I Siria
¿Qué es la guerra siria? La guerra siria es Ahmed, un niño de 8 meses que murió en el ataque de un tanque sirio. La guerra siria es Mohamed, un niño de 2 años que perdió la vista en el mismo ataque. La guerra siria es Amina, una niña de 4 años que intenta recuperar la visión de un ojo después del mismo ataque. La guerra siria es Amal, una niña de 5 años con una pierna amputada tras ese mismo ataque.
Ahmed, Mohamed, Amina y Amal son hermanos. Ahmed ya no volverá, pero los demás se recuperan de sus heridas en un hospital de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Ramtha (Jordania), justo en la frontera con Siria. Sus nombres son ficticios: todo lo demás es real, todo lo demás es lo que la guerra siria, la más violenta del siglo XXI, está destruyendo.
“Estábamos en casa, había traído dulces para la familia, salí a ver qué pasaba y justo entonces la casa fue atacada. Cuando entré, uno de mis hijos ya estaba muerto. Los demás estaban heridos”, recuerda Saqer, el padre de los niños.
Después del ataque, la familia pudo salir de la provincia siria de Dará y cruzar la frontera con Jordania; allí fueron ingresados en un hospital local que, con el apoyo de MSF, ofrece cirugía para heridos de guerra. Ahora, Saqer y sus hijos intentan volver a la vida en Ramtha. Desde allí, a unos kilómetros, se divisan unas colinas en territorio sirio. Las bombas de las que han huido están tan lejos y tan cerca.
La madre, Maryam —también un nombre ficticio—, interrumpe a su marido constantemente y se lamenta. No lo puede soportar. “Nos casamos hace cinco años. Tenemos los mismos años de matrimonio que el conflicto. Desde entonces, he dado a luz a un hijo detrás de otro. Y hemos perdido tanto…”, suspira la madre mientras Amina, la niña de 4 años que lucha por recuperar completamente la visión, reclama su atención jugando con un globo lila y metiéndoselo en la boca.
“Todos estos años hemos sufrido bombardeos, ataques de francotiradores… Atacaron nuestra casa. Y en las noticias decían que habían matado a cuatro terroristas en ese ataque. Estaban diciendo que habían matado a mis hijos”, recuerda Maryam con rabia en los ojos.
Es una historia dura —estremece imaginar el futuro de la familia— pero demasiado común. La coordinadora del proyecto de MSF en Ramtha, Christine Slagt, explica que aproximadamente el 20 por ciento de los heridos de guerra que llegan al hospital son menores de 18 años.
- 20 por ciento. Un porcentaje que puede ilustrar una crónica sobre la guerra siria, como esta. Pero también un porcentaje que existe, que representa a personas, que se traduce en humanidad: en el hospital de Ramtha y en los campos de refugiados sirios, es imposible no ver a niños y adultos amputados, ciegos, arrasados por la guerra y recuperándose de sus heridas, aún lejos —de cuerpo y mente— de cruzar Europa y llegar a Alemania o Suecia. Estos también son refugiados, aunque no salgan mucho en la televisión: de hecho, son la mayoría. Este es el origen, aquí hay un resumen de todos los motivos por los que huyen despavoridos. Este es el impacto más directo y brutal de la violencia.
“Es una masacre”, dice el padre de los niños heridos.
II Campo
— Díselo. Explícale a este señor por qué estamos aquí —dice el padre.
— Misiles —dice la hija, de 4 años.
Es un diálogo en el campo de refugiados sirios de Zaatari. La pequeña, mientras pronuncia despreocupadamente la palabra, ni siquiera aparta la mirada de sus juegos. Sonríe con dulzura. Pronuncia la palabra como lo que es: una rutina para los millones de sirios atrapados en su país. Y un pasado demasiado cercano para los cuatro millones que han logrado escapar.
Zaatari es uno de los mayores campos de refugiados del mundo. A principios de 2016, acogía a 80.000 personas. Es una ciudad-refugio. Aquí nada es provisional: afloran por doquier tiendas de ropa, de reparación de bicicletas, fruterías. Hay una calle interminable que ya ha sido bautizada, quién sabe si de forma irónica, ‘los Campos Elíseos’. Se cruza con ‘la Quinta Avenida’.
En este campo, el único hospital en el que los pacientes pueden ser ingresados es el que gestiona MSF. Tiene 40 camas. Antes era un hospital pediátrico pero se reconvirtió en un centro para heridos de guerra que han sido operados y necesitan rehabilitación. “A veces nos llegan de golpe muchos heridos del mismo barrio sirio, porque ha habido un ataque. Muchas de las personas que vemos aquí serán dependientes el resto de su vida. Algunas lo aceptan, otras no”, explica Layaly Gharaybeh, que supervisa las labores de enfermería.
