20 de marzo 2022.- Su conciencia le llevó a luchar contra el apartheid en Sudáfrica para recuperar la humanidad de la que le había despojado el régimen. En junio recibirá en Japón el premio de la Fundación Niwano para la Paz.
¿Cómo recuerda la primera vez que pisó Sudáfrica?
En 1973 fui ordenado sacerdote de la Iglesia anglicana y mi congregación me mandó a Sudáfrica. Desde el primer día que llegué, sentí que había dejado de ser un ser humano y me había convertido en un hombre blanco. Todos los aspectos de mi vida comenzaron a estar determinados por el color de mi piel. Vivía en un barrio para blancos, estudiaba en una universidad para blancos, nadaba en la parte del mar reservada a los blancos… Me topé con tres grupos de personas. Los opresores, los oprimidos y los defensores de los derechos humanos. Mi color me situaba en el lado de los opresores, aunque decidí luchar contra ellos.
Usted podría haber disfrutado de los privilegios. ¿Por qué decidió combatirlos?
Para mí era un problema de conciencia. El régimen del apartheid me despojó de mi condición humana para convertirme en un color de piel. De manera que estar de parte de la liberación y luchar por los derechos humanos junto a las personas negras era mi manera de recuperar esa humanidad.
Tres años después de comenzar esa lucha le condenaron al exilio.
Primero estuve en Lesotho, donde conocí a Desmond Tutu, que solo un año antes había sido nombrado obispo. Allí me uní al movimiento de liberación, el Congreso Nacional Africano. Después me trasladé a Zimbabue. Estuve 16 años expulsado de Sudáfrica.
Pagó un alto precio por su lucha. ¿Se arrepiente?
En 1990, tres meses después de la liberación de Nelson Mandela tras pasar 27 años en prisión, recibí una carta bomba; estaba escondida entre unas revistas religiosas. Perdí las dos manos y un ojo por la explosión. Pero sentí que Dios estaba conmigo durante esa traumática experiencia. Los meses siguientes al atentado recibí muchísimo cariño. Personas que no me conocían oraron por mí en todo el mundo. Fue ese amor lo que me ayudó a pasar de ser una víctima a un superviviente, con la capacidad de ayudar a crear un mundo mejor. No me arrepiento de nada, pero he vivido un duelo. Perder algún miembro es algo parecido a la muerte de un ser querido, pero esta condición también me ha dado la capacidad de identificarme con el dolor ajeno.
¿Ha perdonado a sus verdugos?
Nunca he pretendido vengarme de nadie, pero no les he perdonado porque, en realidad, no hay nadie a quien perdonar. No sé quién me mandó la bomba o quien lo ordenó. Con el tiempo he ido creando una imagen en mi cabeza. Me imagino que alguien llama a la puerta y me dice: «Yo te mandé la bomba, ¿quieres perdonarme?». Yo le perdono, pero sigo sin mis manos ni mi ojo. Aun así, creo mil veces más en la justicia reparativa que en la del castigo.
Regresó a Sudáfrica en 1992. ¿Qué se encontró?
Un país profundamente herido. Todo el mundo tenía una historia de dolor que compartir. Yo era por aquel entonces un luchador por la libertad, pero, en ese momento, sentí una nueva vocación: la de sanar esa sociedad herida.
Con este propósito fundó en 1998 el Instituto para la Sanación de los Recuerdos.
Sí, nació de forma paralela a la Comisión para la Verdad y la Reconciliación por la que habían pasado 33.000 personas en los primeros años. Sudáfrica contaba con 55 millones de habitantes, así que me pregunté: «¿Dónde está el resto?». Por eso cree un espacio donde sanar los recuerdos. Ante un trauma lo más importante sigue siendo desintoxicar el corazón de dichos recuerdos y deshacerse del veneno asociado a ellos.
¿Qué papel ha jugado la fe en toda su vida?
Ha sido mi fe la que ha motivado cada una de mis decisiones. Todos los seres humanos tienen la capacidad de sacar el bien del mal, de extraer vida de la muerte. Para mí la fe ha sido determinante en esto. En el Instituto para la Sanación de los Recuerdos solemos decir que todas las personas son seres espirituales. Es verdad que no todo el mundo es religioso, pero todos tenemos una espiritualidad. También creemos que todas las personas comparten la responsabilidad del pasado y que todos tienen un rol que desempeñar en la creación de un futuro diferente.
Sin embargo, son muchas las sociedades que optan simplemente por enterrar el dolor y los recuerdos.
Cuando en una sociedad pasan cosas terribles la tentación es intentar olvidarlas; pero enterrar el pasado nunca funciona, porque siempre vuelve. Las personas que han sufrido violencia suelen sufrir una profunda amargura y sienten afán de venganza. Esa violencia acaba saliendo. Para romper el círculo de odio y sanar las heridas, hay que sacar fuera esos sentimientos e intentar comprender las causas últimas de lo que ocurrió. Lo más importante es hablar de ello. No puedes simplemente despojarte de algo que todavía no has admitido que está ahí. En los años que llevo con este proceso, me sorprendió mucho la historia de un veterano de guerra estadounidense que esperó 42 años para contar su historia y sanar su dolor.
Bio
Con solo 24 años, el sacerdote anglicano Michael Lapsley cambió su Nueva Zelanda natal por la Sudáfrica del apartheid. Denunció incansablemente los atropellos del régimen contra la población negra. En 1990, exiliado en Zimbabue, recibió un paquete-bomba que le provocó la pérdida de ambas manos y de un ojo. Ocho años después, fundó el Instituto para la Sanación de los Recuerdos con el que sigue acompañando por todo el mundo a otras víctimas de violencia.
VICTORIA ISABEL CARDIEL (Alfa y Omega)
Imagen: El sacerdote es el fundador del Instituto para la Sanación de los Recuerdos.
(Foto cedida por Michael Lapsley).