Dos años después de los derrames de crudo, las poblaciones indígenas siguen sufriendo las consecuencias de la contaminación de sus territorios.
Un enorme tubo de más de mil kilómetros de largo atraviesa desde hace más de cuatro décadas la selva amazónica peruana para sacar al mar el crudo que guarda en sus entrañas una de las regiones con mayor biodiversidad y riqueza minera del mundo. A lo largo de su extenso recorrido, esta colosal obra de ingeniería –realizada en 1974 por la empresa estatal Petroperú– sortea cañadas, bosques y ríos para poder exportar el petróleo, que junto a la minería, son uno de los principales recursos económicos del país andino.
El oro negro que recorre las venas de la selva amazónica peruana se ha convertido, sin embargo, en el símbolo más flagrante de la pobreza extrema y de la vulneración de Derechos Humanos que sufren las comunidades indígenas que viven desde tiempos inmemoriales en la región.
«Por aquí pasa el petróleo pero no tenemos luz eléctrica. Vienen aquí, se lo llevan todo y nosotros no podemos vivir mejor porque lo único que nos dejan es la contaminación del río y de la tierra», se lamenta Yarel Flores, una pobladora de la localidad de Puerto América, una de las comunidades ubicadas junto a la ribera del río Morona, en la provincia Datem Del Marañón (al norte de Perú).
Clamor de shawis y wampis
Su queja es también el clamor de los kukamas, shawis, wampis y awajunes, las comunidades indígenas que, junto a los campesinos, residen en esta zona de la selva amazónica peruana. Se trata de una población muy dispersa, que carece de los servicios más básicos. Toman el agua del río o de la lluvia y solo hay puestos de salud en los poblados más grandes a muchas horas de viaje en pequeñas canoas por el río. «Nuestros centros de salud están muy olvidados. No tenemos equipamientos ni medicamentos. No hay corticoides ni antibióticos ni suero antiofídico suficiente. Se mueren personas por la falta de recursos», denuncia Otto Torres Chumbe, enfermero en Puerto América.
Los pobladores ven el oleoducto como un símbolo del expolio, pero sobre todo del abandono. «Por la pobreza en la que nos encontramos los gobiernos nos marginan», sentencia Carlos Luis Panaifo, presidente de la comunidad campesina. Pese a ser moradores ancestrales, muchas de estas etnias no cuentan con el título de propiedad de sus tierras. Ese vacío permite al Estado peruano disponer de amplios territorios para adjudicarlas a empresas extractivas sin tener que reconocer a los pueblos indígenas el derecho de servidumbre.
Esta zona es además una de las regiones más perjudicadas por los derrames provocados por el oleducto más largo de Perú. En 2016 se produjeron más de una decena. Cinco de ellos afectaron a 5.636 pobladores de 28 comunidades que viven próximas a los ríos Morona y Marañón. Desde entonces las labores de limpieza no se han podido dar del todo por concluidas.
Dos años después del desastre ambiental, las bolsas de plástico llenas de crudo continúan apareciendo en el manantial de la Quebrada Cashacaño cercano a las comunidades de Tierra Blanca y Mayuriaga, donde se produjo uno de los mayores colapsos del tubo con cerca de 2.000 barriles derramados. «Nos sentimos atropellados, burlados y sin derechos. El Gobierno sigue sin interesarse por este problema. No han hecho nada para garantizar la calidad del agua y de los peces del río», explica Castinaldo Núñez, un agricultor de Saramiriza, una localidad en la que se encuentra uno de los embarcaderos más importanes de acceso a la Amazonia a través del río Marañón.
Desde hace meses, las bolsas rellenas de toneladas de crudo y tierra contaminada se agolpan en el embarcadero de Tierra Blanca a la espera de ser trasladadas a un lugar seguro. En la zona, un ingeniero de Petroperú (que se niega a dar su nombre) explica «que la remediación ambiental se encuentra en su etapa final con la retirada de los residuos». La petrolera estatal ha declinado ofrecer su versión sobre este desastre ambiental, pese a que en su web aclara que la demora en la limpieza se debe a que los derrames «se ubican en ambientes de selva amazónica de difícil acceso» lo que dificulta «el desarrollo normal de los trabajos».
