La soledad se hace abismal allá donde no pasa nadie ni nada. Trabajar en el mar no tiene las mismas reglas para todos. Una vez más la delgada línea norte / sur nos descubre la tragedia de miles de personas, hombres, mujeres y niños que dentro de pequeños o grandes barcos faenan en el mar en condiciones a veces infrahumanas, caen en manos de la delincuencia organizada o son víctimas de la trata laboral. Ni siquiera aparecen en los registros, carecen de identidad. No cuentan. No existen. No valen. Al menos para sus armadores y para los que vivimos en secano. Son parte de un mundo exterior ante el que tantas veces nos amurallamos.
Del 1 al 7 de octubre se celebra en la ciudad de Kaohsiun, en Taiwán, el XXIV Congreso Mundial del Apostolado del Mar, que en esta edición lleva el sugerente título de Atrapados en la red. Según la FAO, 53 millones de personas se dedican a la pesca en el mundo. De ellas el 84 % son asiáticas, el 10 % provienen África y el 4 % de América Latina y el Caribe, mientras que Europa y Oceanía no tienen ni siquiera el 1 %. Si tú eres británico no te subirás a un barco por menos de 3.000 libras, pero si eres filipino, por ejemplo, lo harás por 100 dólares al mes, aunque haya capataces que te traten como excedente humano. Escombros. Desechos a los que no importa abandonar en puerto cuando ya no hay dinero ni para alimentos ni para nóminas. Las nuevas formas de trasladar mercancías en inmensos barcos cargados de contenedores impiden que las tripulaciones puedan permanecer apenas unas horas en tierra firme. En el mar se trabaja sin horarios. Los bancos de peces aparecen sin cita. Se pesca y ya. En aguas internacionales el capitán es dios y se convierte en un tirano capaz de realizar abusos verbales o físicos sin control.
De ahí la preocupación de la Iglesia y el trabajo silencioso del apostolado del mar, con capellanes y voluntarios diseminados por los puertos para llevarles alimentos, incluso facilitarles wifi para que puedan comunicarse con sus familias tras meses –o años– en el mar sin saber de ellos, ocuparse de enfermos que son abandonados en el puerto, llorar a los muertos de cualquier religión, intentar mediar para que a las familias les llegue el dinero convenido durante las largas ausencias del cabeza de familia. Es hora de reconfortar a todos los que se encuentran atrapados en la red y quizás, con suerte, reconstruyamos también el corazón de la humanidad.
Eva Fernández
(Foto: ILO/Thierry Falise)