Estamos frente a una guerra de consecuencias impredecibles para el mundo. La condena internacional de la invasión rusa en Ucrania es casi unánime, pero los bombardeos se hacen siempre más dramáticos involucrando a los civiles. La esperanza es que crezcan voces de paz.
Hoy más que nunca la humanidad tiene en sus manos el destino: puede escoger la vida o la muerte. El escenario es este: nos encontramos frente a un conflicto que podría tener consecuencias catastróficas para el mundo. Nuestra esperanza es ver que quien lo ha desencadenado se encuentra más solo. La humanidad quiere vivir.
En Nueva York, la asamblea general de la ONU condenó en modo abrumador la invasión rusa. En Ginebra, casi todos los representantes de los diversos Estados en la sesión del Consejo para los Derechos Humanos de la ONU abandonaron la sala cuando empezó la intervención del ministro de Exteriores ruso: una imagen de fuerte impacto que condena la agresión contra un País libre. Rusia se ve apartada de los grandes acontecimientos deportivos y artísticos, aislada del sistema financiero internacional y del transporte mundial. Lamentablemente, la violencia del ataque se vuelve más terrible y más temible.
Crecen el miedo y el dolor entre los ucranianos por la matanza de inocentes que provoca el agresor, pero crece también el coraje, la resistencia, la tenacidad, la unidad de un pueblo y la solidaridad de la humanidad. La esperanza es ver que se rompa cada vez más la compactibilidad del frente ruso: muchos sacerdotes ortodoxos rusos denunciaron abiertamente la guerra, así como los científicos, intelectuales, artistas y deportistas. Y hay quienes en el país siguen saliendo a la calle para manifestarse contra el conflicto, a costa de pagar en persona. La esperanza es que estas voces a favor de la paz se hagan aún más fuertes.
El régimen está cada vez más solo. Por desgracia, la violencia de los ataques aumenta. Los civiles, los edificios residenciales, las escuelas, los hospitales, las iglesias son bombardeados. La Corte Penal Internacional abrió una investigación por crímenes de guerra.
En este aislamiento, las amenazas se hacen más peligrosas. Las advertencias resuenan, casi como un chantaje: el riesgo de una guerra nuclear que no dejaría al mundo ni ganadores ni perdedores. En efecto, la locura de la guerra es diabólica: sólo quiere la destrucción.
La primera lectura de hoy, jueves después del Miércoles de Ceniza, según el rito romano, recuerda que el hombre tiene la libertad de escoger entre la vida y la muerte (Dt. 30, 15-20). Podemos obedecer al Dios de la bondad y de la compasión o a los ídolos del egoísmo, de la soberbia y de la violencia. Tendremos lo que seguimos. “Acuérdate de tu fin y deja de odiar”, dice un pasaje del Eclesiástico (Sir 28:6). El fin es la alegría eterna que Dios quiere para sus criaturas. Pero tenemos que convertirnos al amor y a la justicia. Somos libres. Tenemos ante nosotros la vida y la muerte. ¿Seremos tan tontos como para elegir la muerte?
La Cuaresma es un tiempo fuerte para la conversión. Un tiempo para una oración aún más intensa. Los ciudadanos de Nínive -parecía imposible- ante la predicación de Jonás, depusieron las obras del mal y no encontraron la destrucción sino la paz. La esperanza es que, incluso hoy, los que siembran la devastación rechacen finalmente el mal y elijan la vida. La esperanza es que todos podamos resistir el odio. Hoy está en juego el destino de toda la humanidad.
SERGIO CENTOFANTI
Imagen: Refugiados en la frontera moldavo-ucraniana
(Foto: AFP)