Caía la tarde cuando Celeste salió corriendo de su casa, sorteando los charcos del carril, con Taco pegado a sus talones. El cuervo se unió a la altura de la cancela y así tomaron el camino del acantilado: tres siluetas negras contra un cielo naranja y rosa, un trío radiante ajeno a lo que los rodeaba. Había hecho un 24 de diciembre de un azul luminoso y el viento del norte soplaba cortante. A Celeste le lloraban los ojos y tenía las manos heladas —se había vuelto a dejar los guantes—, pero ya podía hacer frío que no iba a volver a por ellos. Quién sabe qué otra tarea se le ocurriría a su madre si la veía asomar las orejas por casa, ya se le calentarían con la carrera. Este año venían sus primos a pasar la Nochebuena por primera vez en muchísimo tiempo y Celeste llevaba semanas feliz nada más de pensar en los días tan fantásticos que les esperaban juntos. Sus padres no estaban mal, pero ya se sabe que todo es mejor si hay más familia alrededor. Las normas se relajan, las miradas se distraen, la libertad se ensancha. Es difícil pasar desapercibida cuando eres hija única; ¿a quién van a mirar, si no a ti?. Aunque desde que había aparecido el cuervo, la cosa había mejorado un poco. Un cuervo desordena y desobedece más que una chica de 13 años, eso también lo sabe cualquiera; especialmente, cualquiera que haya tenido uno.
Absorta en sus pensamientos, Celeste había entrado en calor y ya no corría. Ahora caminaba animosa en dirección a la ermita de San Jorge. Antes de la cena de Nochebuena y del barullo familiar, tenía algo importante que hacer. Ya veía asomar la pequeña iglesia blanca reflejando los últimos rayos de sol. Sentado en el banco de piedra la esperaba su amigo Marcos. El cuervo, que también lo había visto, volaba hacia él, dejándola atrás sin miramientos. «Será descastado», pensó.
A pesar de que había sido Celeste la que lo habíá criado desde que era un pollo —con un poquito de asco al principio y mucha paciencia después—, el cuervo tenía una relación muy especial con su amigo. Celeste lo sabía y no le daba importancia, pero le hacía gracia que el pájaro hiciese tan poco por esconder sus preferencias. Un perro puede disimular por lealtad, pero un cuervo no se molesta. Además, a ella le alegraba la devoción del pájaro por él. La única razón por la que no lo habían criado juntos era que el día que se lo encontró entre la pinocha de un árbol caído, Marcos llevaba tiempo inconsciente en su cama. Debido a su habitual melonería, el chico se había caído del tejado hacía exactamente dos años, un 24 de diciembre, y Celeste había pasado unos meses amargos pensando que se quedaba sin amigo para siempre. Por suerte, la historia no había acabado así.
Entre que Marcos se despertaba y no, el cuervo cogió la curiosa costumbre de visitarlo. En invierno se le veía desde lejos posado en la ventana del muchacho como un centinela negro. A veces se quedaba tan quieto como una estatua; otras se atusaba las plumas y graznaba quién sabe qué. Cuando llegó el calor, se tomó las ventanas abiertas al fresco nocturno como una invitación y pasó del alféizar al cuarto sin ningún reparo. Bicheaba las cosas de Marcos y se paseaba por su habitación como se pasean los cuervos, con un balanceo de señor jubilado. Le gustaba posarse junto a él y espulgarlo un poco, haciendo unos ruidillos más cariñosos que musicales. Algunas mañanas volvía a la ventana y parecía que lo llamaba, animándolo a salir. Fue el cuervo quien avisó a Celeste el día que Marcos despertó. Ahora su amigo la esperaba sonriendo, con una caja sobre su regazo.
—A ver, enséñamelo, ¿cómo ha quedado al final?
Celeste se sentó intentando asomarse a la caja.
—Espeeera, mira que eres impaciente.
Marcos la abrió con cuidado y sacó con mucho tiento una barca rechoncha y roja brillante. El borde era verde, como la bancada y la caña del timón, y los remos eran rojos, como el casco. El interior era blanco, igual que el armarito estanco que el muchacho le había hecho en la popa, y en la proa había un salvavidas naranja con su cabo adujado y todo.
La barca tenía unas proporciones algo raras, parecía una especie de galápago enorme. En la popa, escrito en mayúsculas, podía leerse: El dragón. No le faltaba ni un detalle. Bueno, uno; flotar. La habían probado hacía unos días en las pozas y flotar, flotaba, pero con un equilibrio bastante precario. Afortunadamente, su destino no estaba en el mar.
Marcos había trabajado en ella casi un año. La había construido usando madera de paulonia, muy ligera y fácil de manejar, y la había pintado con los colores de la barquita en la que salía a pescar con Celeste. Y ahí se acababa el parecido, porque tallar madera no era fácil, pero él se sentía muy orgulloso y su amiga también. Era una barca estupenda.
La había hecho Marcos, pero la idea había sido de Celeste. En aquellos largos meses de incertidumbre tras el accidente, había pasado muchas horas refugiada en la ermita. Le gustaba la paz que la envolvía al entrar, pero más que nada era un sitio que le recordaba a él. En verano, descalza sobre la piedra fresca, oía el murmullo del mar de fondo sentada en uno de los sencillos bancos de madera de su interior. En invierno era un placer cerrarle la puerta al viento y a la lluvia, encender unas velas y subir las escaleras de caracol que llevaban al coro. Cruzada de piernas sobre el suelo de roble viejo, Celeste se pasaba horas mirando hacia los acantilados a través del rosetón de cristal mientras el viento silbaba furioso. Desde allí veía avanzar las tormentas maravillada. Alguna noche se había quedado a dormir con su saco, su libro y Taco enroscado fielmente a sus pies. Intuía que era algo que no le haría demasiada gracia a cierta gente del pueblo, pero no pensaba que Dios tuviera ningún problema.
