El comentario en L’Osservatore Romano del Subsecretario del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida sobre la historia de la niña de 8 meses, aquejada de una grave enfermedad mitocondrial, fallecida esta noche en un hospicio británico.
La pequeña Indi, como otros niños antes que ella, fue víctima de un sistema jurídico indiferente al derecho a seguir viviendo de un ser humano inocente, frágil, que en su silencio sólo pedía amor, relación, cuidados. Sin embargo, el derecho a la vida es la esencia y el fundamento del ius, del derecho mismo, de cualquier sistema normativo que pretenda regular la convivencia entre los hombres partiendo del principio de justicia. Es el punto de partida de cualquier discurso coherente sobre la paz mundial.
¿Cómo es posible, entonces, que una niña tan pequeña haya podido quedar atrapada en las mallas tan rígidas e intrincadas de un entramado jurídico ante el que cualquiera se vuelve impotente: un derecho formal, positivista, capaz de atrapar a seres humanos y decidir inexorablemente anticipar su muerte según cánones arbitrarios de bienestar y calidad?
Ante el caso de Indi, tenemos la sensación de vivir un nuevo fracaso ante una muerte infligida bajo la mirada atónita de todos. Pero, ¿cómo, en un mundo donde la medicina y el derecho parecen, a veces, haberse vaciado de su razón de ser, es posible proteger al ser humano con su vida intangible, ese bien objetivo y real que la «cultura del despilfarro» pretende relativizar?
La medicina y el derecho tienen la una en el deber de cuidado y asistencia, la otra en la garantía de la convivencia -es decir, de la vida de cada semejante- su razón de ser. Implican una toma de conciencia de nuestro ser-como-otro en la fragilidad y del ser-con-el-otro en la vulnerabilidad. Una vulnerabilidad de la que ninguna técnica, ninguna decisión humana, podrá apartarnos jamás.
La de Indi y la de tantos otros pacientes como ella era la condición de quienes se encuentran en una situación radicalmente a-simétrica, en la que puede insinuarse ya de forma prepotente una dinámica de poder sobre la vida humana: una condición que, en cualquier estado de derecho, implicaría siempre el deber y la solicitud del más fuerte de proteger al más débil, más allá de cualquier condición, y no su compromiso de discutir el valor de su vida. Hacerse cargo del otro cuando es vulnerable no significa decidir si su vida es digna, sino no sobrepasar nunca ese límite en el que se da el humanum, es decir, el mantenimiento de la vida humana. Esta es la condición última de la subsistencia del derecho, de un derecho auténtico, constituido sobre la base del respeto a cada persona.
En tal evento, se hace tangible ante nuestros ojos la necesidad y la urgencia de desarrollar en la Iglesia una pastoral adecuada y difundida de acompañamiento a las familias: estar cerca de las familias que, cada día, tienen que tomar decisiones que subyacen en una referencia a la verdad y al bien de la vida humana. Es necesario crear lugares a los que una madre pueda dirigirse cuando se encuentre sola y perdida ante un diagnóstico prenatal, después de que en otros lugares le hayan dicho que es mejor que aborte a su hijo enfermo para «darse» la posibilidad de tener otro hijo sano; donde una pareja pueda ser aconsejada en la verdad cuando un hijo nazca enfermo y el mundo que la rodea le sugiera que interponga una demanda para que ese hijo desprevenido reclame una indemnización por no haber abortado; lugares donde las parejas que no pueden tener un hijo puedan ir a informarse adecuadamente, sin quedarse solas, cuando en otros sitios les dicen que no importa si para tener un hijo sano tienen que tener una docena de seres humanos producidos in vitro, seleccionados, unos congelados y otros tirados a la basura; y donde la medicina verdaderamente vanguardista sepa ofrecer siempre alternativas respetuosas con la vida humana, hasta la muerte natural. Porque así funciona también la «cultura del despilfarro». Modificando nuestra propensión a proteger y preservar la vida con soluciones aparentemente más capaces de satisfacer nuestros deseos y necesidades más naturales, como la maravillosa de generar y transmitir vida humana.
Más bien, cuando el Magisterio de la Iglesia invoca la cultura de la vida desde la concepción hasta la muerte natural, quiere decir concretamente precisamente esto: hacerse capaz de acompañar a sus hijos en estas difíciles elecciones, en las que cada uno debe poder encontrarse a sí mismo, sabiendo que se ha hecho instrumento de vida, de verdad y de amor del Padre hacia aquellos que le han sido confiados. Esto debe aplicarse a los médicos que ayudan a la familia a tomar una decisión, a la familia de cada paciente, a los jueces cuando son llamados.En la custodia de la vida, la Iglesia es Madre y su enseñanza es clara y sólida sobre el deber que cada uno de nosotros tiene de ser custodio de la vida humana.La medicina de hoy ha evolucionado, las situaciones y las opciones pueden ser más complejas, pero como cristianos sabemos muy bien que una vida, aunque sea inconveniente y costosa, en sí misma siempre merece amor, relación y cuidado. Por otra parte, sólo el amor es capaz de devolver al hombre a sí mismo. Es capaz, en medio de la dificultad, de recomponer al hombre que sufre en la unidad de la persona, permitiendo que los seres humanos que le rodean se encuentren en ese valor que es el hombre mismo, con la dignidad que le es propia.Nadie es reducible a un «deseo de», «un interés por», «una capacidad para». Todo ser humano es persona y eso es todo.Sólo en virtud de ello debe ser protegido, apreciado, amado, sin peros.El grito que el débil dirige al otro es la voz de su inestimable dignidad. Y habla de amor, del sentido de su existencia.Lo sabía bien la Madre Teresa, que se ocupaba de los últimos, sin preguntarse si merecían o no sus cuidados, y como ella muchos otros santos «normales», padres y madres que aceptan a diario relacionarse con la fragilidad de sus seres queridos, sin preguntarse si vale la pena.Este es también el sentido de humanidad que nos recordó el Papa Francisco en el Ángelus del pasado domingo, el que sirve para reconstruir la paz.
La familia de Indi se convirtió en signo de contradicción en un momento en que se intenta degradar a la familia de su fuerza antropológica: y, sin embargo, esos poderosos lazos de amor sacudieron al mundo.Indi, con su preciosa vida, ha removido conciencias y ahora pide a todos que actúen para proclamar con fuerza la belleza y el precioso valor de la vida humana.Con su historia, intentó sacudir la cultura tanatológica de la posmodernidad y hasta su último momento nos dijo que la vida frágil es grande en su capacidad de generar relaciones amorosas.Debemos tener el coraje de hacer brillar esta verdad frente a toda forma de mentira y distorsión sobre el valor de la vida humana.
GABRIELLA GAMBINO
Subsecretario del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida.