El 6 de agosto de 1964, el Papa Montini publicó el documento programático de su pontificado, un «mensaje fraterno y familiar» que reflexionaba sobre la relación de la Iglesia con Cristo y el diálogo con el mundo.
Ciudad del Vaticano, 2 de agosto 2024.- Han pasado sesenta años desde aquel 5 de agosto de 1964, cuando Pablo VI, Obispo de Roma desde hacía poco más de un año, anunció, durante la audiencia general de Castelgandolfo, la publicación de Ecclesiam suam: “Os vamos a hacer una confidencia -que quizá en el lenguaje corriente se podría también llamar una conferencia de prensa (quizá la primera que el Papa hace en este nuevo estilo)-; la confidencia es esta: que por fin hemos terminado de escribir Nuestra primera Carta Encíclica, que llevará fecha de la fiesta de la Transfiguración de Cristo, mañana, 6 de agosto, y en su texto latino comenzará por las palabras que servirán para identificarla: Ecclesiam suam; y esperamos sea publicada en la próxima semana”. El documento programático de Giovanni Battista Montini se firma, por tanto, el mismo día en que, catorce años después, moriría el Papa. Se trata de un texto manuscrito íntegramente por el Pontífice.
La autoconciencia de la Iglesia
La encíclica propone dejar cada vez más clara la importancia de la Iglesia “para la salvación de la sociedad humana, y con cuánta solicitud, por otra, la Iglesia lo desea, que una y otra se encuentren, se conozcan y se amen”. “La Iglesia se da cuenta de la asombrosa novedad del tiempo moderno, pero con cándida confianza se asoma a los caminos de la historia y dice a los hombres: yo tengo lo que vosotros buscáis, lo que os falta. El texto de la carta, explica el Papa Montini, no tiene “un carácter solemne y propiamente doctrinal”, sino que “quiere ser un mensaje fraternal y familiar”, articulado en torno a tres pensamientos.
El primero se refiere a la necesidad de que la Iglesia “debe profundizar la conciencia de sí misma”. El segundo se refiere a corregir “los defectos” de los miembros de la Iglesia y “hacerles tender a una mayor perfección”, y cuál es “la vía para llegar con sabiduría a tan gran renovación”. Pablo VI se dirige a los obispos “para encontrar no sólo mayor aliento para emprender las debidas reformas”, sino también para tener “consejo y apoyo en tan delicada y difícil empresa”. El tercer pensamiento se refiere a las “relaciones que actualmente debe la Iglesia establecer con el mundo que la rodea y en medio del cual vive y trabaja”. Es el gran tema del diálogo entre la Iglesia y el mundo moderno, cuya “urgencia” es tal “que constituyen un verdadero peso en nuestro espíritu” en el alma del Papa, más aún, casi “una vocación”.
El riesgo de la mundanidad
“Todos saben cómo la Iglesia -leemos en Ecclesiam suam- está inmersa en la humanidad, forma parte de ella, de ella proceden sus miembros, de ella extrae preciosos tesoros de cultura, y cómo sufre sus vicisitudes históricas y también contribuye a sus éxitos. Ahora bien; todos saben por igual que la humanidad en este tiempo está en vía de grandes transformaciones, alteraciones y progresos, que cambian profundamente no sólo sus formas exteriores de vida, sino también sus modos de pensar”. “Todo esto, como las olas de un mar”, explica el Papa, advirtiendo contra el riesgo de volverse demasiado mundano, “envuelve y sacude a la Iglesia misma: los espíritus de los hombres que a ella se confían están fuertemente influidos por el clima del mundo temporal; de tal manera que un peligro como de vértigo, de aturdimiento, de aberración, puede sacudir su misma solidez e inducir a muchos a ir tras los más extraños pensamientos, imaginando como si la Iglesia debiera renegar de sí misma y abrazar novísimas e impensadas formas de vida”. “El primer fruto de la conciencia profundizada de la Iglesia -añadió Pablo VI- es el renovado descubrimiento de su relación vital con Cristo”.
