Sobrevivió y su dramático e incierto destino nos pone frente a una realidad que tiene más que ver con el misterio del pesebre que con las propuestas efímeras de felicidad y de búsqueda de la magia que se nos ofrecen en esos días: un Niño que nace en un lugar donde no tiene sitio; unos padres que huyen en busca de asilo; el miedo, la incertidumbre y la pobreza. Pero también, y sobre todo, la esperanza.
Desde que hacen su aparición en escena las primeras campañas prenavideñas, surgen por doquier las iniciativas de todo tipo para ayudarnos a encontrar la magia: está en las luces, anida en las estrellas, la traen las hadas, los elfos o los duendes del bosque. Una magia que anima a brindar; que invita, de modo insistente, a estar contentos; a salir del individualismo y buscar permanentemente el encuentro con otros para celebrar, hacer balance y olvidar aquellos pesares que, con el año nuevo, quizá se puedan dejar atrás.
Parece que encontrar esa magia es, como el estado de ánimo, los deseos y los logros, cuestión de actitud: la felicidad y el éxito dependen de uno; la tristeza y la melancolía se pueden reconvertir; y el dolor y el sufrimiento se pueden evitar, superar u obviar. Como si todo, en estas fechas, sucediera por arte de magia. Es curiosa esta forma cada vez más extendida de retorcer las palabras para hablar de algo que la Navidad no es. La Natividad, que es lo que los cristianos celebramos, tiene poco de magia y mucho de una verdad que lleva consigo también abrazar el dolor y el sufrimiento humano, que «es para lo que Dios hecho Niño viene realmente al mundo», recuerda el Papa Francisco en su carta Admirabile signum sobre el significado del belén.
Pensaba en ello al contemplar la impactante imagen de Yasmine, la niña de 11 años procedente de Sierra Leona que era rescatada la semana pasada como única superviviente del naufragio de la barcaza en la que viajaba junto a 44 personas, incluido su hermano. La pequeña, localizada a unos 16 kilómetros de Lampedusa por la ONG Compass Collective, había partido días antes de Sfax (Túnez) para iniciar en una pequeña embarcación de metal el trayecto de 130 kilómetros que la separa de la costa italiana. Una fuerte tormenta hizo que volcara la patera y todos los que viajaban en ella fueron engullidos por un mar que, desde 2014 hasta hoy, se ha tragado a unas 30.000 personas, convirtiendo el Mediterráneo en el cementerio más grande del mundo.
Yasmine sobrevivió durante horas, sin comer ni beber, agarrada a dos neumáticos. Fue un milagro, como los propios rescatistas reconocen, escuchar su petición de auxilio en medio de la noche, mezclados sus gritos con el ruido del motor. Pero sobrevivió y su dramático e incierto destino nos pone frente a una realidad que tiene más que ver con el misterio del pesebre que con las propuestas efímeras de felicidad y de búsqueda de la magia que se nos ofrecen en estos días: un Niño que nace en un lugar donde no tiene sitio; unos padres que huyen en busca de asilo; el miedo, la incertidumbre y la pobreza. Pero también y, sobre todo, la esperanza. La historia de Yasmine es una llamada de atención para un mundo que, estos días, rastrea compulsivamente en el mercado de la magia. Su vida es un milagro que conmueve y a través del que el Niño Dios habla, llamando a celebrar la Navidad «compartiendo con los últimos el camino hacia un mundo más humano y fraterno, donde nadie sea excluido ni marginado» (Admirabile signum). Es aquí donde radica el verdadero sentido de estos días. Así que a los fans del ilusionismo les recomiendo que no sigan buscando.
SANDRA VÁREZ
Publicado por Alfa y Omega el 19.12.2024