Asombra ver el número de sillas de ruedas que circulan no solo por el hospital, sino por todo el campo. Y sin embargo, algunos de los que ya no pueden caminar quieren incluso volver a Siria. Porque están solos. Porque su familia se quedó atrás.
Hassán (nombre ficticio) lleva un chándal gris con capucha. Tiene 15 años. Con una especie de tic nervioso, desplaza constantemente su silla de ruedas hacia delante y hacia atrás. “Hace cuatro meses estaba en un entierro y lanzaron un barril bomba. A partir de ahí no recuerdo nada más”. Hassán sufrió heridas en la pierna y todo el costado izquierdo. Perdió la visión de un ojo, pero los médicos son optimistas: creen que podrá volver a caminar.
III Huida
Todos se van. También los médicos.
“Llevo trabajando aquí en Kilis desde marzo de 2013. Antes de la guerra tenía una clínica en la ciudad de Alepo, en Siria. Iba y volvía cada día desde mi pueblo, que está más al norte. Al principio tardaba una hora. Al final, con los controles del Estado Islámico, de otros grupos de la oposición y del régimen, tardaba muchísimas horas. Mi casa estaba cerca de un puesto militar; la dejé en 2012. No tengo ni idea de lo que pasó con ella, pero sé que las casas de alrededor fueron destruidas. Yo no soy el único. Los pacientes siempre me cuentan historias similares: que hubo un bombardeo y huyeron de Siria, y ahora están aquí en Kilis. Me hablan de Europa todo el rato. Se quieren ir”.
Esto lo cuenta el pediatra sirio Mohamed, que no se llama Mohamed pero que pide que le llamemos así para preservar el anonimato.
Kilis es el principio de todo. Kilis es esa ciudad grisácea y taciturna del sur de Turquía que se llenó de sirios tras el inicio de la guerra. En Kilis está el principal paso fronterizo desde el norte sirio, por Kilis transcurre el río de civiles que huyen despavoridos de los barriles bomba del régimen de Bashar al Asad, de los ataques de Estado Islámico, de los combates entre grupos rebeldes. Kilis aloja uno de los principales campos de refugiados sirios. En Kilis, para muchos sirios –para demasiados– empieza la huida. Kilis es el éxodo.
Uno de los compañeros de clínica de Mohamed, el doctor Ibrahim Zahra, también tiene una historia. Una historia que se repite desde hace años: la de las bombas y la huida.
“Trabajo aquí desde mayo de 2014. Lo que más veo son enfermedades crónicas, hipertensión, problemas cardiacos, hepatitis, infecciones respiratorias… Antes trabajaba en mi propia clínica en Siria, pero aquello era una tragedia diaria. Caía un misil a cien metros, y otro, y otro, y otro… En el fondo, tengo suerte. Como no tenía pacientes, porque todo el mundo huía, yo también me fui: vine a Kilis con mi mujer y mis dos hijas. Una semana después, mi clínica fue destruida por un bidón explosivo”.
Al decir esto, Ibrahim se ríe, como el que ha desafiado a la fortuna y lo puede contar, como el que se sabe vivo, como el que celebra su condición.
En Kilis, después del inicio de la guerra, Médicos Sin Fronteras instaló una clínica de atención primaria con la colaboración de la ONG local Asamblea de Ciudadanos de Helsinki (hCa). En esa clínica hay tres médicos. Tres médicos con historias aterradoramente similares. Tres médicos que explican por qué los médicos se van de Siria.
Hay un tercer médico sirio que trabaja en la clínica de MSF. Es el simpático Mannan Hannas, que nos atiende en su consulta. Su historia también suena familiar.
“Vivo en Kilis desde 2012. Recuerdo que estábamos en Azaz, en el norte de Siria, a pocos kilómetros de aquí, durante el mes del Ramadán de 2012. Era el 15 de agosto, no se me olvidará. Yo llevaba una camiseta de tirantes para dormir, estábamos tumbados y un barril explosivo cayó a unos 15 metros de distancia. Toda la familia estaba en una habitación, mi pequeño con la cabeza sobre mi pecho. Me desmayé, y cuando recobré el sentido estaba lleno de polvo, había algo líquido, tenía sangre en las manos; pensé que había perdido las piernas pero las busqué y ahí seguían, no había pasado nada. Intenté escapar, no podía ver la puerta. Éramos unas 50 personas, muchas heridas, y fuimos al hospital. Después me bañé y no podía quitarme toda la mugre que llevaba encima”.
