En tiempos de Francisco de Asís se considera la creación y la historia humana como un mero trámite para alcanzar la vida eterna y, por consiguiente, sus gentes viven de espaldas a la obra salida de las manos del Señor. La visión de Francisco nada tiene que ver con el mundo que le rodea; él observa la creación desde Dios. Aquí está su originalidad. Todas las criaturas, desde ellas mismas, indican la presencia de Dios. Francisco divisa la armonía en sí misma de la creación entera al situarse desde los ojos y el corazón de Dios y en ella ve presente al Señor, como en todos los hombres. Las criaturas son bellas y merecen amarse, no por la actitud humana que las lleva a Dios o por el significado que les pueda dar el hombre, sino porque ellas mismas son vestigios de Dios, ya que han salido del mismo amor que identifica todo acto creador divino.
Es significativo narrar el contexto en el que compone Francisco el Cántico a las criaturas, cuyo 800 aniversario celebramos: «Dos años antes de su muerte, estando en San Damián en una celdilla formada de esteras y padeciendo indeciblemente por la enfermedad de los ojos —tanto que por espacio de más de 50 días no podía ver ni la luz del día ni la del fuego—, sucedió, por permisión divina y para aumento de sus aflicciones y méritos, que una plaga de ratones invadió la celda y, saltando de día y de noche sobre él y a su alrededor, no le dejaban orar ni descansar. Y, cuando comía, trepaban a la mesa y le molestaban muchísimo». Experimenta la situación como una tentación diabólica y pide auxilio al Señor, que le responde: «Condúcete en adelante con tanta seguridad como si estuvieras en mi reino» (Espejo de perfección 100).
Francisco margina su infierno presente y se fija en cómo es la vida de cada día. Entonces comienza a cantar: «Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas, especialmente el señor hermano Sol… por la hermana Luna y las Estrellas, en el cielo las has formado claras y preciosas y bellas. / Loado seas, mi Señor, por el hermano Viento, y por el Aire y nublado y sereno y todo tiempo, por el cual a tus criaturas das sustentamiento. / Loado seas, mi Señor, por la hermana Agua, la cual es muy útil y humilde y preciosa y casta. / Loado seas, mi Señor, por el hermano Fuego, por el cual iluminas la noche, y él es bello y jocundo y robusto y fuerte. / Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la madre Tierra, la cual nos sustenta y gobierna, y produce diversos frutos con flores de color y hierba. / Load y bendecid a mi Señor, y dadle gracias y servidle con gran humildad» (Escritos 121-125).
Francisco respeta y admira a las criaturas. Más aún: pasa a considerarlas hermanas. La filiación de todo ser a Dios Padre le conduce a fraternizar con cada cosa. Esta relación fraterna adquiere un carácter singular, en el sentido de que no se coloca el hombre como señor de ellas, como puede deducirse del mensaje bíblico, y mucho menos en el papel de intentar someterlas desde este señorío para su utilidad y provecho. Al contrario, aplica a toda criatura el amor de hermano, que se traduce en el sumo respeto y defensa de su forma de ser. Esto es, el sol, la luna, los campos, las hierbas, los pájaros, los animales son hermanos en pleno sentido (cf Leyenda mayor 12,4).
Francisco invita a las criaturas para que alaben al Señor, al participar de la encarnación de la Palabra en su condición de ser creada. No es que el creyente alabe al Señor en su lugar; son ellas mismas, como dotadas de una conciencia agradecida, las que deben alabar y bendecir al Señor: «¿Quién podrá explicar la alegría que provocaba en su espíritu la belleza de las flores, al contemplar la galanura de sus formas y al aspirar la fragancia de sus aromas? Al instante dirigía el ojo de la consideración a la hermosura de aquella flor que, brotando luminosa en la primavera de la raíz de Jesé, dio vida con su fragancia a millares de muertos. Y, al encontrarse en presencia de muchas flores, les predicaba, invitándolas a loar al Señor, como si gozaran del don de la razón» (I Vida de Celano 81).
Las criaturas, además de alabar al Señor, deben amarle, en respuesta a la identidad del Señor y a su concreta relación que ha establecido con todo cuanto ha salido de sus manos y existe fuera de Él. Francisco vive la vida nueva y el hombre nuevo proyectado por Dios desde el principio y escenificado en la convivencia humana con la tierra y los animales en el paraíso. Por eso puede hacer dichas afirmaciones sobre la relación de amor que existe entre las criaturas y Dios, criaturas que dan cumplida cuenta de la identidad divina y de las afirmaciones de la tradición sacerdotal del Génesis al crear cada especie: «Y vio Dios todo lo que había hecho y era muy bueno» (Génesis 1, 31).

FRANCISCO MARTÍNEZ FRESNEDA, OFM
Catedrático del Instituto Teológico de Murcia OFM