Dos universitarias que han visto truncado su futuro con los talibanes detallan a Alfa y Omega el infierno que están sufriendo. «Solo les falta pedir que dejen de respirar», denuncia una activista.
5 de septiembre 2024.- Amal aceptó entre lágrimas la asfixia talibán: «Sabía que podían llegar en cualquier momento, pero me aferraba a la idea de poder seguir con mi vida normal». Era el 15 de agosto del 2021. Como cada mañana, daba un paseo hacia la facultad de Ingeniería Informática de Kabul, donde estudiaba el penúltimo curso, cuando empezó a escuchar los gritos desesperados que anunciaban la irrupción de los fundamentalistas. Las milicias integristas se hicieron con el control de la capital, envalentonados por el abandono precipitado por parte de las tropas occidentales. «Fue el peor día de mi vida», recuerda esta joven. La gente «corría de un lado para otro y nuestros soldados se estaban yendo. Llamé a mi padre porque tenía miedo de volver sola a casa y encontrármelos». Completó sus estudios bajo el yugo de las restricciones talibanes. La primera, enfilarse una cárcel de tela: «Tuve que cubrirme con un burka para acceder al edificio. Después solo permitieron que nos enseñaran mujeres, aunque no había tantas profesoras en el claustro».
Esta universitaria de 24 años, que oculta su verdadera identidad, logró graduarse, aunque le fue imposible terminar el proyecto de final de curso. «Los talibanes tratan de borrar a la mujer de la sociedad», insiste. En los últimos 36 meses, su vida ha ido sumando prohibiciones absurdas: no puede realizar deporte ni mirar a los ojos a cualquier hombre que no sea su pariente; tampoco salir de su domicilio sin que le acompañe uno que la vigile… Amal se inflama de rabia cuando lo explica al otro lado de la pantalla: «Puedo ir hasta las puertas de mi antigua universidad, pero no se me permite entrar. Y sigue funcionando con normalidad para los hombres».
El Ministerio de Propagación de la Virtud y Prevención del Vicio ha degradado una vez más la vida de las afganas con una nueva política de opresión publicada el 23 de agosto. Su compañera de facultad, Nicafor, que también prefiere usar un nombre falso, explica desesperada que no pueden «ni siquiera hablar en voz alta en público». «Cuando escucho mi propia voz me pongo a temblar y pienso: ¿qué pasará ahora?», relata.
Su destino ha quedado en manos de unos «incultos con poder» que también impiden que puedan trabajar con normalidad. Ella, por ejemplo, es profesora en una escuela privada para niñas de 6 a 12 años. El chófer que solía utilizar «se niega a llevarme ahora». «Las nuevas prohibiciones impiden que pueda coger sola un taxi», explica. Dice que prefiere estar «en total soledad» delante del único medio que la conecta con el mundo exterior: su ordenador. Lo mismo le sucede a Amal, que actualmente trabaja como responsable de divulgación en una ONG: «Mi trabajo consiste en hablar con la gente. Pero ahora no puedo. Esto es lo peor a lo que me he enfrentado. Me crea mucha ansiedad». La exclusión sistemática de las afganas no solo vulnera sus derechos, sino que también deteriora su salud mental: «Es como si estuviera en arresto domiciliario. Los talibanes nos han enjaulado».
La estrategia de normalización
Los talibanes se han embarcado en un largo proceso diplomático destinado a normalizar su presencia en el mundo. Su esperanza es que algún día el emirato islámico sea reconocido como el régimen legítimo de Afganistán, algo que ningún país acepta actualmente. Sin embargo, el panorama diplomático está cambiando. El año pasado, Kazajstán acogió un importante foro empresarial afgano-kazajo y China incluso aceptó al nuevo embajador nombrado por ellos. En julio, los talibanes participaron en el Foro Económico de San Petersburgo. Además, a finales de junio, Catar desempeñó un papel clave en este baile diplomático de hombres con barba y turbante con la celebración de la tercera Conferencia de Doha sobre Afganistán, que fue impulsada por la ONU. Fue la primera vez que participó una delegación talibán. «Las mujeres afganas y la sociedad civil fueron excluidos de este diálogo de alto nivel, a petición de los talibanes», asegura Koofi, que pide con urgencia que la comunidad internacional reconozca que se «están cometiendo crímenes contra la humanidad» en su país.
La ex vicepresidenta de la Asamblea Nacional de Afganistán, Fawzia Koofi, ha consagrado su vida a defender los derechos pisoteados de las mujeres de su país. Los talibanes han intentado matarla por ello en dos ocasiones. Según explica, las nuevas prohibiciones son solo «una muestra más del odio talibán hacia las mujeres». «Solo les falta pedirnos que dejemos de respirar. Prácticamente se nos impide hacer cualquier cosa», asegura. Esto es también un obstáculo para «la supervivencia diaria» porque ni siquiera pueden salir a comprar comida. «No se puede hablar con los dueños de las tiendas, ni tampoco con un médico varón, lo que en la práctica anula las posibilidades de recibir asistencia sanitaria». «Las mujeres no pueden hacer nada; solo estar recluidas en casa. Es aberrante», denuncia. Esta semana algunas afganas han usado las redes sociales para desafiar a los talibanes cantando. Una protesta que podrían pagar con su vida. «Ha llegado un momento en el que dicen: “Ya no tenemos nada más que perder”».
VICTORIA ISABEL CARDIEL C.