Los tres doctores trabajan en la clínica de MSF en Kilis, quién sabe por cuánto tiempo.
En la cocinilla del centro médico reservada para el personal, hay colgada una fotografía del equipo que trabajaba años atrás en la zona. Detrás de mí, el dedo de uno de los trabajadores va señalando a la gente. “Alemania, Francia, Reino Unido…”, enumera la voz.
Todos se van. A Europa o donde pueden. También los médicos.
IV Herida
Nos molesta que alguien nos ignore y que prefiera la compañía del móvil a la nuestra, pero a Bushra Jugol no se le puede reprochar. Ajena a la conversación en la sala, su dedo pulgar se desliza con extraña destreza por la pantalla del smartphone. “Antes solo veía la televisión; ahora está contenta porque puede mover el dedo, por eso está siempre con el móvil”, dice su madre.
Bushra, de 12 años, se pasa las horas recostada en la cama. Apenas puede alzar el cuello debido a una lesión causada por una bala que le dio en la espalda. Soldados sirios asaltaron el coche en el que viajaba con su padre, su madre y su abuelo. Mataron a su padre y dispararon contra Bushra y su madre, según el relato de la familia. La madre recibió un disparo en una pierna y tiene dificultades para caminar. Bushra no camina.
La pequeña solo suelta el móvil y abandona el último juego descargado cuando llega una de las personas que más le alegra ver: su fisioterapeuta. Empiezan los ejercicios. Intenta mantener un brazo sostenido en el aire. El doctor tira de sus manos para intentar incorporarla. Enfundada en un mono rojo, Bushra se queda sentada durante unos segundos, con la cabeza colgando hacia delante. El fisioterapeuta flexiona sus rodillas. Mientras siguen con la sesión, conversan.
El fisio es una de las personas a las que Bushra más se alegra de ver. | ANNA SURINYACH
– Cuando duermo me duelen las piernas, dice ella.
– ¿Y qué haces para dormirte?
– Pienso en mi padre, me gustaría unirme a él.
– No hay que pensar en la muerte –dice el doctor–. Tendrías que estar orgullosa de tu padre. Él no quería morir: lo mataron.
Cuando terminan los ejercicios, Bushra vuelve a agarrar el móvil en seguida. “Perder a su padre fue un trauma –dice Hulut, la trabajadora comunitaria de MSF que visita a la familia–, lo ve en sueños, recuerda aquel momento. Estamos trabajando para que recuerde imágenes alternativas de él, como por ejemplo cuando le traía juguetes”.
Cuando Bushra desbloquea el móvil, se ilumina la pantalla. Tiene de fondo la imagen de un hombre joven con bigote y pañuelo de cuadrados blancos y rojos. En su regazo hay una niña sonriente.
Bushra cierra los ojos. Quiere conservar esa imagen de su padre. De los dos.
V Dignidad
Tiene 6 años. Está esperando para pasar a consulta en la clínica que Médicos Sin Fronteras tiene en Kilis, en la frontera entre Turquía y Siria. Mohamed lleva una gorra oscura y una camisa adulta de cuadros azules, blancos y verdes. Tiene la cara y los brazos quemados. Está desfigurado.
“Un avión nos bombardeó y él se quedó así. Estuvimos en Gaziantep [sur de Turquía] durante tres meses. Llevamos veinte días aquí”, explica su madre.
Cuando nos acercamos a hacerle fotografías, Mohamed se queja, se aparta de la cámara. A su madre no le importa, pero él no quiere: se avergüenza, se cubre la cara. Después de que el médico le pase consulta, roba la cámara a la fotógrafa y ahora es él quien tiene el control. Pasa sus muñones por encima del botón para hacer fotografías. Se pasea por la consulta del médico. Clic. Por el pasillo. Clic. Por la sala de espera. Clic.
Es la primera vez que veo sonreír a Mohamed desde que ha llegado al consultorio. Le ha dado la vuelta a la situación, ahora él es el fotógrafo: no le pueden ver, está detrás de la cámara, corre en busca de imágenes. Él enfoca el mundo y aprieta el botón para detenerlo un instante.
Clic, clic, clic.
