Desde hace unos dos meses, un grupo de personas atendidas en el centro humanitario de ACNUR desafía cada día el calor y el polvo para exigir pacíficamente una vida digna. Algunos de ellos están retenidos en el centro desde 2017.
Ciudad del Vaticano, 29 de noviembre 2024.- «Queremos protección internacional en un lugar seguro para refugiados y solicitantes de asilo». Cada mañana, desde el 25 de septiembre, agitan, entre el polvo del desierto del Sáhara, decenas de folios con este llamamiento. Son los refugiados del centro humanitario de ACNUR, a quince kilómetros de la ciudad de Agadez, en el corazón de Níger, que cada día desafían el calor, el polvo, la desesperación, para pedir al mundo, mediante la protesta pacífica, que dejen de ser invisibles. Alrededor de 1.500 personas están alojadas en el centro, algunas de las cuales llevan allí varadas desde 2017. «Refugiados en el desierto sin soluciones», rezan algunas de las inscripciones en las sábanas que sostienen las manos inocentes de los niños que viven allí (unos 500, entre ellos muchos bebés). También están angustiadas y sufriendo las numerosas mujeres, algunas embarazadas.
«Pedimos -explican los organizadores de la protesta en un llamamiento recogido por la organización Refugees in Lybia- a todas las instituciones internacionales y organismos de derechos humanos que encuentren soluciones duraderas y una vida digna, y pedimos también a terceros países que garanticen el futuro de nuestros niños y mujeres». Sálvennos -continúan- «de este infierno en el que vivimos desde 2017 hasta hoy». Un llamamiento a la supervivencia y a la dignidad, por tanto, que viene de quienes ya tienen historias increíblemente duras a sus espaldas. Como la de Amira, una sudanesa de 29 años que llegó al centro humanitario tras un largo viaje. «Mi marido murió y tengo seis hijos sin atención, sin educación, sin futuro».
Originaria de la región de Darfur, tras sufrir una violencia indescriptible, había decidido huir a un lugar más seguro y así llegó a Libia en 2018. Allí, sin embargo, junto a sus hijos y su marido, había sido vendida a una banda de traficantes, que exigió un rescate de 100.000 dólares, imposible de pagar por sus familias de origen. «Después de eso, nos pegaban todos los días, todas las mañanas, para que les pagáramos el rescate», explica la mujer. Fueron momentos de horror, de los que finalmente consiguió escapar, y entonces decidió trasladarse a Níger, donde, sin embargo, la situación no mejoró. Tras la muerte de su marido el año pasado, ahora sigue viviendo en el centro humanitario del desierto, sin horizontes y sin educación para sus hijos. Como ella, las demás personas del centro -en su mayoría sudaneses- carecen de medios para volver a desplazarse. «El duro entorno del desierto, la falta de esperanza, nos ha causado trastornos psicológicos, no queremos quedarnos aquí», se quejan los refugiados.
Su difícil situación refleja la de tantos otros hombres y mujeres que se desplazan de un país a otro en África, desplazados por las guerras, la violencia, la pobreza, y sin perspectivas de vida posibles. ¿Quién les escucha? ¿Quién les ayudará? ¿Quién les dará un futuro? Para tratar de interceptar las situaciones más críticas, desde hace unos años funciona una línea directa de la organización Refugees in Lybia, que luego trata de amplificar el clamor de los migrantes a través de la red Alliance for Refugees in Lybia. Llaman y escriben desde distintos lugares, no sólo desde Níger, país gobernado por una junta militar, donde la coordinación con las organizaciones humanitarias que apoyan a los refugiados es cada vez más difícil. Por desgracia, sigue habiendo muchas emergencias: emergencias de seres humanos que sólo piden ser tratados como tales. Detrás de las fotos y los mensajes enviados con mala conexión, de las palabras gritadas a un teléfono deficiente, hay personas reales, que piden no permanecer invisibles al borde del mundo.
BEATRICE GUARRERA