Durante los últimos días, desde diferentes ámbitos, llegan voces de alarma sobre las consecuencias destructivas de la pornografía. Por una parte el pasado 17 de enero el Papa Francisco, en su audiencia general, en la que habló sobre la lujuria, alertaba sobre el peligro de la pornografía porque es una «satisfacción sin relación que puede generar formas de adicción». Por otra parte, el Gobierno anunciaba su intención de hacer efectivo el marco legal que prohíbe el acceso de menores a contenidos pornográficos. La idea es fomentar el uso responsable de internet entre los niños, niñas y adolescentes y garantizar su protección frente a las consecuencias del acceso a contenidos inadecuados para su edad, proponiendo el desarrollo de un sistema de verificación de la edad.
Una primera valoración de esta medida es el agradecimiento, ya que supone un paso importante para empezar a luchar contra esta lacra tan perniciosa. El mismo hecho de que a nivel gubernamental se considere que la pornografía tiene efectos devastadores para los menores de edad y se quieran tomar medidas efectivas para limitar su consumo es ya un gran avance. Sin embargo, el restringir el acceso a estos contenidos es solo una parte de la inmensa tarea que hay por delante. Esta debe tener como propósito la educación integral de nuestros niños, adolescentes y jóvenes en el verdadero sentido del amor y la sexualidad. Pero, en este camino, hay que evitar caer en la tentación de pensar que dicha labor educativa debe ser llevada a cabo por el Gobierno de turno. Es importante recordar que los temas relacionados con la formación de la conciencia competen exclusivamente a los padres y a aquellas personas e instituciones en las que los padres quieran delegar esta responsabilidad.
Es fundamental que las familias no ignoren esta importante tarea de formación que capacita a los niños, adolescentes y jóvenes para responder a la vocación al amor. La tarea es especialmente necesaria en el contexto de esta sociedad pansexualizada, en la que, por un lado, se presenta la sexualidad como simple cauce de disfrute, en desconexión con el amor y con la vida, y, por otro, se olvida por completo el para siempre del matrimonio que implica este amor que se entrega corporalmente. Es cierto que, ante los retos actuales, la familia no puede y no logra ser el único lugar de educación en la afectividad. Por eso necesita la ayuda de la Iglesia.
Los últimos Pontífices han insistido en la presentación de la sexualidad a la luz del designio de Dios, como algo bello y sagrado que plenifica a la persona. Así, san Juan Pablo II exponía esta enseñanza, particularmente en las catequesis impartidas sobre la teología del cuerpo. El Papa Benedicto XVI, en su encíclica Deus caritas est, habló magistralmente de este amor que es eros y agapé. Por último, el Papa Francisco ha dedicado parte de su exhortación Amoris laetitia a abordar este amor apasionado y a subrayar la necesidad de la educación sexual de los hijos.
Queda claro que la Iglesia no demoniza la sexualidad y que, por tanto, la formación en este aspecto esencial de la persona en ningún sentido debe tener un planteamiento negativo, consistente en imponer toda una serie de prohibiciones. Por el contrario, debe ayudar a descubrir la belleza del designio de Dios sobre la sexualidad, forjando la tan denostada por algunos, pero realmente tan necesaria virtud de la castidad.
La Conferencia Episcopal Española, recogiendo la necesidad de reflexionar sobre este preocupante tema, ha creado un equipo interdisciplinar, formado por expertos en distintas áreas vinculadas al problema, y que está coordinado por la Subcomisión Episcopal de Migraciones, por la Subcomisión Episcopal para la Familia y la Defensa de la Vida y por el Departamento de Pastoral de la Salud.
MIGUEL GARRIGÓS
Director de la Subcomisión de Familia de la CEE
Publicado en Alfa y Omega el 25.1.2024