El 13 de enero de 1898 el escritor francés Emile Zola publicó en el diario L’Aurore el artículo «Yo acuso» en defensa del militar francés Alfred Dreyfus, injustamente condenado en 1894 a cadena perpetua por espionaje y alta traición. Este acontecimiento provocó la escisión de la opinión pública francesa a favor y en contra de las instituciones de este país. El malestar que venía manifestándose solapadamente desde hacía años, encontró una excusa perfecta en el caso de este militar de origen judio.
Demostrada su inocencia y desvelado el verdadero culpable en la persona del coronel Ferdinand W. Esterhazy, aún así una parte de la sociedad pensó que había que preservar el honor del ejército frente al de un caso particular. El artículo de Zola en el periódico inició un debate que se prolonga hasta hoy mismo.
El término intelectual comenzó a utilizarse entonces para designar a escritores, periodistas, artistas, profesores, etc., que mantenían opiniones diversas sobre el caso. Junto a Zola (quien atrajo sobre su persona las iras de la prensa clerical, nacionalista y antisemita) se alinearon Mallarmée, Verlaine, Gide, Durkheim o Marcel Proust. Maurice Barrés y Charles Maurras aglutinaban en torno a sus personas a la derecha ilustrada, que utilizaba el término intelectual con un significado peyorativo, identificándolo con dreyfusiano. Fue esta derecha la que impulsó en Francia un nuevo nacionalismo que adquirió una fuerza hasta entonces desconocida.
El caso Dreyfus se había politizado cuando los socialistas, con Jaurès al frente, decidieron apoyar al militar condenado. Mientras la izquierda defendía la inocencia de Dreyfus apelando a los valores de la verdad y la justicia, la derecha mantenía que había que preservar la dignidad y el honor del ejército frente a quienes llamaba «los aristócratas del pensamiento». Sobre la base del antidreyfusismo, Maurrás, xenófobo, centralista, reaccionario y antisemita, partidario de la restauración monárquica en Francia, fundó el partido Acción Francesa (AF), desde cuyo órgano de expresión, la revista L’Action Française, alimentaba ardientemente la cultura del guerracivilismo.
Las revistas se convirtieron en portavoces de las diferentes posiciones ideológicas de la sociedad francesa y dieron lugar a uno de los intercambios más enriquecedores en la cultura y la política del momento. Estas publicaciones cubrían todo el espectro ideológico, desde la extrema izquierda de L’Independence de Georges Sorel, hasta el fascismo de Esprit y Ordre Nouveau.
La izquierda socialista tenía en las páginas de Cahiers (fundada por Charles Péguy, un librero socialista cuyo establecimiento se convirtió en cuartel general de los dreyfusistas) su órgano de expresión. Diferencias entre Jaurès y Péguy sobre la deriva del socialismo oficial provocaron una primera ruptura dentro del dreyfusismo: Péguy continuó dirigiendo Cahiers desde una línea rebelde y anarquizante mientras Jaurès fundaba L’Humanité.
La Nouvelle Revue Française (NRF), la revista literaria más célebre de Francia, a la que aportaban su firma escritores como Paul Claudel, Paul Valéry y Jean Giradoux, reivindicaba la autonomía de la literatura con respecto a todo tipo de consideraciones políticas, morales y religiosas.
Porque también la religión jugó su papel en el caso cuando se produjo la división entre los protestantes, que decidieron apoyar a Dreyfus, y la burguesía católica, que mantenía las acusaciones. Cuando la Tercera República decidió iniciar la laicización de la Universidad, Barrés consideró esta iniciativa como la más importante agresión contra la religión.
La movilización de los intelectuales en la Francia del siglo veinte es el espejo en el que durante muchos años se han reflejado los movimientos de la cultura y el pensamiento universales. En Francia nacieron algunas de las ideas que movieron el mundo del pasado siglo e influyeron en la evolución de las sociedades contemporáneas. Desde el caso Dreyfus hasta la guerra en Yugoslavia, los intelectuales jugaron un importante papel en las decisiones que mueven el mundo.
