En la primera mitad del siglo XX un joven vietnamita fue salvado in extremis de una ejecución a manos de los soldados franceses. Desde ese instante trágico consagró su vida a la oración. Vestido con una túnica tradicional budista y con un crucifijo como colgante, sería apodado el monje de los cocos. Este monje, junto a sus seguidores, se dedicó a recolectar balas y proyectiles de la Segunda Guerra Mundial y después los fundiría para formar un gong. «Queridas balas y queridas bombas —escribió después, en un poema—, en otra vida habéis matado y destruido, pero en esta estáis llamando a la gente para que despierten el amor y la compasión».
Hay muchos casos de personas que han llevado a cabo esa misma operación con los aspectos más sombríos de su historia. Leo estos días a la doctora Kübler-Ross, tachada de lunática por sus colegas: aseguraba que la muerte es otro nacimiento luego de estudiar las experiencias de pacientes que volvieron de una muerte clínica. Siendo joven, la doctora viajó a Polonia para participar en labores de primeros auxilios tras la Segunda Guerra Mundial. Y allí, visitando los campos de exterminio, pudo ver vagones repletos de zapatos infantiles y otros llenos de cabello humano, con destino a Alemania, para confeccionar almohadas. «Cada uno de nosotros —concluyó— puede convertirse en un monstruoso nazi, pero también puede llegar a ser la madre Teresa de Calcuta». Ella dedicó su vida a estar con los moribundos y ayudarlos en el tránsito. Es otro ejemplo en el que una persona resuelve transformar su dolor en una medicina.
Cada uno de nosotros, digo, está llamado a esa misma alquimia, y al mismo tiempo a discernir la luz que late en cada circunstancia y en cada persona, por mucha oscuridad que haya. Un maestro, por ejemplo, nunca debe dar por perdido a ninguno de sus alumnos, aunque el caso parezca desesperado. En Primaria, mi tutor, recuerdo, me decía constantemente que no llegaría ni a barrendero: nunca supo ver en mí nada prometedor. Sin embargo, cuando encontré un destino ilusionante, mis notas mejoraron y finalicé mis estudios con éxito. Y hoy en día, quién lo iba a decir, imparto clases en la universidad.
De este modo, el corazón del ser humano se revela más como un camino de armonización que como un campo de batalla. Podríamos decir, tomando como ejemplo un texto de el monje de los cocos: «Queridas heridas mías y queridas sombras. Querida ira, querido rencor, queridas avidez y vanidad. En otra vida habéis matado y destruido. Habéis humillado y dañado a las personas que me rodean. Me habéis conducido por caminos torcidos alejándome del corazón, pero ahora vais a ser energía puesta al servicio del amor y la compasión. Vais a ser instrumentos de sanación. Baldosa o escalón y no obstáculo».
Es lo mismo que pregonaban los padres y madres del desierto: podemos reconducir las tendencias que, desde lo que apodamos caída, están equivocadas. Por ejemplo, no querer acabar con la ira ni reprimirla, sino acogerla e indicarle su verdadero destino: en vez de descargarla contra el prójimo, utilizarla para ser más compasivos. O, en lugar de combatir el deseo sensual o de vivir a su merced, como el mono que salta de rama en rama, custodiarlo y reservarlo para el amor auténtico, igual que se atesora el vestido para una fiesta importante. La oración silenciosa o meditación, en este sentido, se revela también como el arte de hacer música con las propias heridas.
O, dicho con otras palabras: meditar es ver, en el cadáver de una bomba, la música de una campana.
JESÚS MONTIEL
Escritor