El Santo Padre pide a las fuerzas armadas y la policía, en su Jubileo, que en los desafíos de cada día hagan resplandecer la esperanza cristiana
(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- Miles de miembros de las fuerzas armadas y de la policía de distintas partes del mundo llenaron la mañana del 30 de abril la plaza de San Pedro, con ocasión de su Jubileo. De este modo, han participado en la audiencia general que durante el año jubilar se celebra un sábado al mes.
El papa Francisco les ha dirigido un mensaje especial al finalizar la catequesis. Les ha dado la bienvenida y ha asegurado que las fuerzas del orden –militares y policía– tienen como misión garantizar un ambiente seguro, para que cada ciudadano pueda vivir en paz y serenidad. Asimismo les ha pedido que “en vuestras familias, en los distintos ambientes en los que trabajáis, sed instrumentos de reconciliación, constructores de puentes y sembradores de paz”. El Pontífice les ha recordado que están llamados no solo a prevenir, gestionar o poner fin a los conflictos, sino “también a contribuir a la construcción de un orden fundado en la verdad, la justicia, el amor y la libertad, según la definición de paz de san Juan XXIII en la Encíclica Pacem in Terris”.
Por otro lado, el Papa ha observado que la afirmación de la paz no es tarea fácil, sobre todo a causa de la guerra, que seca los corazones y aumenta la violencia y el odio. Les ha exhortado a no desanimarse. “Proseguid vuestro camino de fe y abrid vuestros corazones a Dios Padre misericordiosos que no se cansa nunca de perdonarnos”, ha aseverado. Finalmente, les ha pedido que frente a los desafíos de cada día, hagan resplandecer la esperanza cristiana, que es certeza de la victoria del amor sobre el odio y de la paz sobre la guerra.
Mientras, en la catequesis de hoy ha reflexionado sobre la reconciliación. De este modo, en el resumen hecho en español el Santo Padre ha indicado que “uno de los aspectos importantes de la misericordia es la reconciliación”. Dios –ha asegurado– nunca nos deja de ofrecer su perdón; no son nuestros pecados los que nos alejan del Señor, sino que somos nosotros pecando, quienes nos alejamos de Él. El Papa ha recordado que al pecar “le damos la espalda” y crece así la distancia entre Él y nosotros. Por eso, el Santo Padre ha asegurado que Jesús, como Buen Pastor “no se alegra hasta que no encuentra a la oveja perdida”. Él –ha añadido– reconstruye el puente que nos reconduce al Padre y nos permite reencontrar la dignidad de hijos.
Este Jubileo de la Misericordia, ha concluido, es para todos un tiempo favorable para descubrir la necesidad de la ternura y cercanía del Padre y retornar a él con todo el corazón.
A continuación, el papa Francisco ha saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los Ordinarios y Delegados Militares, asistentes espirituales y miembros de las fuerzas armadas y de policía, con sus familias, provenientes de Argentina, Bolivia, Colombia, Ecuador, España, Guatemala, Perú, México y República Dominicana.
El Papa les ha invitado a que “en cada uno de los diversos ambientes en los que se mueven, sean instrumentos de reconciliación y sembradores de paz; y continúen por el camino de la fe abriendo el corazón a Dios Padre misericordioso que no se cansa nunca de perdonar”. Ante los retos de cada día, ha exhortado Francisco, hagan resplandecer la esperanza cristiana, que es certeza de la victoria de amor ante el odio y de la paz ante la guerra.
Rocío Lancho García
Texto completo de la catequesis
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Hoy deseo reflexionar con vosotros sobre un aspecto importante de la misericordia: la reconciliación. Dios no ha dejado nunca de ofrecer su perdón a los hombres: su misericordia se hace sentir de generación en generación. A menudo repetimos que nuestros pecados nos alejan del Señor: en realidad, pecando, nosotros nos alejamos de Él, pero Él, viéndonos en el peligro, aún más viene a buscarnos. Dios no se resigna nunca a la posibilidad de que una persona permanezca ajena a su amor, con la condición de encontrar en ella algún signo de arrepentimiento por el mal cumplido.