VI Corazón
El anciano Yasín se queja del corazón. Sentado en un liviano colchón en su piso en el sur de Turquía, a pocos kilómetros de la frontera siria, se lleva la mano al pecho y dice que tuvo un infarto debido a la ansiedad. Yasín nos cuenta que tenía a un hijo en el lado del régimen y a otro en el lado de la oposición. Eso le debilitaba el corazón.
Su hijo Abdul Jabar tiene 25 años y estuvo tres años y medio en el Ejército sirio. En 2010 empezó el servicio militar y un año después, cuando empezaron las primeras manifestaciones que luego desembocaron en la guerra civil, se tuvo que quedar. “Estuve desde el principio del conflicto. No podía soportarlo más y se lo dije a mis compañeros. Me delataron. Me torturaron y me metieron en la cárcel. Me liberaron medio año después”.
Su hermano Aladín Qadad tiene 32 años. Los primeros años de la guerra, los que su hermano pasó en el Ejército, él los pasó en una zona rural de Alepo controlada por grupos de la oposición armada. “Era terrible. Sufrimos mucho. Cada dos días me querían llevar con ellos para luchar, pero yo me negaba”.
Los dos hermanos se reencontraron en la ciudad de Alepo, en el norte de Siria. Junto al resto de la familia, planearon la huida. Cruzaron la frontera y llegaron a Turquía. Ahora viven en la ciudad turca de Kilis, en un piso alquilado. Aunque lo han pasado mal, los hermanos que vivieron separados por los dos bandos de la guerra no quieren ni oír hablar de Europa.
“Esto es lo más cerca que podemos estar de Siria”, dice la madre de los hermanos reunidos.
Su marido se lleva la mano al corazón.
VII Lesbos
Este es el primer contacto con Europa para muchos refugiados. Llegan en una barcaza desde Turquía hasta la isla griega de Lesbos.
VIII Asistencia
“Mi fábrica era como todo este puerto”. Desde un rellano destartalado, Akram Jabri, de 60 años, extiende sus brazos para abarcar el puerto griego de Lesbos. Le rodean su mujer, dos hijos, un yerno, tres nietos –uno de ellos recién nacido–. Sus mochilas descansan contra un muro cubierto de grafitis: dos ojos gigantes y colores que imitan la bandera griega. Akram aún no ha salido de su asombro. No puede creerse que sea un refugiado.
Los Jabri tenían varias fábricas –entre ellas una de jabones y otra de cartones– en el que era el nervio económico de Siria antes de ser destruido por la guerra: Alepo. “Entraron los rebeldes y seguimos trabajando. Pero hubo una ofensiva del Ejército sirio, combatieron con el Estado Islámico y todo quedó destrozado”, recuerda Akram, aún incrédulo. Él no lo cuenta pero su hijo dice que casi se quedó ciego al comprobar que la fábrica había desaparecido. Un sueño desvanecido.
Conocemos a Akram y a su encantadora familia cuando están a punto de tomar el ferry desde Lesbos a Atenas. Antes, cruzaron todo el corredor de Alepo hasta llegar a la frontera con Turquía, durmieron varios días en garajes, viajaron a Estambul y desde allí fueron transportados a la costa turca. Se subieron a un frágil bote inflable y llegaron a Lesbos. Los traficantes de personas están haciendo negocio con refugiados como estos.
Akram insiste en que esta situación es terrible para ellos. Que no están acostumbrados. Que no estaban preparados. Me atrevo a interrumpirle para resolver una duda.
– ¿Dónde has dicho que estaba tu fábrica?
– En Alepo. En la ciudad industrial.
– ¿Ah, sí? Allí MSF tenía un hospital.
– ¡Sí! Ya lo sé. Íbamos muy a menudo. Nos daban los medicamentos que necesitábamos y era gratis.
MSF ha vuelto a aparecer en su vida, porque en el puerto de Lesbos hay montada una clínica móvil, le digo. Se miran los unos a los otros, e inmediatamente llevan al más pequeño de la familia, con apenas un mes de vida, a que vea a un médico.
Si algo duele en el mundo, allí está MSF.
IX Ruta
Esta es la ruta de la vergüenza. Este es el camino de penurias que deben recorrer los refugiados que intentan llegar a Europa. La ausencia de vías legales y seguras les empuja a jugarse la vida en el mar y recorrer miles de kilómetros en busca de seguridad.
X Libertad
Son las cuatro de la tarde. Frontera entre Serbia y Croacia. Zona de tránsito de Babrak. Llueve. La gente se refugia bajo árboles, duerme en el lodo, se tapa con lonas de plástico. Los mismos refugiados que antes se dejaban fotografiar por los periodistas ahora se tapan la cara: no quieren que se inmortalice su desesperación. No quieren que se sepa que son vulnerables. Quieren conservar la dignidad.
