Los llamamientos de los Pontífices contra la guerra se entrelazan con la historia de las Naciones Unidas.
Si hay un leitmotiv recurrente en la historia diplomática vaticana, es la invitación de los Papas a evitar la guerra: una invitación reiterada en la ONU, organización a la que la Santa Sede (aunque no forma parte de ella) siempre ha mostrado gran atención.
En 1945, Pío XII sabía que la «posguerra» era sólo ausencia del hecho bélico, no paz segura. Sobrevivía el totalitarismo, que Pío XII había conocido durante la guerra. Eso dijo Pacelli a la Curia Romana en la Navidad de 1945, que era «incompatible con una democracia verdadera y sana», un bacilo peligroso que envenenaba la comunidad de las naciones. El totalitarismo era un constante peligro de guerra.
«La obra futura de la paz quiere desterrar del mundo todo uso agresivo de la fuerza, toda guerra ofensiva». Pío XII lo aprobaba, advirtiendo: «Pero para que esto no se quede en un bello gesto, es preciso excluir toda opresión y toda arbitrariedad desde dentro y desde fuera». Pío XII, «hombre de paz y Papa de guerra», lo sabía bien.
También para Juan XXIII, la asociación entre la paz y la ONU era inseparable. Su Pacem in terris del 11 de abril de 1963 es elocuente. Roncalli, que había salvado a judíos de la Shoah, era muy consciente de que la humanidad vivía «bajo la pesadilla de un huracán que podría estallar en cualquier instante».
Recordando las palabras de Pío XII («Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra»), Juan XXIII esperaba que las naciones en posesión de armas letales pudieran evitar el «hecho imprevisible e incontrolable» de una nueva guerra; pero también temía que la «mera continuación de los experimentos nucleares con fines bélicos» tuviera «consecuencias fatales para la vida en la tierra».
La guerra, la paz y la defensa de la Creación son, pues, elementos vitales para el itinerario humano. De ahí una enseñanza capital: «Es casi imposible pensar que en la era atómica la guerra pueda utilizarse como instrumento de justicia».
Pablo VI visitó el Palacio de Cristal el 4 de octubre de 1965, con ocasión del XX aniversario de la Carta de San Francisco. Dijo a los delegados de los Estados: «Vosotros consagráis el gran principio de que las relaciones entre los pueblos deben regirse por la razón, la justicia, el derecho, la negociación, no por la fuerza, no por la violencia, no por la guerra, ni por el miedo, ni por el engaño».
Un manifiesto claro para las relaciones internacionales inspirado en una moción universal. De ahí el claro mensaje del Pontífice: «¡No unos contra otros, ya no, nunca más! La Organización de las Naciones Unidas se fundó principalmente con este fin: ¡contra la guerra y por la paz! Escuchen las claras palabras de un grande ya trascendido, de John Kennedy, que hace cuatro años proclamaba: «La humanidad debe poner fin a la guerra, o la guerra pondrá fin a la humanidad».
«No se necesitan muchas palabras para proclamar este objetivo supremo de esta institución. Basta recordar que la sangre de millones de hombres e innumerables sufrimientos indecibles, matanzas inútiles y ruinas formidables sancionan el pacto que os une, con un juramento que debe cambiar la historia futura del mundo: ¡no más guerra, nunca más la guerra! La paz, la paz debe guiar los destinos de los pueblos y de toda la humanidad!».
Montini hizo entonces un llamamiento para liberar a los pueblos «del elevado coste del armamento» y de la pesadilla de una guerra siempre inminente. Sólo así podrá la ONU ser «el camino hacia la civilización moderna y la paz mundial».
A estos temas dedicaría Pablo VI uno de sus últimos mensajes, leído por el Secretario para los Asuntos Públicos de la Iglesia, monseñor Agostino Casaroli, ante la Asamblea General el 6 de junio de 1978. Una nota manuscrita conservada entre los papeles del prelado enumera las prioridades: «Objetivo final: eliminación de la guerra o de su amenaza como medio para resolver las cuestiones entre Estados»; no al arma nuclear («Las armas nucleares han perdido su credibilidad, pero no su peligro… ni su gasto»).
Renuncia a «otras armas de destrucción masiva especialmente (o innecesariamente) crueles».
