Cuando a alguien le desagrada una institución humana, cuando quiere sustituirla por otra o simplemente por el caos, dice que es «cultural». Ocurre con la monogamia, por ejemplo: sus detractores, los defensores de esa forma de libertinaje llamada poliamor, alegan que es cultural, ¡un constructo!, y que por tanto puede y quizá deba cambiarse. También con las drogas: a juicio de algunas personas, las reticencias hacia ellas serían estrictamente culturales y, en consecuencia, reversibles.
Ellos argumentan contra la cultura y yo he de darles la razón en una cosa y quitársela a continuación en todo lo demás. Tanto la monogamia como el rechazo de las drogas son fenómenos culturales, cierto, pero eso significa más bien poco. Decir que la monogamia es cultural tiene el mismo mérito que afirmar la elasticidad de una goma elástica. Es una aseveración obvia, rajoyesca, cercana a lo tautológico. Casi todo lo que hace el hombre es cultural; su naturaleza, de hecho, se despliega culturalmente. Incluso lo que le hermana con los animales, incluso esas bajezas como comer y reproducirse que hieren su vanidad y le recuerdan que tiene más de bestia que de ángel, las eleva él hasta hacerlas culturales. Para el hombre, comer no es una operación estrictamente biológica, sino ante todo civilizatoria. No come solo para llenar el buche; come para celebrar la vida y estrechar sus vínculos. ¿Qué sentido tendría, si no, sentarse a la mesa, bendecir los alimentos? Si el fin fuese puramente gastrointestinal, ¿no le convendría acaso emular a los perros y engullir como ellos, con idéntica eficiencia?
Tras la idea de que todo lo cultural puede modificarse a capricho, la idea de que podemos reemplazarlo y recuperarlo para después volver a reemplazarlo como demiurgos, subyacen dos errores que a menudo soslayamos. El primero es el biologismo. Según él, la naturaleza humana sería tan solo un cúmulo de impulsos biológicos y, en consecuencia, diferiría de la animal más cuantitativa que cualitativamente. Lo natural equivaldría a lo biológico, a lo instintivo, a lo que nos brota. La monogamia y la castidad serían constructos culturales porque el cuerpo nos pide, ¡nos exige!, un desenfreno amoroso que la poligamia sí satisfaría.
El segundo error es la oposición entre naturaleza y cultura. Dicen que la monogamia es cultural como si eso bastase para demostrar que no es natural. Presentan la relación entre cultura y naturaleza como la de dos fuerzas que pugnan entre sí y se disputan una hegemonía. A su juicio, lo cultural silenciaría, eclipsaría, reprimiría lo natural. La cultura prosperaría a costa de la naturaleza y la naturaleza se realizaría a condición de que no existiese la cultura.
En su ensayo Puesto que todo está en vías de destrucción, el filósofo Fabrice Hadjadj refuta ambos errores: «La cultura es una actividad que parte de algo dado, y de algo dado que no es solamente lo dado en un material, sino de una forma que ya está en formación, de un dinamismo del que esa misma cultura se convierte en auxiliar y, por decir así, en tutora. La cultura presupone una naturaleza […]. Debe ser entendida como el hecho singular para el hombre de tener que cuidar de su propia naturaleza, de llegar a ser lo que es, de manera inventiva, a partir de lo dado inicial, esencial, que es carne y espíritu a la vez, no elegido por él mismo, sino ofrecido por un Donante desaparecido que quiere su bien y lo lanza a una aventura que sobrepasa sus planes».
Los humanos no realizamos nuestra naturaleza espontáneamente, como las plantas y las bestias, sino libremente. Todo animal llega a ser un buen animal; el hombre, en cambio, puede tropezar o extraviarse. Llamamos cultura precisamente a su esfuerzo por llegar a ser lo que es. No acalla la naturaleza; la escucha. No la destruye; la potencia. Acompaña su despliegue como el agricultor acompaña el crecimiento de la hortaliza.
No habría que preguntarse, creo, si la monogamia es cultural; habría que preguntarse si, siendo cultural, violenta la naturaleza o la realiza. Preguntarse si nuestras entrañas nos piden una multitud de relaciones superficiales, como predican los defensores del poliamor, o un puñado de relaciones duraderas, como predican los del matrimonio. Si nuestra humanidad se realiza en la búsqueda compulsiva del placer o en la entrega plena del cuerpo y del alma. Si cumplimos nuestra vocación, la de ser hombres dignos, seduciendo por doquier como Juan Tenorio o profesando un amor más poderoso que el pecado y que la muerte, como los santos.
JULIO LLORENTE
Periodista y cofundador de Ediciones Monóculo