Hacia la gran guerra
El caso Dreyfus puso de manifiesto un debate que estaba latente desde la Revolución Francesa y que iba a ser un precedente de los enfrentamientos sangrientos del siglo veinte. Mientras la derecha culpaba de la situación a las influencias de Kant, la izquierda lo hacía al pensamiento de Schopenhauer. Sólo una minoría, encabezada por Romain Rolland, se atrevía a proclamar los ideales del pacifismo desde los principios de Gandhi y Rabindranath Tagore. El asesinato de Jaurès por un nacionalista en 1914 sería uno de los últimos avisos de lo que se avecinaba: la primera guerra mundial.
La Gran Guerra fue el instrumento que aprovechó Maurras para reforzar y radicalizar a la derecha francesa. Como reacción, muchos vieron la salvación en la revolución bolchevique. Una de las consecuencias de la atracción de los intelectuales por el comunismo fue el nacimiento en esos años de la revista Clarté, la primera expresión intelectual del comunismo francés, dirigida por Barbuse y Raymond Lefebvre, y el control de L’Humanité por el Partido Comunista Francés.
El periodo de entreguerras
Después de la Gran Guerra la cultura y el pensamiento conocieron años de esplendor. El dadaísmo y el surrealismo, con Tristán Tzara y André Bretón a la cabeza, promovieron una revolución en las artes y las letras. Su revista Litterature encumbró a Picabia, Max Ernst, Hans Arp y Marcel Duchamp.
Hasta su final en 1922, la cohabitación entre el surrealismo y el dadaísmo proporcionó importantes avances al mundo del arte y la cultura. Los surrealistas iniciaron entonces un acercamiento a la URSS y a los logros de la revolución bolchevique, a pesar de la desconfianza de los rusos hacia los experimentos de Breton. El idilio no duró mucho tiempo. Los comunistas y los surrealistas escenificaron su separación durante el Congreso de escritores de 1935.
En 1927 Julien Benda había publicado La traición de los intelectuales, un libro que iba a hacer temblar las estructuras del pensamiento francés y en el que advertía para el futuro matanzas que la historia jamás habría contemplado. Culpaba de ello a los intelectuales «de salón», que se ponían al servicio de las pasiones de la raza (antisemitismo, xenofobia), de las clases sociales (el burguesismo, el marxismo), o nacionales (nacionalismo, militarismo). Denunciaba a la inteligencia que daba justificaciones eruditas y literarias al desencadenamiento de pasiones particulares y anunciaba la conversión en regímenes totalitarios de aquellas sociedades que anulasen todo poder espiritual independiente.
Hacia la segunda guerra mundial
La crisis de Etiopía puso a prueba la política del momento en 1935. Ese año Mussolini decidió invadir ese país africano que Italia ambicionaba desde una fracasada intervención en 1896. El miedo de las potencias europeas a perder un aliado ante la Alemania de Hitler permitió que la invasión se consumase. Desde el caso Dreyfus los intelectuales no se habían mostrado más enfrentados ante esta decisión de la Italia fascista. Mientras la izquierda estaba contra Mussolini la derecha apoyaba la decisión del líder italiano. Había sólo una diferencia: los intelectuales católicos se alinearon ahora con la izquierda contra Mussolini.
El paso dado por Drieu La Rochelle, un intelectual de cierto prestigio, hacia el fascismo, trastocó algunos principios de la intelectualidad política. La Rochelle encontró en Doriot, un antiguo dirigente comunista que acababa de fundar el PPF, la figura política que buscaba para encarnar la nueva ideología.
Algunos intelectuales de izquierda reaccionaron fundando frentes de defensa y comités de vigilancia antifascistas, mientras la política se aglutinaba en frentes populares. Su órgano era la revista Vendredi, en la que colaboraban Stefan Zweig, André Malraux, Paul Nizan y Marguerite Yourcenar, entre otros.
