Dice la filósofa Victoria Camps en El gobierno de las emociones que una persona ilustrada, madura y que piensa por sí misma tiene que aprender a dominar sus emociones para no dejarse llevar por los extremos. Alerta en su libro de los riesgos que el desequilibrio entre razón y emoción generan a la hora de tomar decisiones, también en política.
Pero lo cierto es que la historia de las campañas electorales ha estado plagada de episodios en los que la pasión, la ilusión o el miedo han resultado decisivos para movilizar el voto. Los políticos en liza lo saben y, desde aquellas primeras campañas premodernas a mediados del siglo XIX hasta las más recientes, el elemento emocional ha sido decisivo y se ha activado a través de diversos instrumentos: el contacto directo, primero; la prensa, la radio y la televisión, después; y en esta era digital, a través de las redes sociales e internet. Un medio que potencia no solo la intensidad emocional, sino también la segmentación de las audiencias, convirtiendo el voto en un ejercicio de confianza a un líder que puede decir una cosa y la contraria en función del cálculo o las alianzas electorales, sin ser penalizado apenas por sus seguidores.
La televisión y el recurso a publicitarios e, incluso, cineastas para la comunicación política generalizó el uso de la imagen y la apelación emocional en las campañas electorales. Lo hicieron los republicanos en 1952 para su Eisenhower answers America, con el fichaje del publicista Rooser Reeves, que les proporcionó una holgada victoria. Aunque, sin duda, la campaña que marcó un antes y un después en el futuro del marketing político fue la realizada por Johnson en 1964. Aprovechando la psicosis que existía sobre la posibilidad de una guerra nuclear, la cadena NBC emitió el que se ha considerado el vídeo electoral más impactante de todos los tiempos: una niña deshojando una margarita mientras se daba la cuenta atrás a una exposición nuclear, con la voz de Johnson alertando del riesgo de votar a su candidato rival, a favor de los ensayos nucleares. Los sentimientos más primarios entraron en juego y EE. UU. votó a quien agitaba la bandera del miedo.
Tanto el entusiasmo como el miedo son emociones que llevan a la movilización social y a la participación política. Lo primero movilizó a los españoles a votar en masa en los primeros años de democracia; lo segundo aupó a Donald Trump en un país sumido en una profunda crisis. El problema surge cuando la construcción de ese relato emocional se sirve de la mentira y la manipulación, recurriendo a la ingeniería de datos para hacerse viral sin filtros ni controles. O, parte, como dicen muchos teóricos, de una muerte de las ideas.
El profesor surcoreano Byung-Chul Han augura, en este sentido, el fin de la democracia, motivada por la mutación de la esfera pública al mundo digital. En su último libro, Infocracia, asegura que la política social y partidaria han muerto, dando origen a lo que él llama el «dataísmo» político. O, lo que es lo mismo, que el dato ha suplantado al discurso: «En las campañas electorales entendidas como guerras de información, no son ya los mejores argumentos los que prevalecen, sino los algoritmos más inteligentes. En esta guerra de información (infocracia), no hay lugar para el discurso».
Entiende el autor que, en el antiguo concepto de democracia se «presuponía un discurso de la verdad. Sin embargo, la infocracia puede prescindir de ella» y son los datos generados digitalmente los que tienen la última palabra a la hora de tomar nuestras decisiones, como ocurrió en el Brexit y en las elecciones americanas del año 2016. En ambos casos, la obtención ilegal de datos de usuarios de Facebook fue decisiva para interferir en los procesos de sufragio.
Como en el juego emocional, la política sabe de la importancia de la creación de una buena estrategia en redes, que permite, además, vivir en campaña permanente: un encuentro aparentemente casual con unos jubilados jugando a la petanca, una foto supuestamente robada en una barriada marginal o un amago de ordeñar una vaca. No importa el qué, sino el cómo. Y en ese cómo tiene mucho que decir lo que el algoritmo sabe de nosotros.
Aunque sin comunicación emocional y afectiva, la política ni convence ni conmueve, esta debe hacerse desde el necesario equilibrio entre razón y pasión. Pero también desde un sólido fundamento moral, tanto para el que quiere convencer e ilusionar como para el que tiene el deber de votar, desde la madurez y el criterio. En su encíclica Fratelli tutti, el Papa Francisco insta a «aprender a desenmascarar las diversas formas en las cuales la verdad es manipulada, distorsionada y oculta en el discurso público y privado». La ejemplaridad de la política y nuestra responsabilidad serán claves para que la infocracia no acabe con la democracia.
SANDRA VÁREZ
Dircom de la Fundación Pablo VI.