A Marcos le encantaba aquella iglesita por las mismas razones que a Celeste. Además, cada vez que iba se quedaba embobado con el icono de san Jorge que había a la izquierda del altar. Sobre un fondo dorado, el santo luchaba montado en el caballo con su armadura, su capa y su lanza contra un dragón verde de aspecto tremendo. Le había fascinado siempre, pero desde que su amiga le contó que san Jorge resucitó tres veces antes de morir definitivamente a la cuarta, le gustaba mucho más. No podía remediar ver una relación entre la resurrección del santo y su despertar. Le encantaba la curiosidad de Celeste, que todo lo preguntaba, todo lo quería saber. Con ella no se aburría nunca.
—¿Qué hacemos, entramos? —preguntó Celeste—. ¿Hablaste con José Luis?
José Luis, el párroco, era bastante joven, pero tenía una cara muy seria y a algunos les daba un poco de miedo. A Marcos y a Celeste les caía bien; tenía un punto cascarrabias pero en el fondo era cariñoso y se reían mucho con él.
—Sí, me dijo que vaya día hemos escogido para traerlo…
—¡Que le gusta quejarse!
—Calla, hombre, que tiene razón, a quién se le ocurre hacer esto hoy. Mi madre casi me mata cuando le he dicho que me iba y la mesa sin poner y la leña y las luces y las tías y… Y yo que sí, que voy, que he quedado con Celeste un momento. Ahí ya se ha callado; como para ella eres casi una santa…
—Ya empezamos, es que soy prácticamente santa, ¿no ves la paciencia que tengo contigo? A ver, qué te ha dicho José Luis, termina.
—Pues que a quién se le ocurre pero que no pasaba nada, que ya sabemos que la puerta está siempre abierta. Que la dejemos en el coro y que en cuanto pase la Navidad se viene a bendecirla y a que la pongamos en el hueco que le ha hecho.
—¿Lo ves? Te lo dije, él protesta pero luego es más bueno que un pan.
—Qué poca vergüenza tienes, Celeste, de verdad —Marcos se levantó sonriendo—. Venga, vamos.
Celeste le devolvió la sonrisa y empujó la puerta de la iglesia, que se abrió con suavidad. La noche se les había echado encima y hacía frío dentro también, pero les llegaba la calidez de los cirios que brillaban a los pies del altar. Encendieron la luz y se quedaron de pie, mirando a su alrededor en silencio. De las paredes colgaban al menos 50 barquitos como el de Marcos. Cada uno de su padre y de su madre, de una escala y un tipo distintos, pero todos pintados de colores vivos y hechos con la misma intención: dar gracias a Dios. Muestras de agradecimiento de los marineros y pescadores del pueblo, talladas con más o menos gracia tras un trance en alta mar. Si bien algunas de las historias no tenían nada que ver con un barco, ese era el símbolo con el que los lugareños mostraban su gratitud al Señor. Había pesqueros, veleros, una trainera, ¡una avioneta! Ambos los habían contemplado deslumbrados cientos de veces, pero nunca imaginaron que un día llevarían el suyo.
Celeste le apretó la mano a su amigo y apoyó la cabeza en su hombro. El día que se le ocurrió el plan venía de ver a Marcos, que llevaba un mes despierto. Apoyada en la barandilla del balcón del coro, miraba los barcos distraída pensando en cuándo se recuperaría su amigo del todo. El médico les aseguraba que volvería a ser el mismo, pero que hacía falta tiempo. ¿Cuánto? No lo podía decir. Una herida en una mano necesitaba unos días para curarse. Un hueso roto, unos meses. Una lesión cerebral no se sabía cuánto podía tardar. Al principio, Celeste se había indignado. Estaba harta de no saber, harta de esperar, harta, harta, harta. Le había costado bastante, pero no le había quedado más cáscaras que aguantarse. Ya se había conformado y ahora solo le daba vueltas a la cabeza para ayudarlo a que su recuperación fuera lo más rápida posible. Sabía que se cansaba enseguida, que se aburría y que estaba igual de harto que ella, pero lo llevaba mejor. Apreciaba mucho las visitas del cuervo, por cortas e impredecibles que fueran, y los fines de semana con su amiga. Pero nada de eso estaba en sus manos. Era importante encontrarle algo que no fuera muy pesado y que dependiese enteramente de él.
Fue entonces, en el momento en el que Celeste dejó de mirarse el ombligo y empezó a buscar algo con lo que alegrarle la vida a Marcos, cuando se fijó en los exvotos. Sabía bien lo que eran: acciones de gracias, símbolos de roces con la muerte. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Aquella tarde había vuelto corriendo a casa de su amigo. Al muchacho le brillaban los ojos cuando Celeste le contó su idea. Los dos tenían mucho que agradecer.
Ahora estaban allí, bajando despacio por las escaleras tras dejar la barquita guardada en el coro. Al salir los envolvió la inmensidad de la noche estrellada. Se abrocharon los abrigos y se ajustaron las bufandas. Las olas rugían rompiendo al pie del acantilado.
—Qué suerte tenemos, Marcos.
—Muchísima. Pero vámonos antes de que nos maten a los dos.
Celeste lo abrazó como si se lo fueran a quitar en cualquier momento y salieron corriendo, cada uno por su lado. A los pocos metros, Marcos se dio la vuelta.
—¡Oye, Celeste! ¡Feliz Navidad!
La chica se paró y lo miró sonriendo.
—¡Muy feliz, Marcos!
A lo lejos, sobre las montañas, una estrella brillaba más que las demás.
PAULA FERNÁNDEZ BOBADILLA
Alfa y Omega
Ilustraciones: Ximena Maier.