Con Benedicto XVI pierde el mundo una de las personalidades más significativas de nuestro tiempo. Como brillante pensador no solo fue relevante, sino también el mayor teólogo en ocupar la cátedra de Pedro. Más aún; con él, por primera vez en los 2.000 años de historia de la Iglesia, un Pontífice ofreció una cristología. Al final de su pontificado, con su acto de dimisión, devolvió la dimensión espiritual al servicio de su papado, que originariamente se le había confiado. Por último, con su elevada edad fue el Pontífice más longevo de todos los tiempos.
Joseph Ratzinger, hijo de gentes sencillas de la provincia de Baviera, ha hecho historia. Como partícipe en la elaboración del Concilio. Como teólogo más leído de la modernidad, cuya obra ha alcanzado millones de ediciones. Como defensor de la fe al servicio de Karol Wojtyla, que mantuvo el curso de la nave de la Iglesia en la tempestad de nuestra época. Por primera vez, después de 500 años, con él fue llamado un alemán como cabeza de la mayor comunidad religiosa del mundo. «En este momento de la historia —aclaraba el que sería después el Papa Francisco— fue Ratzinger el único hombre con la estatura, la sabiduría y la experiencia necesaria para ser escogido».
No por nada, el historiador británico Peter Watson lo contó entre los genios alemanes, junto a Beethoven, Hölderlin y Kant. Claro que, con Karol Wojtyla, ningún eclesiástico ha sido atacado con tanta severidad como este hombre de Baviera. En ocasiones con razón. Pero la mayor parte de las veces sin ella. Tan pronto como la conversación versaba sobre Ratzinger, notaba el filósofo francés Bernard-Henri Lévy, predominaban «en la conversación prejuicios y falsedades, e incluso desinformación».
Frente a Benedicto XVI se dividen los espíritus. Para sus adversarios fue él la personificación del retroceso en el curso de la historia. Para sus partidarios fue un icono de la fe verdadera, un faro del catolicismo con el que poder orientarse. Ya en la universidad, como teólogo, insistía en la indisponibilidad de los fundamentos bíblicos. Para él la Palabra de Dios, como se nos ha transmitido en el Evangelio, podía ser interpretada y escondía siempre nuevos misterios. Pero el contenido fundamental no podía ser manipulable.
Ratzinger nunca desistió de situarse contra el se impersonal. Contra lo que se piensa, se dice o se hace. Sobre todo, cuando estaba elaborándose una religión según las necesidades sociales, prescindiendo del mensaje de Cristo. Sería un enorme error pensar, como indicaba él, que bastaría con cambiar de traje para volver a ser reconocido y amado. Especialmente en una época en la que no se sabe lo que significa la fe católica.
Su experiencia personal del nacionalsocialismo marcó su carácter vigilante frente a toda clase de manipulación de las masas y de la autonomía humana. Contrincantes del nazismo, como el protestante Dietrich Bonhoeffer, fueron ejemplo para él. En sus primeros pasos como profesor ascendió a la velocidad de la luz como nueva estrella en el cielo de la teología; un espíritu fresco, que presentaba los misterios de la fe con un lenguaje y una inteligencia inusitados. Él encontraba necesario para un buen teólogo «el valor de la interrogación», pero en la misma proporción «la humildad de escuchar las respuestas que la fe cristiana nos ofrece». Fue solo a través de sus iniciativas —como profesor de teología durante 35 años— que el Vaticano II pudo convertirse en el evento inaugural e innovador que catapultó a la Iglesia católica a la era moderna. Como Juan XXIII, al que él honraba, luchó por una renovación según las exigencias de la época. Pero, exactamente igual que el Papa que inició el Concilio, consideró que la búsqueda de los contemporáneos no podía en ningún caso costar lo verdadero y lo válido. «La Iglesia recibe su luz de Cristo», insistía él, «y cuando no recoge y transmite esta luz, entonces solo es un terrón insípido».
