Los obispos de Colombia, Costa Rica y Panamá participan en un encuentro conjunto para buscar soluciones a la crisis humanitaria sin precedentes en el tapón del Darién.
21 de marzo 2024.- La pequeña trota por la cuesta de lodo con las botas azules embarradas, como si fuera un juego inocente. Su padre la agarra, atento al peligro. Quizá se arrepiente de haberla llevado consigo o quizá esté atormentado porque le queda muy poca comida en la mochila. En la densa selva del Darién, que separa Colombia y Panamá, no hay rutas asfaltadas ni cobertura telefónica. Solo acantilados, barro, árboles y animales salvajes. «Es una trampa mortal. La mayoría empieza el viaje cargando muchas cosas, pero, con lo pesado que se hace, empiezan a abandonarlas y se encuentran en medio de la nada, sin agua y sin alimentos», asegura Jorge Ayala, miembro de la Red Clamor en Panamá. La imagen de su perfil de WhatsApp es la de la campaña titulada Darién no es el camino, es un tapón, que alerta de que cruzar 17.000 km2 de jungla no es una opción viable.
• La selva del Darién tiene una extensión de 575.000 hectáreas.
• Se extiende a lo largo de unos 200 kilómetros, en la frontera entre Colombia y Panamá.
• 248 mil personas entraron en la selva en el año 2022
• 501.297 personas cruzaron en 2023
Por el Darién transitan los abandonados de América Latina con la esperanza puesta en llegar a Estados Unidos. Las nacionalidades de los inmigrantes —haitianos, ecuatorianos, nicaragüenses y, sobre todo, venezolanos— son el reflejo de las tortuosas crisis de una región sometida por la violencia y la corrupción. Los traficantes de personas esperan en Necoclí o Turbo, en el norte de Colombia, para cruzar en botes el golfo de Urabá hasta llegar a Acandí o Capurganá y adentrarse en la selva: «Hay acantilados de lodo. La gente resbala y sufre fracturas. Muchos mueren ahogados en los ríos. Se enfrentan a todo tipo de amenazas, incluidos abusos por parte de grupos criminales», detalla Ayala. El número de muertos que yacen en este cementerio salvaje es un misterio. «El Gobierno panameño lleva un control estadístico de los que han logrado salir, pero no tenemos con qué cotejarlo, porque del lado colombiano no registran a los que entran», explica Maribel Jaén, de Caritas Panamá.
Una persona en excelentes condiciones físicas tardará cuatro días en cruzar el Darién. Pero la mayoría son familias y «no saldrán de allí hasta pasados doce días». Al otro lado de la jungla esperan dos pequeñas comunidades indígenas que solo cuentan con un médico y una enfermera para atenderlos. Después son enviados a una de las dos Estaciones de Recepción Migratoria (ERM), Lajas Blancas o San Vicente, que funcionan como campamentos improvisados, gestionados por el Ministerio de Seguridad de Panamá, donde se les ofrece comida, primeros auxilios e información para proseguir la ruta. «Por razones de seguridad, la Iglesia no tiene presencia permanente en estos puntos. Solo podemos llevar ropa o insumos para los bebés de vez en cuando», denuncia Ayala. Por eso los obispos de Colombia, Costa Rica y Panamá, que participan hasta el viernes en un encuentro multilateral sobre esta crisis, quieren firmar un convenio con el Gobierno que permita a las organizaciones eclesiales establecerse allí. «Las redes criminales se aprovechan de la desesperación, prestas a lucrarse en cada etapa de la ardua travesía», asegura el arzobispo de Panamá, José Domingo Ulloa Mendieta. Su objetivo es «conocer, visibilizar y establecer estrategias» para poder hacer frente a un problema «tan complejo que ni la Iglesia católica sola puede resolver, ni tampoco un país de manera aislada».
VICTORIA ISABEL CARDIEL C.
Alfa y Omega