El número de migrantes al sur de la frontera de Estados Unidos empieza a crecer tras la llegada de Trump. «Han subido los precios» de los traficantes, asegura un sheriff.
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30 de enero 2025.- Carmen cura los pies de su marido José. Están llenos de ampollas y a cada una le coloca un trozo de esparadrapo acompañado de una caricia. «Algunos días caminábamos ininterrumpidamente 20 o 30 kilómetros», dice ella, sin parar el tratamiento. Carmen y José son una pareja venezolana huida del régimen de Maduro y con la que nos encontramos en un campamento para migrantes en Matamoros, localidad mexicana cerca de la frontera con Estados Unidos.
—Hemos llegado hasta aquí a pie.
—¿Y cuál fue el momento más duro?
—Hasta hoy había dicho que el cruce de la selva del Darién, entre Colombia y Panamá. En aquel tramo vivimos el infierno, con traficantes e indígenas que violaban a las mujeres y asesinaban a muchos de nuestros compañeros de viaje. Pero ahora te digo que el verdadero infierno está aquí, en México.
Carmen rompe a llorar. Para cientos de miles de migrantes latinoamericanos, estos campamentos improvisados junto a la frontera con Estados Unidos son el punto de llegada tras un viaje larguísimo y doloroso. Y, sin embargo, todos coinciden en definir su permanencia aquí como la peor de las pesadillas. «Vivo en este campamento desde hace dos años y todavía espero una cita para mi solicitud de asilo político en Estados Unidos», cuenta Rita. Nos habla en voz baja, lejos de orejas indiscretas. «Cada campamento junto a la frontera está controlado por narcos», explica. Los migrantes denuncian violencia, violaciones, trabajo infantil y raptos. «Los traficantes de personas te secuestran, te registran el móvil y, si descubren que tienes familiares en Estados Unidos, les piden un rescate», añade.
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En este campo viven unas 200 personas, aunque al número ha aumentado ligeramente en la última semana. «Es el efecto Trump —explica Rita—: muchos temen un aún mayor endurecimiento de la entrada en Estados Unidos y yo temo que mi solicitud de asilo político nunca sea aceptada». Entre las tiendas de campaña en Matamoros es de lo único que se habla: los millones de deportaciones de migrantes con los que amenaza el nuevo presidente, que también afectarían a quienes llevan meses buscando la forma de cruzar la frontera.
Cogemos el coche y gracias a nuestro pasaporte europeo atravesamos rápidamente la frontera con la que sueñan cientos de miles de migrantes. Aquí, dividiendo México y Estados Unidos, está el río Grande; con diferencia, el río más patrullado del mundo. «Cada día interceptamos a decenas de migrantes que intentan cruzarlo ilegalmente», explica el agente Ramínze. Es un hijo de una mexicana, aunque nació y creció en Brownsville, una ciudad al lado norte de la frontera. «Los narcotraficantes usan a los niños y a sus familias como distracción. Los llevan a la orilla y, cuando intervenimos para salvarlos, aprovechan para transportar droga a la otra orilla del río Grande», nos cuenta acompañándonos por el margen del caudal. Con la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump, los controles se han reforzado, pero, según Ramírez, ni un ejército entero podría cubrir esta frontera de miles de kilómetros.
«Él es el sheriff Martín Cuéllar», dice el agente, presentándonos a su jefe. El oficial nos acoge con una sonrisa y un fuerte apretón de manos a la puerta de la cárcel federal de la ciudad. Nos guía por el interior de las instalaciones que albergan tanto a migrantes como a traficantes. «Es importante subrayar que los migrantes encerrados aquí son culpables de delitos específicos, como tráfico de drogas, resistencia a un funcionario público, robo o lo que sea. Los que entran ilegalmente, en cambio, acaban en instalaciones gubernamentales específicas antes de ser repatriados». El sheriff nos permite visitar las celdas donde están encerrados algunos de los narcos más peligrosos de la región. «Para las organizaciones criminales, el negocio de la droga es ahora secundario frente al tráfico de seres humanos», explica Cuéllar. Los migrantes pagan alrededor de 10.000 euros por persona y sin garantía de supervivencia.
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—Y la situación, con el retorno de Trump, ¿os parece diferente?
—Han subido los precios. Cuanto más se cierra la frontera, más dinero se necesita para atravesarla.
Es un negocio en auge, como nos confirma un traficante detenido en la prisión.
—¿A quién habrías votado si hubieras podido?
—A Donald Trump, sin duda.
Avanzamos por el largo pasillo y vemos algunas celdas ocupadas por presos en aislamiento. «Los tenemos separados para evitar incidentes mortales entre miembros de cárteles diferentes», explica el sheriff. Las habitaciones son pequeñas, sin ventanas y con una mirilla de cristal sobre la puerta blindada. «Es una medida necesaria», explica Cuéllar.
Dejamos la cárcel rumbo a un centro de migrantes en Brownsville gestionado por unas religiosas católicas. «Normalmente permanecen uno o dos días y después los ayudamos a tomar un autobús hacia la ciudad en el norte; allí ya tienen familiares que les ayuden», explican. «Nosotras vamos a Chicago», dice Daisy, una mujer venezolana, en compañía de su marido y de sus hijos. Está radiante y no ve la hora de marcharse, aunque los problemas no hayan acabado. «Algunos consiguen escapar al control de los traficantes», explica la hermana Caterina. Es precisamente el caso de esta familia, secuestrada en Matamoros y que logró huir. «Ayer vinieron unas personas sospechosas y preguntaron por ellos», añade Caterina. Amenazas a las que las monjas están acostumbradas. «Los narcos tienen ojos en todas partes y difícilmente renuncian a hacértelas pagar, pero seguiremos protegiendo a quienes lo necesiten», concluye.
GIANMARCO SICURO
Alfa y Omega