En varias ocasiones estuvo al borde del naufragio. Como estudiante de doctorado porque un profesor impopular rechazó su habilitación. Como teólogo repentinamente condenado al ostracismo porque se opuso a la reinterpretación y falsificación del Concilio. Él consideraba normal la controversia sobre la Iglesia. La fe cristiana es la constante provocación a un modo de pensar y actuar puramente mundano y material. Dicho sea de paso, nunca ha perjudicado a la Iglesia renunciar a sus bienes. En última instancia, este es el requisito previo para preservar su propiedad.
Recientemente se ha acusado a Benedicto XVI de encubrir y ocultar los casos de abuso sexual en la Iglesia. Los hechos son que las omisiones y errores que hubo él las reconoció abiertamente. Que, como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, tomó medidas tempranas para esclarecer los hechos y castigar a los que habían perpetrado esos crímenes, así como buscó resarcir a las víctimas. Inolvidable es su amonestación en el vía crucis del Viernes Santo de 2005, donde habló de cuánta suciedad hay en la Iglesia, y, sobre todo, entre los que deberían pertenecer a ella por completo. Como Papa, hizo más estrictas las leyes pertinentes y despidió a unos 400 sacerdotes del ministerio. El periodista de investigación italiano Gianluigi Nuzzi testificó que Benedicto «se quitó el manto del silencio y obligó a su Iglesia a mirar a las víctimas».
Una cosa es segura: con su aportación al Concilio, el redescubrimiento de los padres de la Iglesia y la revitalización de la doctrina, Ratzinger puede ser considerado un reformador de la fe que, como todo verdadero reformador, contribuyó a llegar al núcleo del cristianismo, no a su destripamiento. No es preceptivo estar de acuerdo con todas las posiciones de Benedicto, pero nadie puede negar que todo lo que dijo correspondía fielmente al mensaje del Evangelio, a la enseñanza de los padres, a los tesoros de la tradición y a las reformas del Vaticano II. «Mi impulso fundamental fue —explicó Ratzinger— liberar de sus incrustaciones el núcleo auténtico de la fe, y darle fuerza y dinamismo. Este impulso es la constante de mi vida».
En definitiva, Benedicto XVI se comprendió a sí mismo como el Pontífice entre dos mundos. Como el último de uno viejo y el primero de uno nuevo a punto de sacudir la tierra con fuerza. La humanidad está en un punto de inflexión, advirtió hace muchos años. Se presta muy poca atención a la interacción entre la espiritualidad de una sociedad y sus normas. Ahora también la Iglesia se encuentra al comienzo de una nueva época. En ella, el cristianismo vuelve a hacerse más visible en el signo del grano de mostaza, «en pequeños grupos sin sentido aparente, que, sin embargo, con fuerza resisten con sus vidas frente al mal, y traen el bien al mundo; son los grupos que dejaron entrar a Dios en el mundo».
«¿Por qué no ha muerto aún, Santo Padre?», le pregunté al Papa emérito durante mi última visita, hace diez semanas. Su respuesta fue que todavía tenía que aguantar. Como un «signo». Una marca del curso que defendía; por el mensaje de Jesús, a cuya transmisión sin adulterar había consagrado su vida. En un tiempo en el que Dios está lejos, las personas deben volver a conocer a Jesucristo, advirtió, con su gracia, su misericordia, también con sus orientaciones. Cualquiera que quiera ser cristiano hoy debe tener el coraje de no ceder a la modernidad. La reforma no significa otra cosa que llevar el testimonio de la fe a las tinieblas del mundo con nueva claridad.
El legado de Benedicto vivirá. Como el de un testigo centenario que intenta conservar en la renovación y renovar en la conservación. Su sucesor ya lo ve como un santo. Según el Papa Francisco, la enseñanza de Benedicto XVI es indispensable para el futuro de la Iglesia. Ella «se volverá más grande y más poderosa de generación en generación».
PETER SEEWALD
Periodista y biógrafo de Joseph Ratzinger
Traducción de Carlos Pérez Laporta
Imagen: Saludo a los fieles tras el ángelus del 20 de enero de 2008, día en el que recibió múltiples muestras de apoyo al no haber podido pronunciar un discurso en la Universidad de la Sapienza. (Foto: CNS).
Publicado en Alfa y Omega el 5 de enero 2023.