido menos de la mitad de ancianos viviendo en residencias. […] Esto habría salvado miles de vidas, porque la tasa de mortalidad de los mayores de 75 que vivían en domicilios familiares durante la pandemia ha sido muy inferior a la de los que vivían en residencias».
Además, con la natalidad de hace 44 años –de 2,8 hijos por mujer, «nada descabellada», según Macarrón–, nuestro país tendría 20 millones más de habitantes y, por tanto, más PIB y bastante más capacidad hospitalaria. Como habría mucha población de menos de 43 años –hay que recordar que a los jóvenes no les afecta tanto–, el impacto del COVID-19 habría sido menor en términos relativos: tendríamos una tasa de fallecidos por millón que podría estar en torno a la mitad. También se hubiese ahorrado mucho sufrimiento, pues no hubiese habido tantas personas solas –en los últimos años se han multiplicado por seis–, para las que vivir confinadas «ha sido muy duro».
Con todas estas cifras, la pregunta es obligada.
—Sabiendo que estamos en una sociedad distinta… ¿Es posible recuperar de aquel modelo una mayor natalidad, estabilidad familiar y cuidado de los mayores?
—No sé si es posible, lo que creo es que es necesario. El modelo de sociedad necesita reajustarse porque es inviable. La sociedad actual es insostenible por la parte de la natalidad. Además está ligada a la estabilidad familiar, pues las rupturas son causa de un menor número de nacimientos. Si no se reajusta este modelo, tenderemos a la desaparición.
El coordinador del Observatorio Demográfico CEU concluye haciendo una defensa del valor de la familia: «Es parte de la estructura de un país. Un país con familias fuertes y amplias tiene un tejido humano en los hogares mucho más fuerte que un país en el que todo el mundo vive solo y no hay hijos». Y añade que en la crisis del coronavirus se ha visto de manera clara, pues «la gente con más familia ha estado más arropada».
La incómoda demografía
En el fondo de muchos de los problemas que afectan hoy a la familia se encuentran en la demografía. Sabemos que cada vez nacen menos niños, que el número de hijos por mujer se sitúa en 1,17 y que nuestra pirámide de población se ensancha por arriba (mayores) y se estrecha por abajo (niños). Hablamos de quién sostendrá el sistema de pensiones o el Estado del bienestar, pero, según Alejandro Macarrón, coordinador del Observatorio Demográfico CEU, nadie hace nada.
Son varias las razones que explican esta inacción. Según Macarrón, para los políticos y para la sociedad es un tema incómodo, pues lo es hablar de natalidad cuando la mitad de la población tiene uno o ningún hijo. Además, como el envejecimiento es algo muy paulatino y de evolución lenta –«no se nota nada de un año para otro»–, no se considera urgente. Y, finalmente, están las ideologías antinatalidad, que, concluye Macarrón, «cuentan menos que los otros dos factores».
Fran Otero
(Foto: Pixabay)