La teóloga Clara Bingemer propone una nueva teología de la mujer. Pero antes –advierte– es necesario perderle el miedo en la Iglesia al cuerpo femenino
Clara Bingemer (Río de Janeiro, 1949) es de las pocas mujeres en el mundo que han dirigido retiros para sacerdotes y obispos. Su caso es aún más extraordinario teniendo en cuenta que esta prestigiosa teóloga, doctora por la Gregoriana, es además una laica. Las anécdotas que cuenta sobre estos ejercicios sirven de termómetro sobre los avances logrados y los retos pendientes con respecto al papel de la mujer en la Iglesia. No hace muchos años un sacerdote le reconoció que había quedado sorprendido por la profundidad de sus meditaciones «a pesar de que no es usted sacerdote, sino madre de familia». Y le agradeció el decoro de su falda, «pero por favor –le espetó–, la próxima vez, póngase una camisa de manga más larga».
«Hace un calor insoportable, tengo 50 años… Y estoy bastante rellenita», le respondió ella con sorna, incapaz de dar crédito a que aquel presbítero pudiera encontrarla sensual.
En otra ocasión, un sacerdote resumió a modo de conclusión final de unos ejercicios: «Ni mejor ni peor que los de un hombre. Distintos». «¡Exacto!», se felicitó Bingemer. «Hay un tipo de mirada distinta, ni mejor ni peor: ¡distinta! Pero la Iglesia no puede seguir prescindiendo de ella como si no existiese». Siquiera por razones sociológicas.
Los avances hacia la inclusión de la mujer, sin embargo, no han provenido tanto de un convencimiento interno como de la secularización externa, afirmó la teóloga durante una conferencia en el salón de actos de Alfa y Omega, tras presentar el libro El Misterio y el Mundo (San Pablo). «De no ser por la revolución feminista, la realidad es que no estaríamos aquí hoy reflexionando sobre el papel de la mujer en la Iglesia».
El feminismo alzó la cuestión de «la subordinación de la mujer en una sociedad patriarcal, y esto fue valioso», aunque ese «feminismo de primera ola, con sus reivindicaciones radicales y antifamiliares, cometió también errores».
Uno fue la contraposición al hombre, reforzada por el aumento de la violencia de género en las últimas décadas, incremento a su vez debido –afirma la teóloga– a la reacción hostil de muchos varones contra la emancipación de la mujer. «El hombre tiene que ser un aliado en nuestra lucha por la igualdad»; «debemos transformarnos unos con otros», cree Bingemer, quien valora muy positivamente que «se va abriendo paso un nuevo modelo de masculinidad, alejado del estereotipo del macho que domina y golpea», y que se ha convencido de que «es bueno que el hombre ejercite la ternura».
El segundo gran error fue negar la propia biología. Bingemer dio aquí voz a intelectuales feministas como la norteamericana Camille Paglia, quien acusa a ese primer feminismo de mentir a las mujeres, al asegurarles que su carrera profesional es más importante que su vida personal, y animarlas a postergar la maternidad, convenciéndolas de que ya habría tiempo después para tener hijos. Como resultado, para Paglia, muchas mujeres «son infelices hoy». Algo en lo que coincide la búlgara Julia Kristeva, quien subraya el error de ese feminismo de primera hora de prescindir de la mujer real y sustituirla por una visión ideologizada, arrogándose la capacidad de hablar en nombre de todas las mujeres como sujeto abstracto.
Madres en lucha
Clara Bingemer considera que existe una identidad ontológica maternal (decida o no la mujer tener hijos), que constituye además una poderosa fuerza de cambio social. Como ejemplo, alude a las luchas de las mujeres de Calama en Chile, de las madres de la plaza de Mayo en Argentina y de las madres del tráfico en Brasil, grupos organizados de mujeres para la búsqueda de sus hijos asesinados. Los dos primeros colectivos fueron decisivos en la deslegitimación de las dictaduras militares que secuestraron, asesinaron e hicieron desaparecer los cuerpos de muchos opositores, que sus madres siguen buscando aún hoy para poder darles sepultura, inasequibles al desaliento. Las últimas, en cambio, no se enfrentan a un régimen opresor, sino a señores de la droga que han asesinado a sus hijos. Pero hay algo que no cambia: «Golpean puertas cerradas, sin resignarse a que la muerte tenga la última palabra. De un hecho privado, la maternidad, han conformado movimientos sociales y se han convertido simbólicamente en madres de todas las víctimas de la opresión», sintetiza Clara Bingemer. «Trasforman el dolor en sufrimiento fecundo», añade. «Sacan de la muerte vida; de la violencia, belleza. Y de sus corazones heridos, extraen el alimento para nutrir al pueblo».
Un cuerpo eucarístico
De ahí extrae Bingemer una lectura teológica de hondo calado: «La mujer tiene un cuerpo eucarístico», asegura. «Todo el drama de la salvación, el “tomad y comed”, está presente y activo en el cuerpo de las mujeres, sean madres biológicas o no. Su cuerpo tiene la potencialidad de multiplicarse en las vidas de otros, de nutrir a otros… Es un cuerpo que se desgasta y muere por otros, arando la tierra, hilando, organizando la casa….».
Hay ahí un enorme potencial en forma para la teología en forma de «nuevos paradigmas, herederos de esa tradición espiritual y mística sintetizada en la imagen de Dios como madre que alimenta a sus hijos con la leche de su pecho», afirma la teóloga brasileña.
Pero para promover una teología semejante sobre la mujer es necesario antes perderle antes el miedo al cuerpo femenino. «Somos un elemento perturbador», dice Bingemer. Las hijas de Eva. «Por eso las mujeres son mantenidas a una prudente distancia de lo sagrado. Porque somos una amenaza al celibato, a la virtud del clero y a la virtud del hombre». Son sospechas hacia la mujer denunciadas por Juan Pablo II en Mullieris dignitatem (1988), pero que en la práctica, siguen a la orden del día.
Ricardo Benjumea
Imagen: Clara Bingemer
(Foto: Editorial San Pablo)