Esta mañana, en el Aula Pablo VI, la tercera y última de las tres meditaciones hacia la Navidad del predicador de la Casa Pontificia sobre el tema de la pequeñez, que no es un límite, sino humildad que abre espacios de encuentro. La parábola del Juicio final: al final, seremos juzgados no sólo por el bien que hayamos hecho, sino sobre todo por nuestra capacidad de hacernos pequeños.
Ciudad del Vaticano, 20 de diciembre 2024.- La Navidad del Hijo de Dios, Aquel que en el principio era el Verbo, y que se hace pequeño y frágil como un niño que aún no habla: aquí se encierra la fuerza y la grandeza de la pequeñez. Así lo subrayó el padre Roberto Pasolini, franciscano capuchino, predicador de la Casa Pontificia, en su tercera y última meditación de Adviento ofrecida a la Curia romana esta mañana, 20 de diciembre, en el Aula Pablo VI. El tema elegido para las tres reflexiones es «Las puertas de la esperanza. Hacia la apertura del Año Santo a través de la profecía de la Navidad».
La medida oculta de la verdadera grandeza de Dios
Tras haberse detenido -en los dos primeros sermones del 6 y 13 de diciembre- en las puertas del asombro y de la confianza, el predicador exhorta ahora a cruzar el umbral «de la pequeñez»: la clave para acceder al Reino de Dios, afirmó, no es un límite o una carencia, sino una fuerza «humilde y silenciosa» como la de la semilla que, en la oscuridad de la tierra, germina y crece. Medida oculta de la verdadera grandeza de Dios, Aquel que se abaja con confianza hasta el nivel del otro para acompañarle en su crecimiento, la pequeñez es el «parámetro» del Señor, es «el lugar donde pueden realizarse sus opciones y promesas», así como «una elección consciente, guiada por el «deseo de crear relaciones auténticas, en las que se reconozca el derecho del otro a existir, respirar y expresarse libremente». En este sentido, ser pequeño significa abrir «espacios de encuentro, permitiendo a cada uno ser sí mismo, sin superponerse al otro ni anular su singularidad».
Antes de hacer el bien, hay que hacerse pequeño
Para profundizar en este rasgo tan delicado y decisivo de Dios, el padre Pasolini hizo una atenta y nueva relectura de la parábola del Juicio Final, narrada por el evangelista Mateo (25, 31-46): en su significado más consolidado, el texto afirma que, al final de los tiempos, el Señor juzgará a la humanidad según el parámetro del amor fraterno. Pero en su significado más profundo, según el predicador, la parábola dice que un día todos los pueblos, incluso los no evangelizados, podrán entrar en el Reino de Dios «mediante la caridad ejercida hacia los hermanos más pequeños del Señor». De ahí se deriva «una gran y grave responsabilidad para los cristianos»: la necesidad no sólo de «hacer el bien a los demás», sino también de «permitir que los demás lo hagan, expresando así lo mejor de su humanidad» y haciendo de la pequeñez «el criterio de conformidad y fidelidad» a Dios. El primer significado de la parábola del Juicio Final, reiteró el padre Pasolini, es precisamente éste: «Antes de hacer el bien, es bueno y necesario acordarse de hacerse uno mismo pequeño».
La pequeñez es un acto de evangelización
De hecho, Dios -añadió el franciscano capuchino- no sólo quiere que sus hijos sepan amar, sino también que se dejen amar por los demás, ofreciéndoles «la oportunidad de ser buenos y generosos». Es una forma «más profunda» de amar, en la medida en que da paso al otro para permitir que su humanidad «se manifieste de la mejor manera». En esencia, se ama al prójimo sobre todo cuando se le acerca «con una mansedumbre desarmante» y se le permite «encontrar y acoger nuestra fragilidad», poniendo en práctica «el arte más difícil, que no es amar, sino dejarse amar». Entendida, pues, como un «estilo de vida» y de humanidad extremadamente generador, la pequeñez se convierte en «un acto de verdadera evangelización», porque pone al otro en condiciones de encarnar los gestos del amor fraterno.
El ejemplo de San Francisco de Asís
Como ejemplo de ello, el padre Pasolini citó a san Francisco de Asís, que hizo de la pequeñez «el criterio para seguir» al Señor y «parte de nuestra identidad más profunda». Esto sucedió, en particular, en el encuentro entre el Pobrecillo y el sultán Malik-al-Kamil: tras aquel diálogo, el sultán no se convirtió, pero sin embargo acogió a Francisco y se preocupó por él, aprovechando la oportunidad, que le ofrecía el santo, de expresar lo mejor de sí mismo. «Los cristianos -continuó el predicador- no tienen el «monopolio» del bien», sino que también deben permitir que los demás la practiquen.
Esforzarse por ser más auténticos sin juzgar a los demás
A continuación, el padre Pasolini se detuvo en otro aspecto fundamental de la parábola del Juicio Final: ésta, explicó, invita a suspender todos los juicios humanos que tienden a hacerse antes de tiempo, es decir, antes del juicio final del Señor. Por eso, según el predicador, más que de la parábola del «juicio universal», deberíamos hablar de la parábola «del fin de todo juicio», porque si dejamos de juzgar al prójimo -que no nos corresponde-, podremos centrarnos en lo que de verdad importa: ser «cada vez más gratuitos, alejándonos de la lógica “económica” por la que hacemos las cosas con vistas a un provecho».
La gratitud no se compra, es gratis
Alejándose de las expectativas y de las dinámicas oportunistas, de hecho, la humanidad logrará seguir el único camino verdadero: el de «una gratuidad total», dejando de hacer aquellos gestos con los que tiende a comprar la gratitud de los demás y rompiendo la regla de la comparación con la que mide su propia estatura. Sólo así será posible abrirse a «una felicidad profunda y concreta», superando el miedo a no valer nada y comenzando a entregarse, «permitiendo que los demás hagan lo mismo con nosotros».
El valor del bien inconsciente
Es «el bien inconsciente», por tanto, la verdadera clave para entrar en el Reino de Dios, ese bien que habremos hecho sin darnos cuenta, pero que los demás podrán reconocer. Entonces, al final de los tiempos -explicó el predicador-, la «gran sorpresa» será descubrir que Dios «no esperaba nada de nosotros, salvo el gran deseo de vernos asemejarnos a Él en el amor». Ese día, no importará «cuántas obras buenas o malas hayamos hecho, sino si, a través de ellas, hemos sido capaces de aceptarnos y llegar a ser nosotros mismos en plenitud».
Encarnar la pequeñez para compartir la esperanza
Por último, al acercarse la Navidad y el Jubileo, el padre Pasolini invitó a «elegir encarnar la pequeñez para compartir la esperanza del Evangelio» en un mundo que parece «hostil o indiferente», pero que en realidad sólo espera encontrar «el rostro misericordioso del Padre en la carne frágil, pero siempre amable, de sus hijos». «Atravesar la puerta santa del Jubileo con gran sinceridad -reiteró-, sin la preocupación de tener que mostrar un perfil distinto del que la Iglesia ha sabido desarrollar a lo largo de los siglos, puede ser, en efecto, una gran esperanza». La meditación concluyó con una oración por el Año Santo, para que la gracia del Señor transforme a los hombres en «laboriosos cultivadores de las semillas evangélicas», en «espera confiada de los cielos nuevos y de la tierra nueva».
ISABELLA PIRO