Todavía hay personas a las que les cuesta creer que la realidad de los abusos es cierta; a otras, les gustaría que estas cosas no se hicieran públicas porque lo que no se sabe no existe y mejor no saber, y otras, directamente, niegan que suceda y lo ven como un ataque a la Iglesia.
Ocuparse de las víctimas es hacer realidad el Evangelio. Se ven envueltas en una tela de araña de la que no pueden salir. Da igual que sean niños o adultos porque, cuando el abusador fija sus ojos en una víctima, es muy difícil que la suelte. Por eso nos encontramos, sobre todo entre las personas adultas, casos en los que una víctima ha ido como un cordero al matadero en ritmos de tiempo que pueden ser mensuales y hasta semanales. Algunas personas creen que eso es imposible si la víctima no está de acuerdo con el abusador. Pues no, ni va libremente, ni mucho menos con gusto.
Lo que sucede es que la víctima ha caído en lo que en psiquiatría se llama colonización emocional, descrita por Hugo Blaichmar de esta forma: «La colonización emocional es el proceso psicológico intersubjetivo por el cual alguien pasa a pensar, sentir y actuar bajo la influencia de otro, el colonizador, que le impone su subjetividad sin que el colonizado tenga conciencia de ello, viviendo por lo tanto su estado como si fuera propio y no inoculado por el otro».
Es decir, la víctima acaba pensando y sintiendo como su colonizador y no tiene nada que hacer. Los victimarios se fijan en personas que son psicológicamente débiles o que están pasando por un momento muy delicado en sus vidas. No son tontos a la hora de seleccionar a sus víctimas. Ninguno elige a una que se le pueda enfrentar.
La colonización emocional no empieza de un día para otro. La base está en una realidad humana y es que somos seres relacionales. El victimario manipula ese ser relacional y se presenta —todos son narcisistas, entre otras características— como una persona carismática que desempeña un liderazgo que convierte a las personas que tiene cerca de él en un «ego-sistema», es decir, esas personas lo siguen sin cuestionar, sin oposición, porque lo ven idealizado y porque su psicología o la situación que están pasando las hacen extremadamente fáciles de someter y manipular. Colonizada la persona, manipulada la persona en su frágil psicología, llegan el abuso de conciencia, el abuso espiritual y el abuso sexual.
El abuso de conciencia termina por destruir lo poco que quedaba de la persona. Se viola el espacio sagrado del encuentro de esa persona con Dios, que pasa a ser ocupado por el victimario, que se convierte en el dios de esa persona sin que ella sea consciente. Aquí llegan a asomar otros abusos y, si la persona tiene un atisbo de lucidez y pregunta algo o manifiesta alguna duda, se pone en marcha el abuso espiritual.
El victimario despliega toda la fuerza del mal, toda su ansia de poder pervertido, todo su deseo de dominación con un argumento sumamente sencillo hacia la víctima: si te opones a esto o cuestionas todo lo que estoy haciendo por ti, te estás negando a hacer realidad la voluntad de Dios. Eso son capaces de decir y así se consuma el abuso espiritual. De ahí se pasa a la cima de la pirámide de los abusos: el sexual.
Es durísimo. Ha pasado. Sigue pasando. Manipulan a la víctima hasta hacer creer, en muchas ocasiones, que mantener relaciones sexuales es un deseo de la propia víctima que él satisface por generosidad y por evitarle sufrimiento. Hasta ahí son capaces de llegar y de ir tejiendo de forma cada vez más espesa la tela de araña, la colonización emocional.
El daño que se causa a las víctimas es inmenso. Pueden pasar años en esa situación hasta que el victimario las abandona o hasta que la víctima tiene la fuerza suficiente, no para denunciar sino para, sencillamente, contarle a alguien lo que le sucede. Aquí puede empezar otro calvario si no es creída, si se la toma por trastornada o si se considera más importante a la institución —la Iglesia— que la persona.
La colonización emocional es el primer paso que se debe enseñar a todos a detectar. Porque la lucha contra cualquier caso de abuso cuya raíz es el abuso de poder empieza por dar credibilidad a las víctimas, facilitar la formación suficiente para prevenirlo y reconocerlo, por no negar desde la Iglesia esta realidad, por abordarlo desde las homilías y por ser diligentes en los procesos de denuncia.
Me cuestiona profundamente cómo estas personas, tan humilladas y revictimizadas, no abandonan la Iglesia. Es algo que debería hacernos pensar, replantearnos nuestra actitud hacia ellas y orar. Amén.
CRISTINA INOGÉS SANZ
Teóloga
Alfa y Omega
29 de junio 2023