Tras el golpe de Estado en Myanmar, Yuri y Tracy se unieron a la resistencia y ahora atienden a civiles y a soldados. Aunque en su zona el terremoto no ha causado víctimas, les llegan noticias de la «trágica» situación en otras áreas.
17 de abril 2025.- El terremoto más fuerte nos sorprende mientras descansamos en nuestra casa de huéspedes. La tierra empieza a temblar, sacudiendo peligrosamente la estructura. Huimos a la calle, conscientes de que hemos vivido un seísmo de extraordinaria potencia, como confirman más tarde las cifras: 7,7 en la escala de Richter con epicentro en Mandalay, la segunda ciudad más poblada del país. Llevamos un par de semanas en Myanmar. Un viaje planeado desde hace tiempo con el objetivo de documentar la guerra civil que tiñe de sangre el país desde hace más de cuatro años. Un conflicto nacido tras el golpe de Estado de febrero de 2021, con la vuelta al poder de la Junta Militar, acusada por la Corte Penal Internacional de crímenes contra la humanidad y de genocidio contra los rohinyá, minoría musulmana masacrada y obligada a refugiarse en Bangladés.

Desde entonces han surgido diversos grupos rebeldes armados en todo el país, inspirados en gran medida por la figura de Aung San Suu Kyi, Nobel de la Paz en 1991, encarcelada de nuevo por la misma Junta el día del golpe. El líder de este régimen sanguinario ha prohibido el acceso a todo periodista internacional, obligándonos a entrar ilegalmente por la porosa frontera tailandesa. Nos ayuda el KNDF —Karenni Nationalities Defence Force— uno de los grupos armados que componen el vasto frente de liberación que a lo largo de los años ha sido capaz de controlar gran parte del territorio por el que nos movemos.
«Estamos aterrorizados», dice una madre que encontramos en la calle inmediatamente después del terremoto. Acaba de huir de casa, arrastrando consigo a sus dos hijos, y busca información sobre algunos familiares que viven en el oeste. La ciudad de Demoso, una de las más pobladas del estado de Karenni, está dividida en dos por el frente: al este están los soldados del régimen mientras que la parte occidental, donde nos encontramos, la administra democráticamente la resistencia. Aquí, sin embargo, no hay línea telefónica ni televisión, por lo que la gente vive angustiada, sin saber la suerte de sus parientes y amigos que residen más allá del frente, hacia el epicentro.

«Vamos a ver si llegan heridos al hospital», le digo a mi colaborador local. Mientras viajamos, observamos que el terremoto no ha causado daños evidentes. En Karenni casi todos los edificios de ladrillo han sido destruidos por los bombardeos del régimen y la gente lleva años viviendo en casas de bambú. Son construcciones a prueba de terremotos y muchos les deben ahora su supervivencia. «El hospital se está derrumbando, pero ninguno de los pacientes ha resultado herido», dice Yuri, el joven jefe del servicio de urgencias. A su lado está su esposa, Tracy. Los dos son originarios de Rangún y el día del golpe de Estado huyeron a la jungla y se unieron a la resistencia.
«Rescatamos tanto a civiles como a soldados. Los primeros son alcanzados por los bombardeos, mientras que los segundos son heridos en el frente», explica Tracy. El hospital está en un lugar que no revelaremos para protegerlo de los ataques aéreos que ya han afectado a otras instalaciones sanitarias. «Necesitamos médicos y medicamentos», añade Tracy. El régimen lleva años bloqueando la entrada a las ONG y a la ayuda humanitaria, y a la emergencia crónica se suma ahora la catástrofe del seísmo. «Sé que en la parte occidental la situación es trágica y los colegas no pueden absorber el flujo de heridos», apunta Yuri.
Desde el exterior de la sala de urgencias se oyen algunos cánticos. Proceden del campo de refugiados cercano y nos acercamos para ver de qué se trata. También aquí la gente vive en chozas improvisadas, pero toda la comunidad parece haberse reunido bajo una cabaña más grande. Un centenar de personas celebran una Misa católica, una de las confesiones religiosas más presentes en el estado de Karenni. «Rezamos por las víctimas del terremoto y por todos los rescatadores», dice el sacerdote. Después, dirige una frase al Papa: «Gracias Santo Padre por sus oraciones en estas horas dramáticas y por los continuos llamamientos y la cercanía mostrada en los últimos años al pueblo de Myanmar, afectado por la guerra civil». Los fieles responden con otro canto antes de dispersarse. Rezar en el Myanmar de hoy puede ser fatal, dada la persecución y las masacres llevadas a cabo durante años por la Junta contra las minorías étnicas y religiosas.

Un ruido sordo y pesado llama nuestra atención. Es un bombardero, probablemente de fabricación rusa. En marzo el líder del régimen birmano, el general Min Aung Hlaing, voló a Moscú para firmar nuevos acuerdos de cooperación, también militar, con la Rusia de Putin. El papel del Kremlin es cada vez más central en el bando del régimen de Myanmar y se suma al apoyo estratégico garantizado por China. Poderosos aliados con los que no puede contar el frente prodemocrático y de liberación, obligado a abastecerse de armas emboscando convoyes del Ejército y construyendo armas artesanales con tutoriales de YouTube.
«¡Poneos todos a cubierto!», grita una profesora interrumpiendo una clase de inglés. Silba repetidamente y los niños corren rápidamente a un lugar seguro; y nosotros con ellos. Es una trinchera cavada en el borde del campo, dentro de la cual se refugian al menos 50 alumnos. Nos agachamos con ellos, imitando su postura: brazos por encima de la cabeza y posición fetal. Los niños tiemblan cuando el bombardero sobrevuela la franja de cielo que se extiende sobre nosotros, sin lanzar bombas, afortunadamente. «El peligro ha pasado, podéis salir», declara la profesora con alivio.
GIAMMARCO SICURO
Alfa y Omega