Comprendió mejor que nosotros lo que sucedía. Mencía había entendido que era más importante ser amada que curarse, porque el amor había vencido en ella ya la enfermedad.
«Si sonríes, yo te curaré», le dijo Isabel a Mencía al descubrir su enfermedad a los meses de su nacimiento. Isabel ha luchado toda la vida por cumplir su promesa, y puede que tenga sensación de fracaso. Pero creo que Mencía entendió todo de otra manera. «Si sonríes, me curarás», escuchó ella de su madre. Pensó que con su sonrisa sería ella la que conseguiría curar a Isabel, a su padre y, de paso, a todos los demás. Los curó y nos curó de la enfermedad que ella tenía. Porque con su sonrisa impedía que su enfermedad la determinase. Lo comprendí el primer día que fui al hospital. La situación era muy delicada y eso me llenó de angustia. De hecho, se me empañaron los ojos. Isabel lo advirtió y me amenazó con echarme. No quería más tristeza. Pero no fue su agresividad la que me hizo salvar el bache, sino la sonrisa de Mencía. Por su adolescencia, y como yo soy un chico más o menos joven, ella me miró de lado, ocultándome con vergüenza, disimulo y algo de coqueteo sus preciosos ojos azules; entonces, a mi saludo dibujó una sonrisa gigante.
Así me rescató de la tragedia. ¿De dónde venía esa sonrisa tan poderosa? Porque la mayoría de las sonrisas que dibujamos en nuestras caras son superficiales. Provienen de la costumbre o la educación formal. Y cuando no corresponde con nuestro interior, porque estamos tristes o abatidos, la sonrisa parece más bien una mueca. Pero la sonrisa de Mencía parecía arrancar del fondo más íntimo y misterioso de su corazón. No era solo un gesto de su boca, porque sonreía tanto que se podría decir incluso que la boca se le quedaba corta. Esa alegría desbordaba su cuerpo. Esa sonrisa era su respuesta a la vida. Era su forma de ser.
De hecho, la sonrisa siempre lo es. Porque la sonrisa aparece en el niño a partir de la mirada sonriente de sus padres. En la alegría de la madre el niño se sabe amado, esperado y deseado. En su mirada conoce el amor. El niño no lo piensa, pero sonríe. «Así como el sol anima a crecer a la vegetación, así también el amor despierta amor». Y todo el mundo, con sus complicaciones (el hambre, el dolor, el miedo…), queda comprendido en ese amor y determinado por ese amor. Por eso, el niño siempre espera que el amor tenga la última palabra y no todo aquello que le hace llorar. El niño espera que el amor venza siempre.
De ese modo, en la sonrisa de sus padres Mencía vivió el amor. Ella era amada y eso era para ella mucho más relevante que todo lo demás, incluso que la enfermedad. De hecho, su sonrisa indica que ella vivió su propia situación desde ese amor. Nosotros veíamos desde fuera sus límites, sus incapacidades, sus fragilidades, como algo que nuestro amor no podía resolver. Pero ella las vivía todas desde dentro del amor, como algo que el amor siempre superaba. Todo le sucedía dentro de esa relación de amor. El amor siempre ha sido para ella más amplio, más fuerte, que su enfermedad. El amor era su situación. El amor era su espacio vital. Y todo lo demás formaba parte de ese amor y era interpretado desde ese amor. Con su sonrisa se definió no como una niña enferma, sino como una niña amada.
Y eso es gracias a sus padres. Ellos se han desvivido por amarla. Han gastado su propia vida en la de su hija. Se han entregado como si la vida de Mencía valiese más que la suya. Y eso es justamente el amor. Y a ese amor, ella respondía con amor. Con una sonrisa. En su situación, fuera cual fuera, ella sonreía. Especialmente a sus padres y, sobre todo, a su madre, Isabel. Porque comprendió, mejor que nosotros, lo que sucedía. Ella había entendido que era más importante ser amada que curarse. Y era más importante porque el amor había vencido en ella ya la enfermedad. De ahí su sonrisa. Era la sonrisa de la que ya es bienaventurada, de la que en medio de la enfermedad sonríe porque considera la vida una buena aventura en la que el amor vence.
