Si queremos identificar algunas líneas maestras del pontificado del Papa Francisco, una de ellas es, sin duda, la de su lucha contra el clericalismo. Desde 2013 hasta el día de hoy, el Pontífice ha descrito repetidamente el clericalismo en varios términos, llegando a hablar de él como «una verdadera perversión en la Iglesia». Lo hizo así en el diálogo con los jesuitas de Mozambique y Madagascar el 5 de septiembre de 2019.
Fueron palabras particularmente duras, pero en perfecta continuidad con lo que ha sido una verdadera «enseñanza sobre el clericalismo» durante los diez años de su pontificado. Tanto es así que, en 2020, el historiador de las religiones Daniele Menozzi había contado 55 menciones de la palabra clericalismo en los distintos discursos del Papa Francisco en los primeros siete años de su pontificado, mientras que Benedicto XVI había mencionado el término solo una vez durante el tiempo que duró su papado.
La clave, para el Papa Francisco, es esta: el clericalismo no es algo externo a la Iglesia, sino que procede esencialmente de dentro de la misma, hasta el punto de corromper su naturaleza profunda. Y, de hecho, esta cuestión está íntimamente ligada a otros dos conceptos clave del pontificado: el de la corrupción —entendida a la manera ignaciana— o el pecado que se estructura y que no conduce a la petición de perdón, y el de la autorreferencialidad, riesgo siempre presente en los discursos del Pontífice, que, en cambio, llama a una verdadera Iglesia en salida.
Es una visión, la del Francisco, que explica también el diagnóstico y el posterior tratamiento que ha hecho de la situación de la Iglesia. A partir de aquí hay toda una serie de decisiones que pueden —y deben— leerse bajo esta luz.
Lo opuesto al clericalismo es el espíritu misionero. Una Iglesia misionera es una Iglesia que no está atada a las estructuras de poder, sino que está cerca del pueblo, comprende sus problemas y evita esa otra dificultad ligada al clericalismo que es la rigidez, y, en particular, la llamada esclerocardia —la cerrazón del corazón—. De ahí, quizás, vino una reforma marginal pero ciertamente sustancial en el Papa, que fue la decisión de incluir un año obligatorio de participación en una misión en el currículo de los futuros diplomáticos de la Santa Sede en la Academia Eclesiástica. Es como el servicio militar obligatorio, pero de signo contrario, con el que el Papa quiere invitar a sus posibles futuros embajadores a conocer realmente el mundo antes de hablar.
Lo opuesto al clericalismo es el servicio. Si el clericalismo es malo para la Iglesia porque está ligado al poder, entonces hay que romper con ese poder. Por tanto, la reciente reforma de la Curia busca poner fin a la noción de que la autoridad se deriva de la ordenación episcopal. La autoridad deriva de la misión canónica conferida por el Papa, y por eso los jefes de los dicasterios vaticanos también pueden ser laicos. No solo eso: todos los altos cargos de la Curia no pueden ejercer en este puesto durante más de dos mandatos de diez años.
A esto se suma la apertura de un discurso sobre el diaconado femenino, muy solicitado —aunque de alguna manera ya definido también desde encuentros anteriores—, y la apertura a tener más mujeres en puestos de mando en el Vaticano.
Para Francisco, la mundanalidad también proviene de asociar un oficio pastoral con una importancia secular. Así, el Papa, desde el mismo comienzo de su pontificado, comenzó a romper parte de esta lógica al asignar el acto cardenalicio a muchos obispos sin cargos importantes, a menudo evitando casi deliberadamente otorgar los birretes rojos a obispos y arzobispos de diócesis regentadas tradicionalmente por cardenales.
En definitiva, el Papa está poniendo remedio al problema rompiendo círculos de poder, superando los hábitos del «siempre se ha hecho así» y creando nuevas dinámicas.
Es su manera de actuar, que a veces ha resultado divisiva, y eso hay que reconocerlo. Es una forma, sin embargo, que también puede tener contraindicaciones. La trampa es siempre la de la narrativa negativa contra la Iglesia. La meta, sin embargo, es la de una Iglesia menos mundana, más misionera. ¿Cuál de los dos polos prevalecerá?
ANDREA GAGLIARDUCCI
Vaticanista