Las tareas de retirada del crudo supuso para muchas poblaciones indígenas contar por primera vez con un trabajo seguro y un sueldo fijo. Pero el pan se convirtió pronto en hambre. «Los trabajadores fueron rotando con contratos que duraban un máximo de tres meses. Como estaban bien remunerados los campesinos abandonaron sus campos. Cuando se acabó el trabajo y sus ahorros se dieron cuenta de que no tenían nada», explica Marco Antonio Nureña, ingeniero agrónomo y responsable del proyecto de agricultura sostenible impulsado por el Vicariato de Yurimaguas y apoyado por Cáritas Española.
Castinaldo saca bolsas de crudo de la Quebrada de Cashacaño.
(Foto: EFE/Chema Moya)
Soluciones a largo plazo
En ausencia del Estado, la Iglesia se ha convertido en la única institución que trabaja junto a estas comunidades indígenas y campesinas en la búsqueda de soluciones a largo plazo. «Nuestro trabajo es dar a conocer a la gente cuáles son sus derechos para que puedan establecer un diálogo horizontal con las autoridades», explica la hermana Lucero Guillén, coordinadora de la Pastoral de la Tierra del Vicariato de Yurimaguas. Con ese objetivo, la Repam (Red Eclesial Panamazónica) ha puesto en marcha –en colaboración con Cáritas Española– una escuela de Derechos Humanos en la que los líderes de las comunidades de la Panamamazonia se forman en la promoción y defensa de sus derechos vulnerados. «Todos van haciendo de la defensa de la Amazonia una causa común», asegura Fernando Foncillas, técnico de proyectos de Cooperación Internacional de Cáritas Española.
Para garantizar la seguridad alimentaria, el vicariato además ha impulsado un proyecto de agricultura sostenible que permite a los campesinos mejorar sus técnicas agrícolas. El programa –que también recibe el apoyo de Cáritas Española y del cual se han beneficiado hasta el momento más de 500 familias– enseña a los pequeños agricultores a sembrar en sus parcelas árboles frutales, hortalizas y especies maderables y a evitar el monocultivo. «Estamos intentando cambiar el chip y que el sistema agrícola no solo sea sostenible sino que además garantice la entrada de recursos económicos a los pobladores», indica Nureña.
La otra vía de acción es la de la incidencia política a través de la denuncia del caso ante los tribunales y ante instancias internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). «Estamos a la espera de que el Tribunal de Fiscalización Ambiental de Perú se pronuncie sobre si existe responsabilidad por parte de Petroperú en los daños producidos por los derrames del Morona», explica Juan Jaime, abogado del vicariato. El caso de los derrames de Yurimaguas forma parte del Informe Temático sobre la situación de los Derechos Humanos en la Panamazonia, que la Repam prepara junto a la CIDH para presentar el próximo año ante la ONU.
Laura Daniele @laurasdaniele/ABC
Imagen: El oleoducto de Petroperú atraviesa la comunidad wampi
en el poblado de Mayuriaga en plena Amazonia peruana.
(Foto: Ana Guirao)
«No es justo que la Amazonia sea considerada solo una despensa»
Con 5,5 millones de kilómetros cuadrados (cuatro veces España), la Amazonia es un espacio biogeográfico de características únicas. No solo atesora la mayor región de bosque tropical del planeta, cuenta además con 380 pueblos indígenas (140 en aislamiento voluntario) que hablan más de 240 lenguas maternas. Las industrias extractivas, los cultivos ilícitos y muchas actividades de explotación de los recursos naturales están provocando impactos devastadores en el ambiente y la salud de los pueblos. «No es justo que la Amazonía sea solo una despensa de la cual se extraen los recursos para que otros se enriquezcan y puedan tener lo que no tiene la población local donde se encuentran esos recursos. La Amazonia tiene que dejar de ser considerada como un almacén», denuncia la misionera Lucero Guillén, responsable de la Pastoral de la Tierra en el Vicariato de Yurimaguas.