El último reparto de comida del Programa Mundial de Alimentos a los refugiados sudaneses en Chad fue hace seis semanas. «Nunca he visto una operación tan grande tan mal financiada», asegura su portavoz.
13 de junio 2024.- Ikram Idress busca mi mirada y se frota con la mano la barriga. Señala a sus tres hijos, que levantan unos pocos palmos del suelo, y repite el gesto universal para describir el crimen contra la humanidad más extendido e impune: el hambre. Entonces, rebusca entre los pliegues de la tela con la que cubre su cuerpo y saca una minúscula bolsa de plástico raído de la que extrae unos cartones ajados: son las tarjetas en las que trabajadores de la ONU inscribieron sus nombres como refugiados cuando, hace un mes, cruzaron la frontera de Chad huyendo de la guerra que sufre desde hace un año Sudán.
A su alrededor, un mar de miles de mujeres, niños y niñas igualmente hambrientos se pierde en el horizonte. Esperan poder acceder a la carpa de toldo blanco en la que el Programa Mundial de Alimentos (PMA) realiza su reparto mensual. Pero, por la falta de fondos, han pasado más de seis semanas desde la última distribución y la situación es desesperada entre los más de 140.000 refugiados sudaneses que sobreviven bajo tiendas construidas con telas y cañas en Adré. Esta población chadiana de 15.000 habitantes, colindante con la región sudanesa de Darfur, ha visto llegar a más de 600.000 personas desde que el 15 de abril de 2023 las Fuerzas Armadas de Sudán y el grupo paramilitar Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF por sus siglas en inglés) se declarasen la guerra. Chad tiene una población de menos de 18 millones de habitantes y es uno de los cinco países más pobres del mundo.
«La situación es muy crítica porque es una emergencia que afecta a muchísimas personas y, por tanto, se necesita mucha comida. Y a su vez, el PMA se enfrenta a una crisis financiera muy grave. Así que trabajamos mes a mes, sin saber cuándo podremos hacer la siguiente distribución. Si no la hacemos, está claro que los casos de malnutrición se multiplicarán y las muertes también», explica Vanessa Boi, responsable del PMA en el este de Chad. Tras semanas de jornadas de hasta 16 horas de trabajo junto a su equipo —de las que esta periodista ha sido testigo porque vivían en la misma casa— por fin han llegado los camiones con los sacos de cereales y de legumbres con los que intentan paliar la mayor crisis humanitaria del mundo y, también, la más desatendida. El portavoz internacional del PMA, Pierre Honorat, ha declarado que «nunca he visto una operación tan grande tan mal financiada».
La guerra de Sudán ha terminado de sepultar la transición democrática que impulsó su ciudadanía en 2019 mediante ocho meses de protestas fuertemente reprimidas por el dictador Omar al Bashir. Ahora, la pugna por el poder entre el Ejército y las milicias árabes de las RSF ha provocado que más de nueve millones de personas hayan tenido que abandonar sus hogares dentro de Sudán y más de dos millones refugiarse en los países vecinos huyendo de los peores crímenes.
«En cuanto llegaron, empezaron a matar a los hombres a sangre fría», explica Gamar Ahdein Abaker, que perdió a nueve miembros de su familia en la limpieza étnica que, según investigaciones de Human Rights Watch y Reuters, las RSF están cometiendo en Darfur contra el pueblo masalit. «A las mujeres y a las niñas las violaban delante de sus familiares y vecinos», recuerda Habiba Oumar, quien no ha vuelto a saber nada de su marido desde que los paramilitares se lo llevaron detenido. Hay miles de desaparecidos como él. «Incendiaron nuestras casas y los edificios civiles en los que nos resguardamos», comenta Ekhlass Mohamed Haroun, a quien le reconcome no saber de dónde sacará comida cuando vuelva a acabarse la que le ha entregado la ONU y sus hijos vuelvan a consumirse. «Tuvimos que huir sin nada, corriendo en chanclas y, cuando se nos rompieron las chanclas, descalzas. Yo me caí varias veces y me hice daño en las rodillas», rememora Mastora Adam, una mujer de 50 años con aspecto de anciana que contempla dormir a su nieto, ingresado por malnutrición en el hospital que la ONG Médicos Sin Fronteras ha construido en Metché, uno de los lugares más aislados, en los que el Gobierno de Chad ha reubicado a más de 50.000 refugiados. Como en el resto de campos, sobreviven sin apenas agua ni comida.
Desde el inicio de la invasión rusa de Ucrania, los principales donantes del PMA —Estados Unidos, la UE y Alemania— han destinado buena parte de su financiación a este país y a la Franja de Gaza, mientras desatienden crisis como la que asedia a las víctimas del conflicto sudanés. Tanto que la PMA, la agencia de la ONU creada para erradicar el hambre, ha tenido que reducir las raciones y suprimir de su reparto productos como el aceite. Lo mismo que ha ocurrido con Yemen, Sudán del Sur, Siria, la República Democrática del Congo, Haití o los campamentos de saharauis en Tindouf. De hecho, hace un año, tras meses alertando sobre el riesgo de hambruna, la ayuda internacional solo llegó tras la muerte de 43.000 personas.
Presupuesto menguante
Por primera vez desde su fundación, el presupuesto que en 2023 recibió la ONU para paliar las emergencias humanitarias fue menor que el año anterior. Así, sin causar ningún escándalo, el número de personas que pasa hambre en el mundo ha pasado de 613 millones en 2019 a 735 millones en 2023. Por eso, para paliar las consecuencias de la guerra de Sudán, la ONG Médicos Sin Fronteras ha tenido que destinar un presupuesto multimillonario procedente de las donaciones de sus socios para levantar una de las misiones más importantes de su historia que, además de atención médica, incluye la apertura de pozos y la construcción de letrinas, los tres pilares para evitar que asistamos a «la peor crisis de hambre en décadas», como lleva meses advirtiendo la ONU. «En unos meses llegarán los mosquitos por las precipitaciones y tendremos el pico de contagios de malaria. Y entonces la situación de malnutrición se agravará exponencialmente», advierte Cordula Haeffner, responsable del hospital de malnutrición de Médicos Sin Fronteras en Metché. Y nadie podrá decir que no lo sabíamos.
PATRICIA SIMÓN
Alfa y Omega