A punto de cumplir 89 años, acaba de morir Francisco José Ayala, uno de los grandes biólogos evolucionistas. Tuve la fortuna de conocerle y tratarle a él y su esposa, Hana, una mujer de gran visión y finura, a lo largo de mis años de rector de Comillas: a Ayala le hicimos doctor honoris causa por nuestra universidad y pusimos los nombres del matrimonio Ayala a una muy activa Cátedra de Ciencia, Tecnología y Religión excelentemente dirigida por el profesor José Manuel Caamaño.
El New York Times llamó a Ayala «hombre renacentista de la evolución». Fue un certero modo de presentarle como humanista sin quitarle nada de su valor como científico consagrado al estudio de la evolución humana. Sus sólidas raíces filosófico-teológicas le dieron la nutriente de un humanismo que le sirvió de antídoto para superar cualquier visión parcial y reductiva del ser humano. Esas bases las recibió en Salamanca, cuando se formó como joven dominico en filosofía y teología, y le acompañaron cuando, tras dejar la orden de santo Domingo, en EE. UU. se dedicó a investigar con protozoos parásitos, cuando hizo sus aportaciones a la teoría sintética de la evolución o al reloj molecular; también cuando jugó un papel destacado en la Academia de las Ciencias norteamericana o asesorando científicamente al presidente Clinton.
Un colega de Ayala, Stephen Gould, fue invitado a Roma por la Academia Pontificia de las Ciencias y allí conoció la noción de esa función y autoridad de enseñar lo que la Iglesia denomina magisterio. Le impactó el concepto y vino a proponer un modelo de relación entre ciencia y religión denominado magisterios que no se solapan (Non-Overlapping Magisteria, en su acróstico NOMA), según el cual los conocimientos de la ciencia y la religión están en planos o niveles diferentes y no abarcan todo el conocimiento posible. El magisterio de la ciencia cubre la esfera de lo empírico; se pregunta, por ejemplo, de qué está formado el universo y por qué funciona de determinada manera. El de la religión se interroga por el sentido último de la existencia o la moral. Dos magisterios (Gould), dos visiones del mundo (Udías), dos ventanas abiertas a la misma realidad (Ayala) aparecen como metáforas para nombrar una compleja relación en la que puede haber encuentro, diálogo y comunicación.
Estas actitudes fundamentales son incluso más necesarias ante los tremendos desafíos a los que nos enfrentamos. Es totalmente insuficiente una visión fragmentaria del mundo; hacen falta experiencias capaces de integrar perspectivas, itinerarios y cosmovisiones. Las distintas disciplinas —también la teología y la filosofía— son convocadas a enriquecerse mutuamente y a estimularse recíprocamente para hacer bien lo que cada cual debe hacer y para buscar conjuntamente una visión plural de la complejidad que nos permita ir respondiendo a lo que somos y hacia dónde vamos, sin perder el rumbo moral.
Eso sí, la Iglesia no le propone a la ciencia que se haga religión ni a la religión que se haga ciencia; ni la necesidad humana de buscar el sentido último avala, por ejemplo, que se manipulen las verdades de fe o los textos sagrados para convertirlos en libros de astronomía, geología o biología. Juan Pablo II dijo ante la Academia Pontificia de las Ciencias: «La Biblia nos habla del origen y naturaleza del universo, no para proveernos de un tratado científico, sino para establecer las relaciones correctas del hombre con Dios y con el universo. Las Sagradas Escrituras simplemente declaran que el mundo fue creado por Dios y con el propósito de enseñar tal verdad el autor sagrado se expresa con términos de la cosmología de su época. […] Cualquier otra enseñanza sobre el origen y la naturaleza del universo es ajena a la intención de la Biblia, la cual no desea enseñar cómo se creó el cielo sino cómo se puede llegar a él».
Pero no hay que olvidar la otra vertiente del asunto, a saber, la nefasta exclusión de la validez de todo conocimiento que no venga de las ciencias empíricas o la extrapolación de los resultados de las investigaciones de esas ciencias como explicación última de la realidad, saltando ilegítimamente las fronteras del conocimiento. Así lo explican algunas de las muchas palabras del profesor Ayala sobre esa cuestión: «Si el compromiso de la ciencia con el naturalismo no le permite derivar valores, significados o propósitos desde el conocimiento científico, tampoco le permite negar su existencia». Desde esa firme convicción, siempre combatió los fundamentalismos, sean religiosos (creacionismos), sean científicos (cientifismos y el denominado ateísmo científico). Unos y otros, en el fondo, caen en el mismo error de confundir los respectivos ámbitos y epistemologías, operando con un concepto reduccionista de verdad. También nos ayudó a ver que, si los interrogantes de dónde venimos y a dónde vamos —los que afrontan la religión y la filosofía—, no encuentran lugar en el espacio de la razón, se acaban desplazando al terreno de lo subjetivo o de lo sectario, volviéndose dañinos, porque se pueden corromper y porque se le priva a la sabiduría humana de su aportación.
Frente a esos desplazamientos, trampolín para saltar al nihilismo, estamos llamados a provocar la cuestión por la verdad en sentido pleno y a redescubrir constantemente la amplitud de la razón y la necesidad del diálogo interdisciplinar, toda vez que las ciencias proporcionan verdades imprescindibles que interpretan el mundo en sus áreas de conocimiento, pero parciales, pues ninguna de ellas nos entrega el último sentido de la realidad que ansiamos conocer.
El profesor Ayala fue un gran creador de puentes para el encuentro de la ciencia y la fe. Aquí, con mi homenaje, va un sentido agradecimiento a Dios por su vida y su obra. Descanse en paz.
JULIO LUIS MARTÍNEZ
Universidad Pontificia de Comillas