“No podemos vivir sin el otro”
(zenit – 25 sept. 2020).- El Papa Francisco ha enviado un videomensaje en el 75º aniversario del nacimiento de las Naciones Unidas, este viernes, 25 de septiembre, dirigido al secretario general, António Guterres, así como a los jefes de Estado y de Gobierno participantes, y a todos aquellos que están siguiendo el debate general.
“La pandemia nos ha mostrado que no podemos vivir sin el otro, o peor aún, uno contra el otro”, ha sido la idea final de su extensa reflexión, de 26 minutos. El videomensaje del Papa en el 75º aniversario de las Naciones Unidas ha sido grabado en video desde el Vaticano y difundido por el canal de YouTube del Vaticano.
Los efectos de la pandemia por COVID-19 en la humanidad, garantizar los derechos humanos, pero también unir esfuerzos ante el cambio climático y hacer frente a la cultura del descarte: estos son los principales dramas que ha enfrentado el Papa Francisco en su mensaje.
Con palabras alentadoras, el Papa indica que la crisis global provocada por la pandemia puede representar una “oportunidad real para la conversión, la transformación, para repensar nuestra forma de vida y nuestros sistemas económicos y sociales”, así como una “posibilidad para una ‘retirada defensiva’ con características individualistas y elitistas”.
Naciones Unidas, un puente entre pueblos
Las Naciones Unidas, recuerda el Papa argentino, “fueron creadas para unir a las naciones, para acercarlas, como un puente entre los pueblos; usémoslo para transformar el desafío que enfrentamos en una oportunidad para construir juntos, una vez más, el futuro que queremos”.
Ante la grave crisis que amenaza al mundo tras la pandemia de COVID-19, el Santo Padre advierte que podemos elegir entre dos caminos: “el que conduce al fortalecimiento del multilateralismo, expresión de una renovada corresponsabilidad mundial, de una solidaridad fundamentada en la justicia y en el cumplimiento de la paz y de la unidad de la familia humana, proyecto de Dios sobre el mundo” o “al que da preferencia a las actitudes de autosuficiencia, nacionalismo, proteccionismo, individualismo y aislamiento, dejando afuera los más pobres, los más vulnerables, los habitantes de las periferias existenciales”.
Esta es la segunda vez que el Papa Francisco se dirige a la Asamblea General. La primera vez fue en persona, hace exactamente cinco años, el 25 de septiembre de 2015. Será la sexta vez que un pontífice se dirige a la ONU, después de Pablo VI en 1964, Juan Pablo II en 1979 y 1995, y Benedicto XVI en 2008.
ROSA DIE ALCOLEA
Mensaje de vídeo del Santo Padre
Señor presidente,
¡La paz esté con Ustedes!
Saludo cordialmente a Usted, Señor presidente, y a todas las Delegaciones que participan en esta significativa septuagésima quinta Asamblea General de las Naciones Unidas. En particular, extiendo mis saludos al Secretario General, Sr. António Guterres, a los Jefes de Estado y de Gobierno participantes, y a todos aquellos que están siguiendo el Debate General.
El Septuagésimo quinto aniversario de la ONU es una oportunidad para reiterar el deseo de la Santa Sede de que esta Organización sea un verdadero signo e instrumento de unidad entre los Estados y de servicio a la entera familia humana.[1]
Actualmente, nuestro mundo se ve afectado por la pandemia del COVID-19, que ha llevado a la pérdida de muchas vidas. Esta crisis está cambiando nuestra forma de vida, cuestionando nuestros sistemas económicos, sanitarios y sociales, y exponiendo nuestra fragilidad como criaturas.
La pandemia nos llama, de hecho, «a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección […]: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es».[2]Puede representar una oportunidad real para la conversión, la transformación, para repensar nuestra forma de vida y nuestros sistemas económicos y sociales, que están ampliando las distancias entre pobres y ricos, a raíz de una injusta repartición de los recursos. Pero también puede ser una posibilidad para una “retirada defensiva” con características individualistas y elitistas.
