PRIMERA LECTURA
Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 2, 42-47
Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones. Todo el mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que los apóstoles hacían en Jerusalén. Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y, bienes, y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. A diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos, alabando a Dios con alegría y de todo corazón; eran bien vistos de todo el pueblo, y día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando.
SALMO RESPONSORIAL
Sal 117, 2-4. 13-15. 22-24
R. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
SEGUNDA LECTURA
Por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva
Lectura de la primera carta del apóstol san Pedro 1, 3-9
Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo. La fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a manifestarse en el momento final. Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe -de más precio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego- llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo. No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación.
EVANGELIO
A los ocho días, llegó Jesús
Lectura del santo evangelio según san Juan 20, 19-31
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: -«Paz a vosotros.» Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: -«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.» Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: -«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.» Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: -«Hemos visto al Señor.» Pero él les contestó: -«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.» A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: -«Paz a vosotros.» Luego dijo a Tomás: -«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.» Contestó Tomás: -«¡Señor mío y Dios mío!» Jesús le dijo: -«¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.» Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.
UNA VIDA DE TESTIGOS, UNA VIDA RESUCITADA
Cristo ha resucitado y nosotros somos sus testigos. ¿Somos realmente sus testigos? ¿Cómo podemos serlo?.
“¡Cristo ha resucitado! ¡Resucitemos con él! ¡Aleluya, aleluya!” suena un himno pascual de la liturgia de las horas. Y da en el clavo. Realmente, para ser testigos de la resurrección tenemos que llevar nosotros mismos una vida resucitada. De otro modo, ¿cómo nos pueden creer? Si vivimos, pensamos, juzgamos y reaccionamos como todo el mundo, por más que digamos y gritemos que Cristo ha resucitado, nuestros oyentes no dejarán de mirarnos como a unos alucinados, personas crédulas, que tienen esa particular creencia en un pretendido acontecimiento histórico (pero del que no hay pruebas), aunque, en realidad, quitando ese exotismo, en nada se diferencian de los demás. Si Cristo ha resucitado y vive una vida nueva, pero nosotros, los que creemos en Él y decimos que le seguimos en nuestra vida, seguimos viviendo según los criterios del viejo mundo, en modo alguno podremos dar testimonio, al menos un testimonio creíble y eficaz, capaz de convencer y “agregar al grupo de los creyentes a los que se van salvando”.
Ha habido muchos autores a lo largo de la historia que han ejercido el ministerio profético de denunciar una funesta alianza entre la fe cristiana y el “orden” (o desorden) establecido, una vida de fe como prurito cultural, pero asimilada a los hábitos y los criterios del mundo. Los santos son los principales profetas que han removido conciencias, llamando a una vida verdaderamente resucitada. Ha habido otros (Kierkegaard, Emmanuel Mounier, por citar a algunos), que también nos han recordado las advertencia de Pablo: “No os acomodéis al mundo presente” (Rm 12, 2).
Este tiempo de Pascua, tras la fuerte conmoción por la muerte de Cristo y la chocante experiencia del encuentro con el Señor Resucitado, nos llama a sacudirnos toda modorra y a activar la conciencia de que estamos ya viviendo en otra dimensión, en una vida nueva, una vida resucitada, Y porque sentimos en nosotros los frutos de la resurrección, por eso nos sentimos impelidos a dar testimonio de este acontecimiento que es un punto de inflexión de la historia (¡la muerte ha sido vencida y ya no tiene poder sobre nosotros!), y que debería serlo también para todos los que creemos en él.
La Palabra de Dios hoy nos sirve como un espejo en el que podemos mirarnos para comprobar hasta qué punto nuestra vida es, realmente, una vida resucitada.
Mirando a la primera lectura, comprendemos que una vida resucitada es una vida en fraternidad. Los discípulos eran hermanos. No es una fraternidad basada en la sangre, la simpatía, la identidad nacional o la ideología, sino en la escucha de la Palabra, proclamada por la Iglesia (la enseñanza de los Apóstoles) y que convoca a los discípulos. Esta Palabra nos descubre nuestra común identidad como hijos de Dios y, por tanto, hermanos en Cristo. Es una fraternidad que se alimenta y fortalece en la participación eucarística (la fracción del pan) y la oración común. Una vida resucitada no es posible sin responder a la llamada del Señor, que convoca y reúne a sus discípulos en la comunidad, en la Iglesia. Sólo así es posible “ver” al Señor, como comprendemos al mirar a Tomás.
Una fraternidad así no puede no suscitar admiración: gentes de diversa procedencia, nacionalidad, mentalidad, etc., realizan el prodigio del amor mutuo, y el signo de la unidad en la fe es la unidad en los bienes materiales, la generosidad y la ayuda mutua, propias de una auténtica familia.
Esto es posible, nos recuerda la segunda lectura, porque verdaderamente hemos nacido a una vida nueva por el bautismo, que no es sino la participación en la muerte de Cristo, y, por tanto, en su resurrección: es la vida nueva en el espíritu del amor, es decir, en el Espíritu Santo.
Es verdad que se trata de una vida resucitada en la fe y en la esperanza, pues se desarrolla en las condiciones del viejo mundo, herido por el pecado y la muerte. Por eso esta vida, si bien resucitada, se ve sometida a dificultades y sufrimientos, como tentaciones y persecuciones, a “diversas pruebas”, dice Pedro. Pero estas pruebas, a la luz de la resurrección, nos sirven como ocasión para fortalecernos en la fidelidad, por la purificación de la fe de todo interés o motivación espuria. Aceptando esos momentos de prueba y purificación damos precisamente testimonio del inmenso valor de la fe que profesamos, de más precio que el oro, porque no consiste en bienes materiales y perecederos, sino en la participación en la vida de Dios, por medio de Jesucristo, en que consiste la salvación.
Una vida resucitada, en definitiva, es una vida que, como nos dice el Evangelio, vence el temor (a la persecución y a la muerte) y la cerrazón que produce. En medio de las pruebas mantiene la paz que nos da Cristo, que nos abre y nos envía al mundo entero a anunciar la gran noticia de que en la Resurrección de Jesús el pecado y la muerte han sido vencidos.
Una vida resucitada, en fin, es una vida en el Espíritu de Jesús, que no teme mirar y tocar las heridas del cuerpo de Cristo, ese cuerpo que es, por un lado, la Iglesia, y, por el otro, la humanidad entera. Tocar las heridas de la Iglesia, cuerpo de Cristo, significa reconocer y confesar los propios pecados, con la certeza de que esas mismas heridas nos han curado (1 P 2, 24), porque Jesús nos ha transmitido la fuerza del perdón: de pedir perdón y de perdonar (personal y sacramentalmente). El perdón es expresión de la fuerza creadora de Dio que resucitó a Jesús de entre los muertos y nos resucita a nosotros de esa muerte espiritual que es el pecado. Y tocar las heridas de la humanidad de Cristo significa, además, mirar con misericordia los sufrimientos de la humanidad, y acudir con presteza a remediarlos, compartiendo con todos, por medio de las obras del amor, la fuerza curativa de Dios.
“Dios resucitó a Jesús y nosotros somos sus testigos” (Hch 2, 32). ¿Sentimos que nuestra vida es una vida resucitada, en nuestra relación con Dios y con los hermanos, con la Iglesia, con la humanidad entera? En medio de diversas pruebas, seamos testigos de la vida nueva del Resucitado, que nos ha encontrado, por las obras del amor y del perdón.
Desde San Petersburgo (Rusía)
JOSÉ MARÍA VEGAS
Sacerdote claretiano español y filósofo