Dante se mostró comprensivo con los pecadores lujuriosos. Situó el círculo de su Inferno dedicado a los lascivos tan solo un escalón por debajo del limbo. Los traidores, los iracundos, los esclavos de la gula estaban, para el escritor florentino, más cerca del Mal. Pero el autor de la Divina Comedia también condenó a estas almas concupiscentes por dejar que los apetitos carnales nublaran su razón.
Si Dante levantara la cabeza se entristecería aún más que cuando contemplaba —como representa el grabado de Gustavo Doré— aquella amalgama de cuerpos desnudos que penaban en muerte no haber sabido controlar sus pulsiones en vida. En el siglo XXI los pecados capitales que él condenó a purgar han caído en desuso. Ni siquiera algunos de los vocablos que los definen están presentes en el lenguaje —¿gula?, ¿lujuria?—. De hecho, alcanzarlos, para muchos, se ha convertido en un símbolo de una ficticia libertad que es más que nunca esclavizadora. Asegura el doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Oxford Víctor Lapuente, en su Decálogo del buen ciudadano (Península, 2021), que ahora que «nos hemos liberado de restricciones morales, somos la generación más angustiada de la historia». Inmersos en la era de los derechos, hemos olvidado la tarea de los deberes, resultado de un proyecto ideológico fomentado tanto por el individualismo económico como por el individualismo cultural.
Este individualismo, cuyas decisiones están en demasiadas ocasiones gobernadas por la emoción —desterradas la tradición y la razón—, pone el pecado de la lujuria en la cúspide de la pirámide del hombre reconocido como autocreador, custodio del yo necesito, yo tengo. Pero el abandono a la concupiscencia, lejos de ser una mera ruptura con los tabúes impuestos por el moralismo cristiano, como sostienen muchos, deja víctimas a su paso y hay quienes se enriquecen a su costa. Provocar placer desmedido aquí y ahora genera cantidades ingentes de dopamina y de dinero, casi al mismo nivel que los grandes negocios de armas y drogas. Y no hay cóctel más difícil de derribar ni más fácil de unir que narcisismo y avaricia.
El 80 % de las mujeres que ejercen la prostitución en nuestro país son víctimas de trata y tenemos en pie alrededor de 1.200 prostíbulos. El prostituyente, «desde el primer momento en que decide alquilar nuestra materia prima se convierte en nuestro cómplice. Más aún: se convierte en el impulsor del negocio, porque él representa a la oferta», asegura el Músico, exdueño de algunos de los macroburdeles más punteros de España, en un libro-confesión con Mabel Lozano (El proxeneta. Alrevés, 2017).
Aproximadamente siete de cada diez adolescentes españoles de entre 13 a 17 años consumen pornografía de forma frecuente. Lo hacen fundamentalmente en la intimidad, encerrados en su habitación, de una forma tan sencilla como encender el teléfono móvil y conectarse a internet. Se acabó la era de la estigmatización social. El 88 % de las escenas porno son agresivas o violentas. El
94 % de esa violencia está dirigida hacia la mujer y el 95 % de las escenas dan a entender que a ellas les gusta ser tratadas así, conclusiones rotundas que ha publicado la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción (FAD). El 30 % de los niños encuestados, además, reconocen que el porno es su única fuente de información sobre sexualidad y más de la mitad que la pornografía online les da ideas para sus propias experiencias sexuales. En un mundo completamente tecnológico, con una educación afectivo-sexual aún ausente en demasiados hogares, internet se ha convertido en el principal docente. Según la FAD, solo un tercio de los padres supervisa de forma habitual la actividad online de sus hijos.
Hay actrices porno que, aunque acepten grabar una escena sexual, no significa que puedan o quieran ser la muñeca hinchable de 20 hombres a la vez. También hay chicas adolescentes que se hacen un vídeo erótico para alguien que las engañó, pero no buscaban estar de foto de perfil en el grupo de WhatsApp de los amigos del equipo de fútbol o extorsionadas por una mafia para que sigan grabándose.
Hay quien se toma el sexo como un mero chute de endorfinas. Otros, como un modo de sentirse queridos. Hay quien lo utiliza como un pasatiempo, o como parte del ocio del fin de semana. Hay quien paga sexo por soledad, por vicio, por deseo de poder. Y hay quienes se convierten en verdaderos adictos, en enfermos. En junio de 2018, la OMS agregó el comportamiento sexual compulsivo a su Clasificación Internacional de Enfermedades.
El filósofo Fernando López Luengos, profesor de Bachillerato en la enseñanza pública desde hace 30 años, sostiene en un ensayo reciente de Encuentro titulado El problema del amor, que «no es extraño que se ignore realmente lo que es el amor cuando resulta tan sencillo dejarse llevar por los impulsos y emociones, relegando la razón a mero auxiliar de los primeros». La sexualidad depende y se subordina a la afectividad. El problema del amor pone de manifiesto todas las carencias y deficiencias de nuestra madurez psicológica. Y de ahí que sea tan fácil manipularlo.
Para acceder a esa plenitud del amor que nos arranca del yo y, por tanto, de nuestro impulsos más egoístas, hace falta volver al origen.
En Cruzando el umbral de la esperanza, escrito en 1995, san Juan Pablo II ya señaló que, «al final, los jóvenes están siempre en busca de la belleza en el amor». No somos meros hombres de la concupiscencia. Somos redimidos por Cristo, y esta redención nos llama, dice el santo polaco, a experimentar una «victoria verdadera y profunda» sobre las distorsiones de la lujuria.
La autora acaba de publicar Lujuria dentro de la colección de libros sobre los pecados capitales de PPC.
CRISTINA SÁNCHEZ AGUILAR
Publicado en Alfa y Omega
15 de diciembre 2022