Solo con nuestras fuerzas no podemos reconciliarnos con Dios. El pecado es realmente una expresión de rechazo de su amor, con la consecuencia de encerrarnos en nosotros mismos, con la ilusión de encontrar mayor libertad y autonomía. Pero lejos de Dios no ya tenemos una meta, y de peregrinos en este mundo nos convertimos en “errantes”. De forma coloquial podemos decir que, cuando pecamos, nosotros “damos la espalda a Dios”. Es precisamente así; el pecador se ve solo a sí mismo y pretende de esta forma ser autosuficiente; por eso, el pecado alarga siempre más la distancia entre Dios y nosotros, y esta se puede convertir en un abismo. Aún así, Jesús viene a buscarnos como un buen pastor que no está contento hasta que no encuentra la oveja perdida (cfr Lc 15,4-6). Él reconstruye el puente que nos reincorpora al Padre y nos permite encontrar la dignidad de hijos. Con la ofrenda de su vida nos ha reconciliado con el Padre y nos ha donado la vida eterna (cfr Gv 10,15). “¡Dejaos reconciliar con Dios! ¡Dejaos reconciliar con Dios!”(2 Cor 5,20): el grito que el apóstol Pablo dirige a los primeros cristianos de Corinto, hoy vale para todos nosotros con la misma fuerza y convicción.
Dejémonos reconciliar con Dios. Este Jubileo de la Misericordia es un tiempo de reconciliación para todos. Muchas personas quisieran reconciliarse con Dios pero no saben cómo hacer, o no se sienten dignos, o no quieren admitirlo ni siquiera a sí mismos.
La comunidad cristiana puede y debe favorecer el regreso sincero a Dios de los que sienten su nostalgia. Sobre todo cuantos realizan el “ministerio de la reconciliación” (2 Cor 5,18) están llamados a ser instrumentos dóciles del Espíritu Santo para que ahí donde ha abundado el pecado pueda sobreabundar la misericordia de Dios (Cfr. Rom 5,20). ¡Ninguno permanezca alejado de Dios a causa de obstáculos puestos por los hombres!
Y esto es válido, esto vale también – y lo digo enfatizándolo – para los confesores, es válido para ellos: por favor, no pongan obstáculos a las personas que quieren reconciliarse con Dios. ¡El confesor debe ser un padre! ¡Está en lugar de Dios Padre! El confesor debe acoger a las personas que van a él para reconciliarse con Dios y ayudarlas en el camino de esta reconciliación que está haciendo. Es un ministerio tan bonito: no es una sala de tortura ni un interrogatorio, no, es el Padre quien recibe, Dios Padre, Jesús, que recibe y acoge a esta persona y perdona. ¡Dejémonos reconciliar con Dios! ¡Todos nosotros!
Este Año Santo sea tiempo favorable para redescubrir la necesidad de la ternura y de la cercanía del Padre y del volver a Él con todo el corazón.
Tener la experiencia de la reconciliación con Dios permite descubrir la necesidad de otras formas de reconciliación: en las familias, en las relaciones interpersonales, en las comunidades eclesiales, como también en las relaciones sociales e internacionales. Alguno me decía, los días pasados, que en el mundo existen más enemigos que amigos, y creo que tiene razón. Pero no, hagamos puentes de reconciliación también entre nosotros, comenzando por la misma familia. ¡Cuántos hermanos han discutido y se han alejado solamente por la herencia! Pero mira, ¡esto no es así! ¡Este Año es el año de la reconciliación, con Dios y entre nosotros! La reconciliación de hecho es también un servicio a la paz, al reconocimiento de los derechos fundamentales de las personas, a la solidaridad y a la acogida de todos.
Aceptemos, por lo tanto, la invitación a dejarnos reconciliar con Dios, para convertirnos en nuevas criaturas y poder irradiar su misericordia en medio de los hermanos, en medio de la gente.
(Texto traducido por ZENIT)