Ese amor no nace de los padres
Sus padres no eran tan conscientes. Porque el amor que sentían, sí, corría por sus venas y ellos le dieron curso con total generosidad; pero es un amor mucho más fuerte que ellos. De hecho, aún recuerdo cuando le pregunté a Valero, su padre, cómo había podido vivir todas estas dificultades, y señaló a Mencía diciendo que había sido ella la que le había hecho capaz. Ese amor no nacía de ellos. Ella misma lo provocaba e invocaba. Signo de ello era que la quieren como si la hubiesen amado desde toda la eternidad. La aman incluso como si la hubiesen esperado desde antes de que naciera. La aman y la amarán para siempre, para toda la eternidad. Y eso es cuanto menos curioso, siendo que no son eternos ni inmortales. La han amado como si fueran dioses. ¡Qué pretenciosos serían si el amor fuera suyo! Pero ese amor por ella es eterno e infinito, porque es anterior a ellos. Por eso, los ha potenciado por encima de sus capacidades. Mencía ha despertado en sus padres un amor que no tenían, que no les pertenece y que les supera. De ahí que duela. Por ello, el amor no se posee. Al amor se le sirve.
Y Mencía ha podido sonreír a la vida, a la enfermedad y al dolor precisamente porque ese amor era incondicional y eterno. Su felicidad, su bienaventuranza, ha sido el amor. Nada es para la nada. Su situación no era absurda, porque es amada. Su vida es un bien para ella, que le hace sonreír, porque es amada. Por eso, su sonrisa nos curaba a nosotros de su enfermedad. Porque impedía que lo más determinante fuera la enfermedad. Si ella sonreía, quién se atrevería a considerar que su vida no era buena. Su sonrisa neutraliza y vence nuestras tristezas.
Y creo que su sonrisa quizá tenga el poder también de curarnos de su muerte. Los últimos días seguía sonriendo. Recuerdo, uno o dos días antes de su muerte, una de las habituales disputas de los padres por tenerla en brazos, que ganó Valero. Pero Isabel cogió el flanco para jugar con ella. Valero las miraba con admiración. Atesoraba ese instante en su interior. Y Mencía, una vez más, abrió esa boca para dibujar su preciosa sonrisa. Ella quiso sonreír también en su muerte. Porque estaba muriendo y seguía siendo amada como siempre, incluso más. Para ella el amor de sus padres estaba ganando la partida, porque podía seguir sonriendo. Tampoco la muerte podía desdecir el amor eterno y absoluto con el que ella ha sido amada para siempre. La sonrisa de los suyos ha sido para ella la promesa de un bien eterno. Y la suya debe ser para quienes se han quedado aquí esa misma promesa de un amor que no pudo vencer la enfermedad, pero tampoco la muerte.
También el Cristo en Javier sonríe en la cruz. Sonríe seguro de estar ganando la partida, convencido del amor eterno que el Padre le tenía. Como prenda de ese mismo amor que Él siente por nosotros quedó su sonrisa. La misma que dibujó Dios en el rostro de Mencía. Con esa sonrisa nos mira desde el cielo.
Una niña única en el mundo
Mencía falleció el pasado 4 de enero a los 14 años. «Padecía una enfermedad genética de origen mitocondrial», es decir, de las estructuras que dan energía a las células. Una dolencia «tan rara, que no tenía ni nombre», explica Isabel Lavín, su madre. «De una de sus mutaciones no se tiene ningún otro registro de ningún otro niño». Como consecuencia, tenía una afectación neurológica muy severa. No podía hablar ni andar. Pero «nunca lo necesitó», porque «lo que más le gustaba era estar en nuestros brazos». «A los 9 meses empezó a sonreír. Tenía la cara más expresiva del mundo. Solo con mirarla, ya sabíamos si estaba a gusto o si se encontraba mal». Incluso lloraba de risa.
Cuando en 2013 llegó el diagnóstico, «empezó mi carrera por curarla», relata Lavín. Dos años después puso en marcha la Fundación Mencía, que promueve y financia proyectos de investigación para buscar tratamiento o cura para las enfermedades raras. Luchando contra el tiempo y las trabas, esta madre contactó con científicos de prestigio, celebridades y hasta con el Papa Francisco. Y, aunque para su hija no hayan llegado a tiempo, han nacido «grandísimos proyectos que sin duda ayudarán a todos los niños que nazcan con alguna de estas terribles enfermedades».
CARLOS PÉREZ LAPORTA
Imagen: Foto cedida por la familia.
Publicado en Alfa y Omega el 22.1.2024.