La guerra civil española acusó una nueva escisión entre quienes apoyaban la intervención y los no intervencionistas. André Malraux organizó una escuadrilla para defender a la República española, convirtiéndose en la encarnación del mito del intelectual comprometido al servicio del antifascismo. En el otro bando, Maurras se manifestó contra la intervención y llegó a visitar a Franco en su cuartel general de Burgos (tras la victoria sería elegido miembro de la Real Academia Española).
A la muerte de Barrès, que se había convertido en la figura más destacada de la intelectualidad francesa, el protagonismo pasó a André Gide, encargado de la dirección de la Nouvelle Revue Française (NRF), a cuyas páginas atrajo a Marcel Proust, Jules Romains, Paul Valéry, Jean Cocteau, André Breton… y a la que hizo conocer sus mayores horas de gloria.
Las raíces católicas de Gide terminaron conduciéndole al bolchevismo. En su diario escribiría: lo que me lleva al comunismo no es Marx, sino el Evangelio (poco antes Barbuse había sugerido en su novela Jesús una identificación entre cristianismo y comunismo). La declarada homosexualidad de Gide le valió ser denostado por unos y elogiado por quienes valoraban su osadía al decir una verdad poco aceptada por la sociedad francesa.
El papa Pio XI no tardó en incluir la NRF en el índice de obras prohibidas, para aflicción de sus lectores católicos. El escritor George Bernanos acudió desde su exilio en ayuda de la publicación, poniendo su prestigiosa firma de intelectual católico al servicio de la revista, pero la prohibición no se iba a levantar hasta 1939, en vísperas de una nueva guerra.
El Congreso de escritores de 1935, que enfrentó a Breton y al ruso Ilia Ehrenburg y decidió la separación entre comunistas y surrealistas, planteó a Gide sus primeras dudas ante el comunismo. Malraux salió de este congreso como el nuevo modelo de intelectual comprometido, tanto por su obra como por sus acciones militantes.
En 1936, después de un viaje a la Unión Soviética, André Gide inició definitivamente su desmarque del comunismo al comprobar ‘in situ’ las miserias del régimen: En el fondo, el comunismo no existe allí; sólo existe Stalin, escribió en su Diario. En su libro Regreso de la URSS elogiaba muchos logros del régimen pero tomaba conciencia de que allí se había establecido una sociedad totalitaria. Para unos, Gide se convirtió desde entonces en el símbolo del traidor, del enemigo de clase. Para otros, encarnaba el coraje del intelectual que se niega a someter el imperativo de la verdad a los intereses y el espíritu del partido.
Gide representa la teoría que desde siempre defendió el intelectual Julien Benda: la verdad, siempre, cueste lo que cueste. Su trayectoria es paralela a la de George Bernanos, quien desde una posición intelectual fascista (cuando vivía en Mallorca era partidario de la Falange de José Antonio), la contemplación de los excesos de la represión nacionalista durante los primeros días de la guerra española le asqueó de tal manera que decidió denunciarlos. También Mauriac, en principio favorable a los nacionales de Franco, se distanció de ellos cuando se dio cuenta de la pretensión de los generales de llevar a cabo una cruzada.
La segunda guerra mundial
Como reacción a la revolución bolchevique, en Europa habían comenzado a surgir regímenes claramente alineados con ideologías totalitarias: Mussolini en Italia, Pilsudski en Polonia, Primo de Rivera en España, Hitler en Alemania… todos ellos acogidos con simpatía por Acción Francesa. Durante la crisis de los Sudetes, cuando las democracias capitularon ante Hitler en los acuerdos de Munich, los intelectuales estaban más divididos que nunca entre pacifistas y antipacifistas. El pacto germano-soviético para repartirse Polonia entre Rusia y Alemania dividió a los intelectuales próximos al comunismo. Cuando Hitler decidió invadir Polonia y Checoslovaquia, finalmente Francia e Inglaterra decidieron declararle la guerra
En Francia habían proliferado las revistas de ideología ultra, la más destacada de las cuales era la titulada Je Suis Partout, donde publicaban escritores como Celine, Robert Brasillach y Drieu La Rochelle. Este sustrato ideológico, reforzado por publicaciones como AF, su pilar en el mundo mediático, fue muy útil al mariscal Pétain cuando tomó el poder. Maurras se identificó muy pronto con Pétain y contra De Gaulle, los comunistas, los judíos y los católicos liberales.