Encuentro entre el cristianismo y la cultura moderna
La encíclica prosigue reafirmando la necesidad del encuentro entre el cristianismo y la cultura moderna. “Este contacto inmanente de la Iglesia con la sociedad temporal le crea una continua situación problemática, hoy laboriosísima. Por una parte, la vida cristiana, cual la Iglesia defiende y promueve, debe continua y valerosamente evitar cuanto pueda engañarla, profanarla, sofocarla, tratando de inmunizarse del contagio del error y del mal; por otra, no solo debe adaptarse a los modos de concebir y de vivir que el ambiente temporal le ofrece y le impone, en cuanto sean compatibles con las exigencias esenciales de su programa religioso y moral, sino que debe procurar acercarse a ellos, purificarlos, ennoblecerlos, vivificarlos y santificarlos”.
Los contornos de la reforma
El Papa precisa a continuación los alcances de la reforma, precisando que “no puede referirse ni a la concepción esencial ni a las estructuras fundamentales de la Iglesia católica. La palabra reforma estaría mal empleada si la utilizáramos en ese sentido”. “No nos engañe, advierte además Montini, el criterio de reducir el edificio de la Iglesia, que se ha hecho amplio y majestuoso para la gloria de Dios, como magnífico templo suyo, a sus iniciales proporciones mínimas, como si aquellas fuesen las únicas verdaderas, las únicas buenas; ni nos fascine el deseo de renovar la estructura de la Iglesia por vía carismática”. Pablo VI advierte también contra la idea de que la reforma consiste en conformarse al mundo: “Es menester asegurar en nosotros estas convicciones para evitar otro peligro que el deseo de reforma podría engendrar, no tanto en nosotros, pastores -defendidos por un vivo sentido de responsabilidad-, cuanto en la opinión de muchos fieles que piensan que la reforma de la Iglesia debe consistir principalmente en la adaptación de sus sentimientos y de sus costumbres a las de los mundanos».
La amenaza del relativismo
Pablo VI habla ya en esta primera encíclica de la amenaza del relativismo. “El naturalismo amenaza vaciar la concepción original del cristianismo; el relativismo, que todo lo justifica y todo lo califica como de igual valor, atenta al carácter absoluto de los principios cristianos (…). A veces el deseo apostólico de acercarse a los ambientes profanos o de hacerse acoger por los espíritus modernos -de los juveniles especialmente- se traduce en una renuncia a las formas propias de la vida cristiana y a aquel mismo estilo de conducta que debe dar a tal empeño de acercamiento y de influjo educativo su sentido y su vigor. ¿No es acaso verdad que frecuentemente el clero joven, o también algún celoso religioso, guiado por la buena intención de penetrar en la masa popular o en grupos particulares, trata de confundirse con ellos en vez de distinguirse, renunciando con inútil mimetismo a la eficacia genuina de su apostolado?”.
El aggiornamento
Pablo VI retoma a continuación el tema del “aggiornamento”, explicando que la perfección no consiste en la “inmovilidad de las formas, de que la Iglesia se ha revestido a lo largo de los siglos; ni tampoco en que se haga refractaria a la adopción de formas hoy comunes y aceptables de las costumbres y de la índole de nuestro tiempo. La palabra, hoy ya famosa, de nuestro venerable predecesor Juan XXIII, de feliz memoria, la palabra ‘aggiornamento’, nos la tendremos siempre presente como directiva programática”. Pero, advierte de nuevo el Papa, evidentemente preocupado por ello, “la Iglesia volverá a hallar su renaciente juventud no tanto cambiando sus leyes exteriores cuanto poniendo interiormente su espíritu en actitud de obedecer a Cristo, y, por consiguiente, de observar aquellas leyes que ella, en el intento de seguir el camino de Cristo, se prescribe a sí misma”. Hay dos “indicaciones particulares” que Pablo VI hace en la encíclica llamando a la Iglesia a los deberes del “espíritu de pobreza” y “de caridad”.
