Leí el otro día en Vozpópuli que la inteligencia artificial destruirá uno de cada cuatro empleos actuales en España. No es el primer indicio de que el progreso tecnológico, en el que tantas esperanzas hemos depositado, puede conspirar contra nosotros. Las bombas de Hiroshima y Nagasaki ya nos enseñaron hace décadas que los avances técnicos no tienen por qué implicar, ni mucho menos, un avance moral y que pueden incluso revolverse contra aquel a quien deberían favorecer, como un bumerán que termina hiriendo a su lanzador. Se desata en nuestra época una sacudida, un temblor que tiene por momentos el alcance de un seísmo: creíamos que el progreso tecnológico beneficiaría siempre al hombre y ahora —cuando proliferan las pantallas y sus estragos son cada vez más evidentes, cuando se fabrican seres humanos como objetos de consumo, cuando se fantasea con la posibilidad de reemplazar al hombre por el cíborg— descubrimos que no es así, que también, inesperadamente, puede ser una amenaza.
Algo semejante ocurre con las ideologías. Prometían, cada una a su modo, la abolición del sufrimiento, la consecución de las más altas aspiraciones humanas: igualdad, prosperidad, libertad, felicidad. Ya no habría que esperar a la vida eterna para saborear las mieles de la plenitud; podríamos hacerlo aquí, ahora. Francis Fukuyama, embriagado de esta misma euforia ideológica, llegó a pronosticar el fin de la historia tras la caída del Muro de Berlín y el triunfo del capitalismo: el hombre ya había alcanzado su destino, el drama había terminado, el régimen liberal era, según la jerga hegeliana, la síntesis de todas las síntesis.
Pero ninguno de estos vaticinios se ha cumplido. Transcurridos 30 años de la profecía del teórico con vocación de augur, cada vez hay más personas que cuestionan el capitalismo y el sistema político que lo propicia: brexit, Trump, chalecos amarillos, Le Pen. Vemos que las (endebles) certezas sobre las que se asentaba nuestra vida se desmoronan una a una, como víctimas de un efecto dominó. El mundo, ajeno a nuestras esperanzas, es sustancialmente el mismo que antes o acaso un poco peor. Los gobernantes siguen declarando guerras, los niños todavía mueren de hambre, los adultos se suicidan cada vez más a menudo. No hay un fin de la historia, qué va; el drama humano continúa. El edén de Fukuyama era tan solo un espejismo. La realidad es el páramo, el erial, el desierto.
No obstante, constatado el mal, uno debe sortear dos tentaciones. La primera es el regodeo: refocilar en la ponzoña, sumarse a los coros elegíacos, predicar por doquier lo mal que están las cosas, mostrar la oscuridad sin hacer siquiera el ademán de iluminarla. La segunda, quizá más peligrosa que esta, es el cinismo: resignarse al mal, aceptar el sinsentido y tolerarlo, encogerse de hombros y disfrutar en la medida de lo posible de una realidad que se sabe absurda.
Dice Gabriel Marcel en Homo Viator que «cuanto menos se experimenta la vida como cautividad, menos será capaz el alma de ver brillar esta luz velada, misteriosa, que está en el hogar mismo de la esperanza». Eso debería consolarnos. Por paradójico que parezca, la esperanza echa sus mejores raíces en las tierras más estériles. Pero ya no es solo que, como dice Marcel, percibamos la vida como cautividad; es que, habiéndonos esforzado por trocarla en bendición, habiendo tratado de arrancar el paraíso de la otra vida y de instalarlo aquí, en este mundo, hemos fracasado. ¿Acaso ahora, revelados baldíos nuestros afanes, reveladas contraproducentes nuestras conquistas, podemos mantener la esperanza?
Alguien podría responder que no, ni mucho menos: que no debemos esperar nada porque, hagamos lo que hagamos, todo seguirá igual. Yo, en cambio, tomándome muy en serio a Marcel, diré que sí, naturalmente. El naufragio de las ideologías, que prometieron lo que no han podido cumplir, y el colapso del progreso, que iba a traernos el edén y tan solo nos ha traído la distopía, nos brindan una oportunidad pintiparada para predicar una esperanza diferente, verdadera. Una esperanza que, como dice Hadjadj, es más vertical que horizontal. Una esperanza que no se funda en los esfuerzos humanos, sino en la caridad divina. Una esperanza que recela de la técnica y sus prodigios y se entrega a la gracia. Una esperanza, supongo, similar a la del Sábado Santo, cuando todo era absurdo y vacío y nada; cuando el hombre ya había demostrado de qué era capaz —¡de matar al mismísimo Dios!— y solo quedaba rezar por que lo milagroso irrumpiese en la historia para salvarla.
JULIO LLORENTE
Periodista y cofundador de Ediciones Monóculo.