Acaba de terminar el Sínodo de la sinodalidad, al cual han sido invitadas 52 mujeres con voz y voto. Obviamente han sido bastantes menos que los 311 varones con voto; sin embargo, más que las del año 2018. Poco a poco vamos avanzando. Lo señalo porque la presencia de las mujeres en las grandes asambleas eclesiásticas tiene una historia relativamente reciente en la que la española Pilar Bellosillo, cofundadora de Manos Unidas, tuvo un papel importante.
Digo «relativamente reciente» porque, aunque bastante desconocida, hay una historia lejana en la que hubo concilios locales a los que asistieron pocas y privilegiadas mujeres. Por ejemplo, en el de Arlés (314) estuvieron tres abadesas. En 664, vemos a la abadesa Hilda en el sínodo de Whitby (Inglaterra), y en 705, su sucesora, Elfleda, estuvo en el de Nidd. En el de Bencafield (694) firmaron los decretos cinco abadesas. También hubo mujeres nobles que tomaron parte, aunque estos casos, además de excepcionales, desaparecieron rápidamente.
Pío XII animó a las mujeres a «asumir responsabilidades no solo en la familia, sino en la vida social». Les dijo: «La vida pública os necesita». Y «la maternidad no constituye el fundamento absoluto de la dignidad de la mujer». Ya era un paso, aunque sin consecuencias prácticas. Como fruto del cambio, se empezaron a percibir algunos signos. En la encíclica Pacem in terris (1963), Juan XXIII subraya los derechos humanos y las cuestiones relativas a la justicia. Recoge las aspiraciones de las mujeres, especialmente en la sociedad civil. Las percibe «como un signo de los tiempos» y exige un cambio. Todo ello contribuyó a alimentar esperanzas.
Llegado el Vaticano II, como una gran novedad había auditores laicos y religiosos. ¡Un gran paso! Pero, como era de esperar, no había mujeres. Durante la segunda sesión, el comité ejecutivo de la Federación Mundial de la Juventud Católica Femenina y la Unión Mundial de las Organizaciones Femeninas Católicas (UMOFC) escribieron al Papa pidiendo que nombrara auditoras. El sustituto de la Secretaría de Estado, Angelo dell’Acqua, contestó que «ya se estudiaría la cuestión en el momento oportuno». Pero Pericle Felici, secretario general del Concilio, aseguró que «hasta ahora no se ha consentido nunca, por ningún motivo, la entrada de mujeres en el aula conciliar».
Sin embargo, el ambiente fue cambiando gracias a la sensibilidad de algunos padres conciliares, como algunos obispos canadienses o el cardenal belga Leo Jozef Suenens, que evidenció la falta de mujeres en la gran asamblea: «Aquí está ausente la mitad del pueblo de Dios, porque si no me equivoco, ellas constituyen la mitad de la humanidad». Al iniciarse la tercera sesión conciliar, en 1964, 23 mujeres fueron llamadas a Roma como auditoras conciliares. No podían salir mucho de su modesto papel, pero se ganaron el prestigio. Llamadas «madres del Concilio», influyeron en algunas cuestiones y debates importantes.
Años después, Pilar Bellosillo contaba que las auditoras trabajaron intensamente dialogando con los padres conciliares y peritos sobre la mujer en la Iglesia y en la sociedad. Todo su empeño fue seguir una política muy sabia: evitar que los padres escribieran cosas demasiado concretas sobre las mujeres. Lo argumentaba diciendo que cuando ellos hablaban de las mujeres tendían a hacerlo de forma etérea, alabando las cualidades, según ellos, femeninas y maternales, comparándolas con el sol, las flores y poesías semejantes y destacando sus aportaciones «femeninas». Decía que lo que ellas intentaban era procurar un lenguaje más justo e inclusivo y, sobre todo, evitaban la casuística, las alusiones «a la propia naturaleza o sexo», etc., suprimiendo el tono paternalista y discriminatorio de los padres para orientarlos hacia declaraciones más genéricas que subrayaran cuestiones como la dignidad, los derechos humanos, la responsabilidad, la no discriminación… cuestiones de fondo a las cuales las mujeres siempre puedan apelar a lo hora de reivindicar sus derechos. ¡Muy sabias y profundas! Por lo tanto, no se trató específicamente la «cuestión de la mujer», pero el ambiente fue evolucionando y podemos analizar la Gaudium et spes o la Lumen gentium desde esta perspectiva. Se trataron temas importantes, como la paternidad responsable y otros en esta línea.
Me impresionaba muy especialmente cuando nos hablaba de su proceso interior y de la acción del Espíritu en ella; la naturalidad y profundidad con la que nos dejaba entrever un poco de la obra de Dios en ella. ¡Era magnífico! Pilar continuó trabajando por la mujer en la Iglesia y en la sociedad civil. ¿Resultados? Una intervención del cardenal George Flahiff, presidente de la conferencia episcopal de Canadá y arzobispo de Winnipeg en 1971 puede resumir algo de lo ocurrido: «Varios textos del Vaticano II se oponen categóricamente a toda discriminación contra la mujer en la Iglesia. Pero debemos admitir que excelentes cristianos, así como otras personas, encuentran que se ha hecho muy poco esfuerzo para hacer realidad estas afirmaciones. Es un gesto de autenticidad lo que ellas esperan». Esto lo constató en 1971. ¿No tendríamos que acelerar un poco más el paso? Esperemos que el Sínodo reciente dé sus frutos.
MARÍA JOSÉ ARANA
Teóloga
Publicado en Alfa y Omega el 28.11.2024
La autora participó el 26 de noviembre en el coloquio Mujeres que abrieron camino. Del Concilio al Sínodo, organizado por el Centro de Pensamiento Pablo VI.