El deber de la evangelización
Ecclesiam suam aborda además la cuestión del diálogo con el mundo: “Si la Iglesia logra cada vez más clara conciencia de sí, y si trata de conformarse según el modelo que Cristo le propone, viene a diferenciarse profundamente del ambiente humano en el cual vive y al cual se aproxima”.
“Esta diferencia, explica Pablo VI, no es separación. Mejor, no es indiferencia, no es temor, no es desprecio. Cuando la Iglesia se distingue de la humanidad no se opone a ella, antes bien se une”, no hace “de la misericordia que la divina bondad le ha concedido un privilegio exclusivo, no hace de la propia fortuna un motivo para desinteresarse de quien no la ha conseguido”, sino que “convierte su salvación en argumento de interés y de amor por todo el que esté junto a ella o a quien ella pueda acercarse con su esfuerzo comunicativo universal”. Montini entiende el diálogo como “necesidad de efusión”, “deber de la evangelización”: “Es el mandato misionero. Es el ministerio apostólico. No es suficiente una actitud fielmente conservadora… La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en el que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio”, porque “antes de convertirlo, más aún, para convertirlo, el mundo necesita que nos acerquemos a él y le hablemos”.
El diálogo no es imposición
Pablo VI define la misión de Jesús como un “diálogo de salvación”, un diálogo que “no obligó físicamente a nadie a acogerlo; fue un formidable requerimiento de amor, el cual, si bien constituía una tremenda responsabilidad en aquellos a quienes se dirigió, les dejó, sin embargo, libres para acogerlo o rechazarlo”. “Esta forma de relación -continúa explicando el Pontífice- manifiesta, por parte del que la entabla, un propósito de corrección, de estima, de simpatía y de bondad; excluye la condena apriorística, la polémica ofensiva y habitual, la vanidad de la conversación inútil. Aunque es verdad que no se trata de obtener de inmediato la conversión del interlocutor, porque respeta su dignidad y su libertad, busca, sin embargo, su provecho y quisiera disponerlo a una comunión más plena de sentimientos y convicciones”.
El diálogo, escribe el Papa, supone en nosotros, “que queremos introducirlo y alimentarlo con cuantos nos rodean, un estado de ánimo; el estado de ánimo del que siente dentro de sí el peso del mandato apostólico, del que se da cuenta que no puede separar su propia salvación del empeño por buscar la de los otros, del que se preocupa continuamente por poner el mensaje de que es depositario en la circulación de la vida humana”. El diálogo “no es orgulloso, no es hiriente, no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone; no es un mandato ni una imposición. Es pacífico; evita los modos violentos; es paciente; es generoso”. “Cuando el diálogo se conduce así, proseguía Pablo VI, se realiza la unión de la verdad con la caridad, de la inteligencia con el amor”.
El mundo no se salva desde fuera
Desde afuera, advierte Pablo VI, sintetizando admirablemente la cercanía de la Iglesia a todos, “no se salva desde fuera. Como el Verbo de Dios, que se ha hecho hombre, hace falta hacerse una misma cosa, hasta cierto punto, con las formas de vida de aquellos a quienes se quiere llevar el mensaje de Cristo; hace falta compartir —sin que medie distancia de privilegios o diafragma de lenguaje incomprensible— las costumbres comunes, con tal que sean humanas y honestas, sobre todo las de los más pequeños, si queremos ser oídos y comprendidos. Hace falta, aun antes de hablar, escuchar la voz, más aún, el corazón del hombre, comprenderlo y respetarlo en la medida de lo posible y, cuando lo merece, secundarlo”.
