Que alguien los pare. Van por ahí con patinetes eléctricos, termos de café, desayunos de aguacate, ¡y trajes con zapatillas! Te miran con ojos pícaros a la hora del descanso y en esos minutos para el cigarro aspiran el aire de la mañana y dicen: «¡Los 30 son los nuevos 20!». ¡Y se van! Y ahí te quedas tú, con cara de no saber si el mundo se ha vuelto loco o si el loco eres tú.
Cuando Jesús murió, con 33 años según las crónicas, era un hombre ya maduro, digno de ser escuchado por otros. En la Primera Guerra Mundial, los que fueron al frente cumplían los 18 años. 27 fue la edad media de los soldados de la Segunda Guerra Mundial. 19 años era la media de los combatientes en Vietnam. Con 30 años, querido, querida, ya no eres un joven. Eres un adulto perfectamente funcional. No es que no entienda que los ritmos vitales son, en 2023, distintos a 1970. Pero no tiene ningún sentido vivir pensando que el tiempo no pasa. Lo hace para todos: los perros viven 14 años de media, las tortugas 70 y los seres humanos, en España, 82. Teniendo esos datos presentes, la percepción cambia. Asumir que los 30 son los nuevos 20 es creer que la juventud se alarga más de lo deseable. Eliminamos de los 20 la posibilidad y la exigencia que tiene esa década gloriosa: plantearse el mundo, tomar decisiones, dar pasos definitivos que van a configurar el futuro. Con 30 años, en términos generales y, a expensas de lo que la vida depara, uno ya debería tener más o menos claro qué hacer con su existencia.
Y aquí hay culpables o, al menos, responsables. Por un lado, una sociedad que lleva a los jóvenes de la mano con su discurso de infantilización: si te equivocas no pasa nada. Tienes tiempo. Equivocarse tampoco es óbice para amargarse y deprimirse. Ni siquiera definitivo, seguramente. Pero ni mucho menos es intrascendente. Cada decisión tiene sus consecuencias y evitar que la gente las sufra es un error que solo lleva al fracaso existencial.
Por otro lado, los jóvenes también son (¿somos?) culpables y responsables. Al pasar años al calor de las universidades y demás estancias académicas, pensamos que la vida se puede posponer hasta el límite de lo biológico. Pero no, los 30 no son los nuevos 20. ¿Por qué íbamos a querer ser jóvenes eternamente? Como dice Diego Garrocho: «No sé por qué se exalta la posibilidad de tener una segunda juventud. Lo formidable sería tener una segunda infancia».
PABLO MARTÍN IBÁÑEZ
Periodista