La lucha de los buscadores de esmeraldas contra la miseria en la provincia colombiana de Boyacá.
6 de agosto 2024.- La “fiebre del oro” evoca a veces imágenes exóticas y míticas. Pero la foto de portada elegida por L’Osservatore Romano en su edición del pasado 2 de agosto no nos traslada al Lejano Oeste ni al siglo XIX. En su lugar, muestra lo que ocurre en una provincia de la actual Colombia. Y aquí, la llamada “fiebre del oro” es también – hay que decirlo una vez más – un dramático intento de salir de los bajos fondos de la pobreza y de la miseria. Esperando en el golpe de suerte que, sin embargo, casi nunca llega.
La ciudad de Muzo, en el departamento de Boyacá, situada en la Cordillera oriental a unos cientos de kilómetros al norte de Bogotá, es considerada la capital mundial de la esmeralda. Y la mayoría de las que se extraen acaban en el mercado mundial.
Pero el brillo de las piedras preciosas, con su característico tono verde, enriquece a los dueños de las canteras y de las grandes empresas mineras. El pueblo de “los otros” se conforma con migajas, o más bien con las sobras. Las que quedan en el limo del río Las Ánimas son el coto de caza de los buscadores artesanales de esmeraldas. Los llaman “guaqueros”. Se calcula que entre el 60% y el 70% de la población local se dedica de forma más o menos clandestina a la extracción y comercio de las piedras.
Allí donde quedan toneladas de tierra desechada, y ya tamizada, de la producción de la empresa minera, comienza la caza de masas de hombres y mujeres, y a menudo adolescentes. Una caza que comienza con una auténtica carrera para acapararse – botas de goma en los pies y grandes sacos de arpillera en la mano – los lugares considerados mejores para trabajar.
La señal convencional es cuando entran los guardias, lo que les permite salir para la búsqueda. Esto ocurre dos veces al día, por la mañana y por la tarde. Y los “guaqueros” cavan, con sus propias manos o con la ayuda de pequeños cuencos metálicos, picos y palas, arrastrándose por el barro, aplastado por docenas en unos pocos metros cuadrados, recogiendo aquí y allá alguna piedrecita, o algún diminuto fragmento de ella, para revenderla después a quienes estén dispuestos a pagar en metálico, en una especie de comercio al por menor.
Es su forma de llegar a fin de mes, de ganarse la vida. En cambio, para el comprador final, que espera en la plaza del pueblo para regatear la venta, se trata de la clásica astucia para sacar el máximo provecho con el menor esfuerzo, pagando precios posiblemente irrisorios por lo que luego intentará colocar en el mercado para obtener una ganancia importante.
“La mayoría de los ‘guaqueros’ son personas que practican esta actividad porque así se ha transmitido durante varias generaciones”, explica a L’Osservatore Romano Karoll García, directora ejecutiva del “Programa de Desarrollo y Paz de Boyapaz”, de la diócesis de Chiquinquirá, en la que también se encuentra Muzo. Mientras “otros vienen de lugares más o menos cercanos” con la esperanza de encontrar ese pequeño trozo de tesoro que pueda cambiar sus vidas.
“En el código minero nacional se les llama ‘barequeros’, buscan piedras preciosas en los terrenos que ponen a disposición los concesionarios; pero esta actividad también se realiza en arroyos o quebradas que atraviesan los sectores mineros”, explica además.
Por supuesto, “el desarrollo de actividades como la minería siempre está marcado por contextos económicos, sociales y políticos marginales”, añade. “Los propios yacimientos de esmeraldas se encuentran en zonas alejadas de los centros urbanos, lo que da lugar a la creación de asentamientos de personas o familias sin acceso a servicios públicos o situados en zonas con un alto riesgo de catástrofes. Y esto desencadena a menudo situaciones que afectan negativamente a la realización de actividades que podrían contribuir al desarrollo económico local”.
Las zonas están repletas de casas de ladrillo y cabañas de madera con tejados de hojalata, encaramadas en las laderas de las montañas entre la densa vegetación.
Para muchos “guaqueros” esos lugares son el Eldorado, constituyen un atractivo innegable, dejan entrever el sueño de un futuro mejor, tan brillante como las piedras que buscan. Salen aturdidos, cargando sobre sus hombros enormes y pesados sacos de tierra que deben limpiar y tamizar – a menudo en vano– con los dedos: en su piel tienen pegado el negro polvo minero que también se levanta en el aire. Y pensar que para hacer este trabajo, dice García, “hay que inscribirse en el registro del alcalde, o si se excava en terrenos privados hay que obtener una autorización especial del propietario”.
Aquí es donde también interviene la presencia de la Iglesia, con su espíritu misionero. “Intentamos formar a los jóvenes en el emprendimiento, ayudarlos a planificar su vida, a encontrar juntos alternativas económicas que les permitan tener ingresos para ellos y sus familias; intentamos acompañarlos en la construcción de una visión compartida del desarrollo, que integre los planos económico, social y cultural”, concluye. Porque soñar está bien, pero no es oro todo lo que reluce. Suponiendo que puedan encontrarlo.
ROBERTO PAGLIALONGA