El Papa insiste una vez más en los peligros en los que se insiste en el «arte del apostolado», recordando que “la solicitud por acercarse a los hermanos no debe traducirse en una atenuación o en una disminución de la verdad. Nuestro diálogo no puede ser una debilidad respecto al compromiso con nuestra fe. El apostolado no puede transigir con una especie de compromiso ambiguo respecto a los principios de pensamiento y de acción que deben definir nuestra profesión cristiana. El irenicismo y el sincretismo son en el fondo formas de escepticismo respecto a la fuerza y al contenido de la Palabra de Dios que queremos predicar. Solo el que es totalmente fiel a la doctrina de Cristo puede ser eficazmente apóstol”.
El ateísmo
Por ello, Pablo VI divide a los destinatarios del diálogo misionero en tres «círculos». El primero está representado por “todos los hombres de buena voluntad”, porque nadie es extraño al corazón de la Iglesia, “nadie es indiferente a su ministerio. Nadie es enemigo, a no ser que él mismo quiera serlo”. «Sabemos, sin embargo -continúa el Papa, introduciendo el tema del ateísmo-, que en este círculo sin confines hay muchos por desgracia, muchísimos, que no profesan ninguna religión; sabemos incluso que muchos, en las formas más diversas, se profesan ateos. Y sabemos que hay algunos que abiertamente alardean de su impiedad y la sostienen como programa de educación humana y de conducta política, en la ingenua, pero fatal convicción de liberar al hombre de viejos y falsos conceptos de la vida y del mundo para sustituirlos, según dicen, por una concepción científica y conforme a las exigencias del progreso moderno”.
El ateísmo es “el fenómeno más grave de nuestro tiempo”: “Estamos firmemente convencidos de que la teoría en que se funda la negación de Dios es fundamentalmente equivocada: no responde a las exigencias últimas e inderogables del pensamiento, priva al orden racional del mundo de sus bases auténticas y fecundas”.
El comunismo y la Iglesia del silencio
Pablo VI menciona después explícitamente el comunismo y la persecución de los cristianos, recordando “las razones que nos obligan, como obligaron a nuestros predecesores -y con ellos a cuantos estiman los valores religiosos-, a condenar los sistemas ideológicos que niegan a Dios y oprimen a la Iglesia, sistemas identificados frecuentemente con regímenes económicos, sociales y políticos, y entre ellos especialmente el comunismo ateo”. “Nuestra reprobación es en realidad un lamento de víctimas más bien que una sentencia de jueces”. Pero el Papa intenta también captar «en el íntimo espíritu del ateo moderno los motivos de su perturbación y de su negación”. Las vemos complejas y múltiples, “tanto que nos vemos obligados a ser cautos al juzgarlos y más eficaces al refutarlos”. A su vez, señala que las doctrinas de ciertos movimientos, una vez elaboradas y definidas, “siguen siendo siempre idénticas a sí mismas, pero que los movimientos como tales no pueden menos de desarrollarse y de sufrir cambios, incluso profundos, no perdamos la esperanza de que puedan un día abrir con la Iglesia otro diálogo positivo, distinto del actual que suscita nuestra queja y nuestro obligado lamento”. Un pasaje está dedicado a la paz “libre y honrosa”, “que excluye fingimientos, rivalidades, engaños y traiciones; no puede menos de denunciar, como delito y como ruina, la guerra de agresión, de conquista o de predominio”:
Creyentes en el único Dios
El segundo de los círculos trazados por el Papa Montini es “el de los hombres que adoran al Dios único y supremo, al que nosotros adoramos”. “No podemos compartir estas variadas expresiones religiosas ni podemos quedar indiferentes, como si todas, a su modo, fuesen equivalentes (…) Al contrario, por deber de lealtad, hemos de manifestar nuestra persuasión de que la verdadera religión es única, y esa es la religión cristiana, y que alimentamos la esperanza de como que tal llegue a ser reconocida por todos los que buscan y adoran a Dios”. Tras reafirmar la fe en la unicidad salvífica de Jesús, Pablo VI plantea que no quiere “negar nuestro respetuoso reconocimiento a los valores espirituales y morales de las diversas confesiones religiosas no cristianas” y que quiere “promover y defender con ellas los ideales que pueden ser comunes en el campo de la libertad religiosa, de la beneficencia social y del orden civil”.