El régimen de Vichy nombró a Drieu La Rochelle director de la NRF, que se puso a su frente después de tanto haber vilipendiado a esta revista. Sustituía a Jean Paulhan, detenido y encarcelado por colaborar con la Resistencia. Frente al régimen de Vichy se produjo la reacción de otros intelectuales, tanto en la derecha como en la izquierda, como Aragón y Éluard (que se reconciliaron para enfrentarse al nuevo poder) y Malraux, Raymond Aron y Mounier. La censura del régimen de Vichy perseguía y encarcelaba a los intelectuales opositores (Mounier) y cerraba sus revistas (Esprit) mientras los ocupantes llevaban a cabo una férrea censura en todas las publicaciones. La oposición a Vichy editó Lettres Françaises y publicó clandestinamente libros de intelectuales que firmaban con seudónimo.
Al finalizar la guerra se publicaron listas de escritores calificados de indeseables por colaboracionistas. Desde Le Figaro, Mauriac predicaba la moderación y pedía la conmutación de la pena de muerte a Brasillach, que no consiguió (Maurras, también condenado a muerte, evitó la pena capital), mientras Albert Camus exigía justicia desde las páginas de Combat.
El siglo de Sartre
Uno de los pocos intelectuales que defendieron las decisiones de Gide fue Jean-Paul Sartre: tuvo el valor de alinearse al lado de la Unión Soviética cuando era peligroso hacerlo y el valor, mayor aún, de cambiar de opinión en público cuando estimó, con razón o sin ella, que se había equivocado, llegó a decir de Gide.
Lo que Gide había significado hasta entonces en Francia, como guía de la intelectualidad, pasó a partir de entonces a Sartre, quien durante la resistencia había fundado el grupo Socialismo y Libertad. Los comunistas siempre sospecharon de su pureza ideológica, por haber sido amigo del «traidor» Paul Nizan. Mantuvo una sólida amistad con Albert Camus, de quien le separaron diferencias ideológicas (mientras Sartre se acercaba al comunismo, Camus era partidario de una socialdemocracia a la sueca o de un laborismo adaptado a Francia). Su primera revista de impacto fue Temps Modernes, con la que obtuvo un extraordinario renombre. Junto a su pareja Simone de Beauvoir (quien puso los cimientos del feminismo militante) fascinó durante mucho tiempo a sus contemporáneos.
Después de la guerra salió a flote otro de los grandes conflictos franceses, el del enfrentamiento entre laicos y cristianos, representados por el mundo católico y la esfera de influencias comunistas. El miedo y los dramas provocados por la guerra habían devuelto a los creyentes a los lugares de culto, un movimiento reforzado por fenómenos como el nacimiento de los «curas obreros».
Por su parte, el prestigio de la Unión Soviética y el elevado número de víctimas durante la guerra habían colaborado a la expansión del Partido Comunista Francés, que intentó apropiarse del patrimonio cultural. También quería neutralizar a Sartre, el filósofo más influyente del momento, a quien calificaba de «hiena mecanógrafa» y «chacal con estilográfica».
En Lettres Françaises el escritor comunista Roger Garaudy criticaba el existencialismo sartreano como una filosofía desconectada de la realidad, y en la misma revista Marie Louise Barron escribía que El segundo sexo, la obra de Beauvoir, haría reír mucho a las obreras de Billancourt. Lo que criticaban en Sartre era la búsqueda de una tercera vía, una Europa socialista que había que construir; una vía que era también la de Mounier y su revista Esprit, que defendía el acercamiento entre cristianos y comunistas.
