El otro día, mientras arrojaba gozosamente mi tiempo al sumidero de la red social X, me topé con un vídeo en el que el filósofo Pablo de Lora se pronunciaba sobre el aborto. Tras haberlo presentado como indeseable y haber establecido una analogía poco afortunada en la que prefiero no detenerme, dijo coincidir —ay— con la máxima de Hillary Clinton al respecto: «El aborto debe ser rare, legal and safe»; esto es, raro, legal y seguro.
La de De Lora es, sin duda, una postura desconcertante. Sugiere que el aborto es malo, pero no lo suficiente como para prohibirlo. Abortar sería, en este sentido, como ingerir carne procesada o fumarse un cigarrillo: insano, qué duda cabe, pero no tanto como para que el Estado lo proscriba.
Entiendo la tesis, pero no puedo aceptarla. En el aborto solo caben dos opciones. O bien lo que hay en las entrañas de la mujer es un ser humano, o bien no lo es. O bien el médico que practica un aborto perpetra un asesinato, o bien acomete una simple operación quirúrgica. No hay en este caso —lo siento, amigos centristas— una vía intermedia, una opción moderada. Si lo que habita el vientre de la mujer es un ser humano, el aborto habrá de ser ilegal como el más sórdido de los crímenes. Si lo que hay, en cambio, es un puñado informe de células, ¿qué importa que sea raro o frecuente, inhabitual o habitual? La sofisticación centrista es aquí, como en tantas otras ocasiones, una penosa impostura.
Pero no quería abordar el asunto desde esta perspectiva, ya sobradamente explorada. Preferiría centrarme en algo felizmente señalado por el profesor Francisco José Contreras: «Si es legal, nunca será rare. Allí donde es legalizado, el aborto se hace masivo». La experiencia le respalda. A la legalización le ha sucedido siempre una generalización. Pareciera que la ley no solo permite, sino que estimula; que no solo consiente, sino que promueve. Pero, ¿por qué? ¿Por qué es tan improbable que el aborto sea al tiempo legal e inhabitual? ¿Por qué el efecto de una legalización es siempre, casi sin excepciones, la normalización?
El lector conoce de sobra el proyecto moderno, liberal, de escindir moral y política. La ley ya no debería fundarse en lo bueno, sino en lo neutro. A la pretensión pretérita de una ley aceptable por moral le siguió el proyecto de una ley aceptable por amoral. Un notable divulgador liberal resumió así la cuestión en una conferencia reciente: «La diferencia entre los liberales y el resto es que nosotros no aspiramos a imponer legalmente nuestra moral».
El problema de semejante propósito radica en su condición quimérica. La ley está fatalmente condenada a tomar partido, aunque lo tome por la neutralidad. La no imposición de una moral concreta implica —ejem— la imposición de una moral concretísima. No hay manera humana de legislar sin moralizar. Incluso a la más aséptica de las normas la precede una consideración ética. Incluso la más técnica de las disposiciones se asienta sobre una visión del hombre.
Centrémonos, sin embargo, en el ámbito subjetivo de la cuestión. Estoy convencido de que la modernidad ha fracasado, al menos en lo que respecta a nuestras conciencias. En el imaginario colectivo, ley y moral siguen brindando juntas. Para el hombre corriente, ese que carece de tiempo para sutilezas filosóficas porque está consagrado a tareas más relevantes, la ley no solo determina lo que está permitido y lo que no, sino también, claro, lo que es bueno y lo que es malo, lo que es deseable y lo que es indeseable. No solo consiente, sino que consagra; no solo sanciona, sino que santifica. Atendamos, si no, al caso del aborto: lo que hace unas décadas era un crimen nefando es hoy una opción legítima; lo que era un hórrido sadismo es hoy, en pleno siglo XXI, un acto de caridad (con la mujer, con el planeta, con el niño).
Hay una verdad que De Lora obvia. El aborto no se legalizó porque la opinión general sobre él hubiese cambiado; la opinión general sobre él cambió porque se había legalizado. La ley no solo registra dinámicas sociales; también las provoca. No es fundamentalmente una consecuencia, sino una causa. Solo podemos desear que el aborto sea legal a condición de que asumamos la desesperanzadora perspectiva de que también sea frecuente. Solo podemos procurar que el aborto sea infrecuente a condición de que aceptemos, contra el signo de nuestro tiempo, que también sea ilegal.
JULIO LLORENTE
Periodista y cofundador de Ediciones Monóculo.
Publicado por Alfa y Omega el 5.2.2024.