En tiempos de sinodalidad bien está poner empuje y empeño en buscar una organización más flexible y menos jerárquica; más saludable y menos rigorista. Para ello, no bastan cambios ni siquiera estructurales. Es preciso modificar las dinámicas relacionales que posibiliten encontrarnos como hermanos. Cuando renunciamos a la comunidad ideal y nos abrimos a la realidad que nos ha sido dada, comienza la experiencia de una fraternidad efectiva. Esta es la diferencia: mientras que la comunidad podemos catapultarla a una teoría, un sueño, un ideal o un documento de trabajo, la fraternidad es tejido, carne y solo la hallamos desmenuzada en los rostros, las palabras y los gestos. La fraternidad cristiana es la historia viva de los encuentros que nos hermanan con olor a Evangelio. Cuando atizamos las brasas de la fraternidad construimos la verdadera comunidad. Una comunidad está realmente viva cuando transpira fraternidad. Entonces comprendemos que la fraternidad es el genuino cable a tierra de la comunidad.
Y esa fraternidad se teje desde los vínculos que nos recuerdan que nos necesitamos los unos a los otros. El vínculo es la esencia del cuidado, que nos permite una convivencia saludable. Antes que una opción o una ocupación, el cuidado es un dato de nuestra realidad antropológica. Somos hijos e hijas del cuidado en virtud de los vínculos que nos han traído hasta aquí. Y esos vínculos se nutren en la trama relacional que atesoramos a lo largo de nuestra vida. El encuentro es el acontecimiento primordial que atraviesa la persona a lo largo de su existencia. Solo podemos ser personas y cristianos siendo con otros. En el comienzo de nuestra andadura humana está la relación: es el vínculo que nutre. De manera contraria, la ausencia de vínculos amorosos destartala a niños y niñas en su infancia y erosiona parejas, familias e instituciones. En la creación de vínculos saludables se ancla la humanización de la vida.
Hablamos de vínculos fuertes y arraigados a sabiendas de que topamos con dificultades culturales muy evidentes. El Evangelio de Jesús es realmente contracultural. Habitamos en la era de la conexión, no en la de la relación o el vínculo. En todo caso, el encuentro auténtico genera vínculos sólidos en medio de un mundo líquido. Como expresaba una viñeta de El Roto hace pocos días, «la sociedad líquida hace aguas por todas partes». Y, sin embargo, no estamos condenados a vivir sometidos a vínculos lánguidos. Vivimos en la sociedad de la «gran desvinculación», en la que prima la ley del sálvese quien pueda bajo la consigna de que cada cual ejerza su libertad como olvido del otro.
Recordamos El Principito y esa necesidad que tiene el zorro de crear lazos con él. Y a eso lo llama «domesticar», que en esta clave significa sencillamente crear lazos y generar espíritu de familia. «Tú serás para mí único en el mundo. Yo seré para ti único en el mundo», dice el zorro. El vínculo del cuidado que transpira la fraternidad huye del control y de la dominación, que son formas de relación que conducen a la inhumanidad. En la cultura de lo desechable el vínculo fuerte ofrece una tabla de salvación para no deshumanizarnos. Quizá esta sea una buena lección para nuestras comunidades cristianas.
El vínculo fuerte tiene su pegamento en el cuidado. Más que una virtud, entiendo el cuidado como el quicio de una relación en crecimiento que se instala en la vida de las personas. Cuidar es un modo de relacionarnos, una manera de estar con uno mismo y con los demás. Deberíamos hablar de relación de cuidado más que de cuidado en sí mismo. De este modo, el vínculo de cuidado ampara, protege, fortalece y abraza. Cada vez que amparamos en el desamparo de vidas a la intemperie, cada vez que protegemos en situaciones de riesgo, cada vez que fortalecemos en la fragilidad y cada vez que abrazamos en el sostenimiento mutuo, estamos haciendo del cuidado un acontecimiento relacional singular. Solo podemos cuidar de uno en uno. Y el cuidado crea condiciones de vida relacional fraternas.
Así, la fraternidad se escribe progresivamente mediante expresiones de un vínculo siempre en crecimiento. Casi todo nos lo jugamos en las relaciones. Valoramos el respeto como el milagro de dejar aparecer a la otra persona tal como es y no tal como yo quiero que sea. Y hablamos del perdón, que nos permite evolucionar al tiempo que soltamos el peso del rencor y de la rabia. Por último, el vínculo fraterno nos permite reconocernos unos a otros en igualdad de condiciones y ello es especialmente importante cuando hablamos del reconocimiento de los invisibles, de los esquinados, de los que no cuentan. Ellos son los preferidos de Dios. El vínculo con los olvidados de nuestro mundo será la bisagra de una fraternidad abierta al mundo y la vida por donde Dios respira.
LUIS ARAGUREN GONZALO
Profesor de Ética. Universidad Complutense de Madrid
Publicado en Alfa y Omega el 21.3.2024.
El autor acaba de publicar Fraternidades en la intemperie (Ed. Khaf)