Otros cristianos
El tercer círculo, por último, se refiere al diálogo con los cristianos de otras confesiones. El Papa aclara al respecto: «En tantos puntos diferenciales relativos a la tradición, a la espiritualidad, a las leyes canónicas, al culto, estamos dispuestos a estudiar cómo secundar los legítimos deseos de los hermanos cristianos separados todavía de nosotros. Nada puede ser más deseable para nosotros que el abrazarlos en una perfecta unión de fe y caridad”. No obstante, en este planteo, Pablo VI traza límites precisos: “Hemos de decir, sin embargo, que no está aquí en nuestro poder transigir en la integridad de la fe y las exigencias de la caridad. Entrevemos desconfianza y resistencia en este punto. Pero ahora que la Iglesia católica ha tomado la iniciativa de volver a reunir el único redil de Cristo, no dejará de seguir adelante con toda paciencia y con todo miramiento; no dejará de mostrar cómo las prerrogativas que mantienen aún separados de ella a los hermanos no son fruto de ambición histórica y de caprichosa especulación teológica, sino que derivan de la voluntad de Cristo y que, entendidas en su auténtico significado, están para beneficio de todos, para la unidad común, para la libertad común, para plenitud cristiana común; la Iglesia católica no dejará de hacerse idónea y merecedora, con la oración y con la penitencia, de la deseada reconciliación”.
La primacía de Pedro
Un pasaje final está dedicado a la primacía de Pedro: “Un pensamiento a este propósito nos aflige, y es el ver cómo precisamente nosotros, promotores de tal reconciliación, somos considerados por muchos hermanos separados como el obstáculo principal que se opone a ella, a causa del primado de honor y de jurisdicción que Cristo confirió al apóstol Pedro y que nosotros hemos heredado de él. ¿No hay quienes sostienen que, si se suprimiese el primado de Pedro, la unificación de las Iglesias separadas con la Iglesia católica sería más fácil? (…) Queremos suplicar a los hermanos separados que consideren la inconsistencia de tal hipótesis, y no solo porque sin el Papa la Iglesia católica ya no sería tal, sino porque faltando en la Iglesia de Cristo el oficio pastoral supremo, eficaz y decisivo de Pedro, la unidad se desmoronaría, y en vano se intentaría reconstruirla luego con criterios sustitutivos de aquel auténtico establecido por el mismo Cristo: Se formarían tantos cismas en la Iglesia cuantos sacerdotes, escribe acertadamente San Jerónimo”.
El Sumo Pontífice consideraba además “que este gozne central de la santa Iglesia no pretende constituir una supremacía de orgullo espiritual o de dominio humano sino un primado de servicio, de ministerio y de amor. No es una vana retórica la que atribuye al Vicario de Cristo el título de servus servorum Dei”; es decir, “siervo de los siervos de Dios”.
El eco de la encíclica de Pacelli
Hay que señalar cómo la encíclica programática de Pablo VI depende profundamente desde el punto de vista teológico de la Mystici corporis de Pío XII, citada íntegramente en dos pasajes significativos, uno de los cuales invita a «reconocer en la Iglesia al mismo Cristo». En la encíclica de Pacelli resuenan también muchas de las definiciones contenidas en Ecclesiam suam: la Iglesia corresponde a los sarmientos de los que Cristo es la vid; la Iglesia es misterio, un misterio que «no es simple objeto de conocimiento teológico», sino un «hecho vivido, en el que incluso antes de tener una noción clara de él el alma fiel puede tener una experiencia casi innata».
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