No a los peligros de la escalada.
También Juan Pablo I, en su breve pontificado, dedicó importantes palabras a la paz y a la colaboración entre las naciones (como en el mensaje Urbi et Orbi del 27 de agosto de 1978, y el dirigido al Cuerpo Diplomático el día 31). El Papa Luciani tenía grandes esperanzas en las negociaciones de Camp David para la paz en Oriente Medio entre el presidente egipcio Sadat y el primer ministro israelí Begin, bajo los auspicios del presidente estadounidense Carter.
«Todos los hombres tienen hambre y sed de paz – dijo a la hora del Ángelus del 10 de septiembre de 1978 – especialmente los pobres, que en las turbulencias y en las guerras son los que más pagan y sufren».
El sucesor de Luciani, Juan Pablo II, habló ante la ONU el 2 de octubre de 1979. Wojtyła recordó la guerra en su Polonia natal y los campos de exterminio de Auschwitz y Birkenau, e hizo suya la invitación de Pablo VI a la ONU: «¡No más guerra, nunca más! Nunca más unos contra otros».
En continuidad ideal con sus predecesores, Wojtyła también advirtió contra «los constantes preparativos para la guerra, de los que es prueba la producción de armas cada vez más numerosas, más potentes y más sofisticadas en diversos países». Uno quería estar preparado para la guerra; pero «estar preparado significa poder provocarla», exponerse al riesgo de la destrucción general.
Por ello, el Papa invitó a «liquidar las posibilidades mismas de las provocaciones a la guerra, a hacer imposibles los cataclismos, actuando sobre las actitudes, las convicciones, las intenciones y las aspiraciones de los gobiernos y de los pueblos». ¿Cómo podría lograrlo la ONU? Retomando «los justos ideales contenidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos».
Para Wojtyła, ese documento había «golpeado realmente las muchas y profundas raíces de la guerra», que acechaban allí donde se violaban derechos humanos inalienables.
La Carta de 1945 y la Declaración de 1948 (a la que también se refiere Roncalli en su Pacem in Terris) fueron, por tanto, un único instrumento para una paz estable y duradera. Corolario de ello fueron el respeto de los derechos humanos también en los estados individuales, y no sólo en el plano internacional, y la renuncia a los bienes materiales como fuente de bienestar social.
Estos conceptos serían reiterados con contundencia por Juan Pablo II al secretario general de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar, durante su visita al Vaticano el 6 de abril de 1982 (ocasión en la que también se mencionó la crisis de las Malvinas). Wojtyła renovaría su llamamiento a la paz el 5 de octubre de 1995, en el 50º aniversario de la ONU, a la que describió como la «estructura interna» de la comunidad mundial, basada en la defensa de «los derechos humanos universales, enraizados en la naturaleza de la persona».
Los acontecimientos de 1989 habían «ofrecido una lección que va mucho más allá de los límites de una zona geográfica específica», revelando «la inestimable dignidad y valor de la persona humana» que la ONU estaba llamada a defender.
Siguiendo los pasos de sus predecesores, Benedicto XVI añadió útiles reflexiones cuando visitó la ONU el 18 de abril de 2008. Los Estados tienen objetivos universales «que, si bien no coinciden con el bien común total de la familia humana, sin duda representan una parte fundamental de ese mismo bien».
A continuación, abogó por «una visión de la vida firmemente anclada en la dimensión religiosa», que conduzca «al compromiso de resistir a la violencia, el terrorismo y la guerra y de promover la justicia y la paz», y facilite el diálogo interreligioso que la ONU está llamada a apoyar.
El Papa Francisco celebró el 70º aniversario de la ONU el 25 de septiembre de 2015, hablando en esa reunión sobre un «desorden causado por ambiciones incontroladas y egoísmo colectivo». Sin la ONU, «la humanidad no habría sobrevivido».
Aludiendo a la Laudato si’ y a la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible firmada precisamente ese 25 de septiembre del 2015, Francisco recordó: «La guerra es una negación de todos los derechos y una dramático agresión contra el medio ambiente». Prohibir la guerra, salvar el medio ambiente y los derechos. Un presente que compromete a todos para el futuro.
MATTEO LUIGI NAPOLITANO
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