El gran cisma
El comunismo fascinó a una gran parte de la intelectualidad francesa, una fascinación que duró para algunos más de sesenta años, mientras otros comenzaron a alejarse de su influencia cuando se conocieron los crímenes del estalinismo. Algunos de los que se quedaron en el partido se consolaban pensando que al menos estaban del lado de la clase obrera, un principio que fue denunciado por Raymond Aron en El opio de los intelectuales.
El gran cisma (la separación de los intelectuales de las líneas y la ortodoxia comunista) se había iniciado en 1947 durante el comienzo de la guerra fría, cuando la crítica de los comunistas al Plan Marshall, que denunciaron como un ardid maquiavélico para someter a Europa a los Estados Unidos, quiso aprovechar la tradición francesa de antiamericanismo. Los comunistas trataban también de que se identificase la publicidad americana con la propaganda nazi.
Otra brecha a través de la cual algunos lanzaron una ojeada lúcida sobre el comunismo fue el distanciamiento de Tito, en Yugoslavia, de los principios estalinistas de la URSS. El proceso al disidente soviético Kravchenko y los testimonios de El Campesino y Margaret Buber-Neumann sobre los campos de concentración rusos crearon un estado social que terminó en conmoción con la publicación de la obra de Alexander Solzenytsin Archipiélago Gulag.
Los nuevos conflictos: Corea, Argelia, Suez
La guerra de Corea crearía un nuevo escenario para la división ideológica de los intelectuales. Mientras los comunistas condenaban la intervención norteamericana (aquí nació el slogan USA Go Home), los neutralistas crearon L’Observateur, órgano de un socialismo intelectual y marxistizante. Un tercer grupo formado por liberales, demócratas y socialistas antiestalinistas exponían sus presupuestos desde Le Figaro, con Raymond Aron a la cabeza.
La guerra de Corea fue también la oportunidad de Sartre de unirse a la causa del partido comunista, en un momento en el que iba perdiendo su carga de fascinación, acusado de duro, sectario y estalinista. Fue el momento en el que el filósofo escribió su famosa frase «un anticomunista es un perro, no salgo de ahí y no saldré jamás». Pero poco iba a durar la boda de miel. El aplastamiento por los tanques soviéticos de la insurrección húngara de 1956 abrió de nuevo los ojos al hasta entonces aplicado compañero de viaje. Fue el mismo año en el que Jruschev denunció en el veinte Congreso del partido comunista los crímenes del estalinismo.
Pero en Francia sería la guerra de Argelia por su independencia lo que iba a provocar las mayores convulsiones y a resucitar antiguas vocaciones dreyfusistas. El conflicto provocó el regreso del general De Gaulle a la presidencia de Francia, con Malraux, ya alejado del comunismo, en su gobierno. La opinión pública francesa asumió las tesis del general por la independencia de Argelia, que terminó incluso apoyando la izquierda, pese a la posición de algunos intelectuales como Camus, a quien le parecía un manifestación más de un nuevo imperialismo árabe.
Después de la guerra, un nuevo semanario, L’Express, de Jean Jacques Servan-Schreiber, situado en la izquierda del espectro ideológico, aglutinó a una gran parte de la opinión intelectual francesa. Su articulista estrella era el Premio Nobel François Mauriac (quien alternaba sus crónicas con las de Camus), quien reunía en su persona al catolicismo progresista y a una izquierda laica, modernista y anticolonial.
Los años sesenta
El final de la guerra de Argelia coincide con el nacimiento de una nueva sociedad caracterizada por el consumo (cuya teoría Baudrillard se encargó de elaborar) y la expansión de la televisión como fenómeno mediático, mientras en el mundo cultural, fenómenos emergentes como el estructuralismo y el nouveau roman dejaban obsoleta la literatura comprometida. En el campo de la religión, la celebración del concilio Vaticano II abrió nuevas expectativas para el catolicismo progresista.