Una afgana acompañada por sus cuatro hijos solloza y se lamenta de su situación. Está a las puertas de la Unión Europea, en la frontera. Quiere pasar. Lo implora. Pide que le dejen cruzar la frontera. Dice que lleva dos días esperando. Nadie le hace caso.
A su lado, sus hijos tiritan de frío.
Una refugiada se reencuentra con un familiar. Sufre un ataque de ansiedad. Grita, llora, no puede respirar. Dice que la Policía serbia ha golpeado a sus familiares. Los doctores vienen. Intentan calmarla. En vano. Quiere salir de esta frontera maldita.
¿Qué está pasando? El aleteo de una mariposa, la teoría del caos. Los refugiados siguen llegando a miles a la costa griega de Lesbos. Siguen montándose en ferry, atracando en Atenas y haciendo el trayecto Grecia-Macedonia-Serbia-Croacia-Hungría… No. Hungría ha decidido cerrar sus fronteras. El flujo ha tenido que desviarse a Eslovenia. Pero Eslovenia solo acepta un número limitado de refugiados. Descoordinación. Caos. Las decisiones individuales de los Estados provocan que 3.000 refugiados queden varados en la frontera entre Serbia y Croacia, hasta que se decida cómo pasan por Eslovenia. Escenas de desesperación.
Empieza a haber tensión. Los refugiados se agolpan frente a la valla croata, tras la cual se alzan las banderas de Croacia y la Unión Europea. La Policía intenta calmarlos. Hay gente en sillas de ruedas pidiendo paso. Ancianos. Bebés bajo la lluvia. Codazos. Pasan las horas. “¡Libertad! ¡Libertad!”, grita el gentío.
Cuando deja de llover, la Policía croata abre la valla.
Todo el mundo pasa. El conflicto se disipa.
XI Llegada
Hay millones de rutas, millones de personas que huyen. Una ruta, la ruta de Adham Fahad Mohamed, empieza y acaba así.
Adham es refugiado palestino. No: su abuelo es refugiado palestino, su abuelo huyó después de la partición de Palestina en 1948 y se estableció en el campo de refugiados de Yarmuk, en Siria. El padre de Adham nació en Yarmuk. Adham nació en Yarmuk. Es la tercera generación de palestinos que ha vivido allí.
“Los soldados de Asad mataron a mi padre y a mi hermano. Decidí irme con mi pareja”, dice Adham, que tiene 27 años.
Así empezó todo. Decidió huir. Desde Damasco fue a la ciudad de Homs. Desde allí, a Alepo. Y luego a la frontera con Turquía. Para hacer ese trayecto, pagó 1.000 euros a los grupos de la oposición armada: para superar los controles y pasar al lado turco como si fuese mercancía de contrabando. Escondido en camiones. A través del desierto, de los olivares.
Una vez en Turquía, pagó otros 1.000 euros para que lo llevaran en autobús hasta la costa occidental y para subirse a una lancha neumática junto a decenas de refugiados más. Llegaron a las playas de la isla griega de Lesbos. El peligro se quedaba atrás.
Después, un ferry para ir a Atenas. Un autobús para llegar a Idomeni, en la frontera con Macedonia. Un tren atestado para atravesar Macedonia y alcanzar la frontera serbia. Más autobuses para meterse en territorio croata. Kilómetros caminando por la noche. Eslovenia, Austria. Trenes. Por fin, Alemania.
Tenía unos compañeros de viaje tranquilos, pero Adham estaba como poseído, quería llegar lo antes posible, casi corría. “Soy profesor de Matemáticas. Estoy deseando llegar a Alemania para conseguir trabajo. Y espero tener un hijo, en Alemania”, dice mirando a su pareja.
Unos días después, Adham ya estaba en Alemania. Su nuevo hogar: Colonia. De momento, en un hotel.
Parece el fin de su ruta, pero no lo es; la ruta nunca se acaba. Su destino final quizá sea otro.
“No pienso volver a Siria. Allí están Asad y el Estado Islámico. Cuando ya esté bien establecido en Alemania, ahorraré. Con la documentación en regla, viajaré a Palestina. Iré a Palestina. Palestina es… Palestina es… —Adham no sabe qué decir, se bloquea—. Palestina es mi sueño”.
Testimonio de Médicos sin Fronteras
Fotos: ANNA SURINYACH