Once años después del derrumbe del complejo Rana Plaza, que dejó 1.100 muertos, Daca aún es un infierno para los trabajadores textiles a pesar de que las empresas occidentales solo compran a fabricantes cumplidores.
11 de julio 2024.- Para llegar hasta el distrito textil de Keraniganj es necesario atravesar toda la ciudad de Daca. Un trayecto que puede durar hasta dos horas, teniendo en cuenta el tráfico de esta capital que se ha convertido en una megalópolis de más de 20 millones de habitantes en el país más densamente poblado del mundo, Bangladés. La población no deja de crecer, entre agricultores bengalíes que huyen de las zonas costeras del sur, cada vez más sumergidas en el mar a causa del cambio climático, e inmigrantes que llegan del norte rural y empobrecido en una búsqueda desesperada de trabajo.
«Soy huérfano y no tuve más remedio que venir a la ciudad», justifica un niño en cuanto llegamos a Keraniganj, en la periferia sur de la capital. Tiene 12 años y apenas vemos su rostro, cubierto como está por las telas que lleva en la cabeza. «Las llevo a una empresa», dice. El niño carga, con gran fatiga, varios kilos de tejidos. Su ocupación consiste en llevar toneladas de ellos de un lado a otro, durante todo el día. Nos reunimos con él en un pequeño puente que conecta dos distritos textiles diferentes donde trabajan miles y miles de personas. La zona está abarrotada de gente, el calor es insoportable y el aire irrespirable. Unas emanaciones tóxicas y un olor nauseabundo proceden del río sobre el que estamos; notamos perfectamente que está completamente cubierto de residuos industriales.
«Todos estamos padeciendo de cáncer y de enfermedades respiratorias», dice exaltado un señor. «Las Naciones Unidas y ustedes, los países occidentales, deben salvarnos, por favor». Nos ha parado en el puente para hacernos esta súplica desesperada. Observamos los edificios que asoman al canal lleno de basura: están destartalados y cubiertos de trozos de tela y otros desechos que los propios trabajadores arrojan continuamente desde las ventanas y terrazas donde trabajan. Nos acercamos a uno de ellos, que no interrumpe las puntadas de la aguja con la que cose en el alféizar de uno de los edificios que dan al río. «Tiramos todos los retales aquí abajo porque es más fácil», se disculpa antes de arrojar algunos trozos de tela. Está confeccionando el interior de los bolsillos de unos vaqueros que luego venderá a empresas más grandes y nos invita a entrar. Echamos un vistazo a uno de los edificios y exploramos habitación por habitación. Fingimos ser turistas curiosos para no alarmar a las mafias locales que controlan todos los talleres. Los trabajadores explotados los llaman «los musculitos» y se encargan de mantener alejadas las miradas indiscretas y de alertar a los dueños de los laboratorios en caso de los esporádicos controles gubernamentales.
«¿Cuántos años tienes?», le preguntó a un joven ocupado cosiendo en una habitación abarrotada.
—13.
—¿Y cuánto ganas?.
—Nada, me dan alojamiento y comida. Aquí lo llaman aprendizaje y puede durar varios años.
Observo al menos a cinco menores en esa habitación que, como él, trabajan entre 13 y 15 horas al día. «¿Cuál es tu sueño?», le preguntamos al más joven. Niega con la cabeza: «No tengo ningún sueño».
Bangladés es el segundo productor mundial de ropa después de China y el 45 % del total de la producción acaba en el mercado europeo. «¿Os gusta trabajar aquí?», pregunto a un grupo de mujeres, también muy jóvenes. Una de ellas toma la palabra, pero es interrumpida inmediatamente por el grito de un hombre. Es el dueño y las está amenazando. En los talleres trabajan con poca luz, sentadas en el suelo y con las ventanas directamente orientadas hacia el río de tela.
En Bangladés, a las empresas como esta se las llama «no conformes». Significa que no cumplen las normas mínimas exigidas por las grandes marcas internacionales de moda y, por tanto, no pueden recibir pedidos. Pero, ¿es realmente así? Para averiguarlo, visitamos otra empresa textil, Arunima Apparels. Está situada en un barrio más céntrico y en un edificio recientemente renovado. «Desde el desastre del Rana Plaza, las marcas internacionales exigen trabajar solo con empresas cumplidoras, como las llaman aquí», explica Moinul Hasan, representante sindical. Se refiere al derrumbe en abril de 2013 de un enorme edificio que se tragó a unos 1.100 bengalíes. Más tarde se descubrió que muchos de ellos eran menores y trabajaban para marcas occidentales. «La situación ha mejorado, pero sigue habiendo enormes problemas salariales», añade.
Visitamos la fábrica: 300 mujeres trabajan en una gran sala. El ambiente es limpio y fresco y no vemos a ninguna menor. «El sueldo, sin embargo, sigue siendo bajo: 100 dólares al mes», explica Hasan. Una cifra muy inferior al salario mínimo. «Y luego está el tema del beneficio: este polo, por ejemplo, vale aquí un dólar mientras que en el mercado occidental se vende por 15, 20 dólares», añade el sindicalista, mostrándonos unas camisas de algodón. Vemos prendas con la etiqueta de Bershka (del grupo Inditex) y del estadounidense Land’s End.
«¿Y estamos seguros de que las marcas internacionales de moda solo recurren a estas empresas cumplidoras para producir sus prendas?», preguntamos a Razib Debnath, de la ONG Terre Des Hommes, que colabora con esta empresa. «Oficialmente sí», responde. Luego añade: «Pero sabemos por experiencia que, en muchos casos, las fábricas que cumplen las normas subcontratan luego esas mismas producciones a empresas textiles que no las cumplen, como las que usted también visitó».
GIANMARCO SICURO
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