Le Nouvel Observateur sustituía a L’Express como referente de los intelectuales de izquierdas. El tercermundismo, centrado en los casos de Cuba, América latina y sobre todo Vietnam, iba a presidir las preocupaciones intelectuales del momento, mientras la URSS iba a ser sustituida por la China de Mao como objeto de fascinación. La exaltación de la revolución cultural china por Antonietta Macciocchi en su libro-reportaje De la Chine colaboró a crear una nueva tierra de promisión, que tenía a la revista Tel Quel como plataforma mediática.
En 1967 la Guerra de los seis Días situó el conflicto árabe-israelí en la primera página de los periódicos y las preocupaciones intelectuales. Aquí se enfrentaban dos causas muy queridas por los intelectuales de izquierdas: el tercermundismo y el apoyo a las antiguas víctimas del Holocausto, sin que nunca nadie (ni siquiera Sartre) tuviera muy claro quiénes eran las víctimas y quiénes los verdugos.
Mayo del 68
En esto estalla el Mayo del 68. Sartre se apunta al movimiento estudiantil: «Lo que está a punto de formarse es una nueva concepción de una sociedad basada en la plena democracia, una unión del socialismo y de la libertad», declararía a Le Monde. En el 68 el Partido Comunista perdió un poco más su presencia entre los jóvenes y los intelectuales. Incluso el poeta comunista Louis Aragón llegó a desmarcarse de las posturas del comité central de su partido después de una tempestuosa discusión con Daniel Cohn-Bendit.
Ese mismo año, el aplastamiento de la Primavera de Praga, de nuevo por los tanques rusos, asestó un nuevo golpe a la militancia comunista. Sartre tomó la dirección de la revista La Cause du People, el periódico de la maoísta Izquierda Proletaria, cuyos directores habían sido detenidos, y voceó por las calles de París, junto a Simone de Beauvoir, la venta (ilegal) de ejemplares.
Los años sesenta conocieron un cambio de mentalidad, actitud y comportamiento. La desaparición de la censura, la liberalización de las costumbres, la aplicación de nuevos modelos en la educación, etc. borraron antiguos prejuicios y derribaron tabúes seculares que después se extendieron por el mundo. Marcuse con El hombre unidimensional y Michel Foucault con Vigilar y castigar fueron los nuevos conductores de la nueva filosofía nacida del 68 y los sustitutos de un Sartre muy debilitado como intelectual de referencia.
Los nuevos filósofos
En 1975 André Glucksman publicó La cocinera y el devorador de hombres, que ilustró la ruptura de una parte de la izquierda intelectual con el marxismo-leninismo. Glucksman había defendido a Solzhenitsyn cuando se publicó en Francia Archipiélago Gulag y ahora asestaba un nuevo golpe al estalinismo contribuyendo a la formación del antitotalitarismo de izquierdas, a cuyo debate se sumaron los principales periódicos franceses. Algunos acontecimientos vinieron a darles la razón: la toma de Saigón por los comunistas y la huida de los vietnamitas (los boat people), el papel del Partido Comunista de Álvaro Cunhal en la revolución de los claveles portuguesa, el genocidio ordenado por Pol Pot en Camboya, las revelaciones sobre la Revolución cultural china, la invasión soviética de Afganistán, los acontecimientos de Polonia en los años 80… fueron separando cada vez más a la izquierda política de la izquierda intelectual.
Con Glucksman nacía el movimiento de los Nuevos Filósofos, alineados con el pensamiento de la derecha francesa, entre quienes estaban Bernard-Henry Lévy, Alain Finkielkraut, Jacques Julliard, Daniel Mothé…, todos ellos asiduos clientes de los medios de comunicación, especialmente de la televisión.
La victoria de la izquierda en 1981, con François Mitterrand al frente de un renovado partido socialista, vendría a reconciliar al socialismo con parte de la izquierda intelectual, aunque tuvieron que superarse importantes escollos, como la entrada de cuatro ministros comunistas en el segundo gobierno de Mauroy. A lo mejor es que para entonces la figura del intelectual ya se había extinguido.
Una pregunta recorre hoy el mundo. ¿Existe, aún, el intelectual comprometido?
FRANCISCO R. P.ASTORIZA
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
Revista Aquí Madrid