«Reconstruiremos Notre Dame». Así de contundente se mostró el presidente Emmanuel Macron en la noche del pasado lunes delante de la catedral Notre Dame de París, pasto de las llamas, cuya estructura básica ha quedado a salvo. No se puede decir lo mismo, desgraciadamente, de la cubierta ni, por supuesto, de la aguja central, obra de ese genio de la arquitectura decimonónica que era Viollet-le-Duc.
Las imágenes del desmoronamiento de esta pieza de 93 metros de altura permanecerán grabadas en las retinas de cientos de millones de televidentes y de usuarios de las redes sociales. También pudieron ser rescatados, gracias a Dios, la mayoría de los objetos sagrados y de los tesoros del templo. Entre estos se encuentran la Corona de Espinas de Jesucristo, allí depositada por san Luis a su vuelta de una de las cruzadas, así como la túnica vestida por ese rey. Es la prueba irrefutable de que Notre Dame es un símbolo señero de la cristiandad francesa y europea.
Desde el punto de vista espiritual, obviamente: «Virgen María, desde el borde del Sena / te pedimos por Francia. / Tú, Madre, enséñale la esperanza», imploraba san Juan Pablo II en 1980 al pie de la estatua de la catedral. Pero también en clave histórica: los muros de Notre Dame han albergado acontecimientos como la apertura del proceso de rehabilitación de Juana de Arco en 1456, su beatificación 453 años más tarde –persistían los rescoldos de la dura puesta en marcha de la laicidad–, un buen puñado de matrimonio regios –siendo el primero el de María Estuardo con el delfín Francisco de Francia, y el último, el de Napoleón III con Eugenia de Montijo–, inolvidables Te Deum tras el final de las dos últimas guerras mundiales –si bien, en nombre de la dichosa laicidad, el Gobierno boicoteó el de 1918– y los funerales de Estado de tres presidentes.
También fue el escenario de episodios menos gloriosos como su transformación en Templo de la Razón en plena Revolución o la presencia de Pío VII, preso de facto, bendiciendo la coronación de un Napoleón ensoberbecido que se coronó a sí mismo. Notre Dame o el hilo conductor de la historia de Francia.
Sin embargo, y lo prueban las oraciones que se improvisaron en sus inmediaciones a raíz del incendio, Notre Dame es, ante todo, el corazón espiritual de una nación que ni la secularización ni el islamismo logran apagar del todo. Francia, de manera tenue pero constante, sigue siendo fiel a las promesas de su bautismo, para responder a la pregunta que formuló Juan Pablo II. Por eso el Papa Francisco, que el martes habló con Macron, pidió a la Virgen «que el dolor por los graves daños se transforme en esperanza mediante la reconstrucción». París bien vale una Misa. Para que así siga siendo, una catedral renovada es el primer requisito.
José María Ballester Esquivias
(Foto: Michael Bunel/Polaris)