Nos enfrentamos, pues, a la elección entre uno de los dos caminos posibles: uno conduce al fortalecimiento del multilateralismo, expresión de una renovada corresponsabilidad mundial, de una solidaridad fundamentada en la justicia y en el cumplimiento de la paz y de la unidad de la familia humana, proyecto de Dios sobre el mundo; el otro, da preferencia a las actitudes de autosuficiencia, nacionalismo, proteccionismo, individualismo y aislamiento, dejando afuera los más pobres, los más vulnerables, los habitantes de las periferias existenciales. Y ciertamente será perjudicial para la entera comunidad, causando autolesiones a todos. Y esto no debe prevalecer.
La pandemia ha puesto de relieve la urgente necesidad de promover la salud pública y de realizar el derecho de toda persona a la atención médica básica.[3] Por tanto, renuevo el llamado a los responsables políticos y al sector privado a que tomen las medidas adecuadas para garantizar el acceso a las vacunas contra el COVID-19 y a las tecnologías esenciales necesarias para atender a los enfermos. Y si hay que privilegiar a alguien, que ése sea el más pobre, el más vulnerable, aquel que normalmente queda discriminado por no tener poder ni recursos económicos.
La crisis actual también nos ha demostrado que la solidaridad no puede ser una palabra o una promesa vacía. Además, nos muestra la importancia de evitar la tentación de superar nuestros límites naturales. «La libertad humana es capaz de limitar la técnica, orientarla y colocarla al servicio de otro tipo de progreso más sano, más humano, más social, más integral».[4] También deberíamos tener en cuenta todos estos aspectos en los debates sobre el complejo tema de la inteligencia artificial (IA).
Teniendo esto presente, pienso también en los efectos sobre el trabajo, sector desestabilizado por un mercado laboral cada vez más impulsado por la incertidumbre y la “robotización” generalizada. Es particularmente necesario encontrar nuevas formas de trabajo que sean realmente capaces de satisfacer el potencial humano y que afirmen a la vez nuestra dignidad. Para garantizar un trabajo digno hay que cambiar el paradigma económico dominante que sólo busca ampliar las ganancias de las empresas. El ofrecimiento de trabajo a más personas tendría que ser uno de los principales objetivos de cada empresario, uno de los criterios de éxito de la actividad productiva. El progreso tecnológico es útil y necesario siempre que sirva para hacer que el trabajo de las personas sea más digno, más seguro, menos pesado y agobiante.
Y todo esto requiere un cambio de dirección, y para esto ya tenemos los recursos y tenemos los medios culturales, tecnológicos y tenemos la conciencia social. Sin embargo, este cambio necesita un marco ético más fuerte, capaz de superar la «tan difundida e inconscientemente consolidada “cultura del descarte”».[5]
En el origen de esta cultura del descarte existe una gran falta de respeto por la dignidad humana, una promoción ideológica con visiones reduccionistas de la persona, una negación de la universalidad de sus derechos fundamentales, y un deseo de poder y de control absolutos que domina la sociedad moderna de hoy. Digámoslo por su nombre: esto también es un atentado contra la humanidad.
De hecho, es doloroso ver cuántos derechos fundamentales continúan siendo violados con impunidad. La lista de estas violaciones es muy larga y nos hace llegar la terrible imagen de una humanidad violada, herida, privada de dignidad, de libertad y de la posibilidad de desarrollo. En esta imagen, también los creyentes religiosos continúan sufriendo todo tipo de persecuciones, incluyendo el genocidio debido a sus creencias. También, entre los creyentes religiosos, somos víctimas los cristianos: cuántos sufren alrededor del mundo, a veces obligados a huir de sus tierras ancestrales, aislados de su rica historia y de su cultura.
También debemos admitir que las crisis humanitarias se han convertido en el statu quo, donde los derechos a la vida, a la libertad y a la seguridad personales no están garantizados. De hecho, los conflictos en todo el mundo muestran que el uso de armas explosivas, sobretodo en áreas pobladas, tiene un impacto humanitario dramático a largo plazo. En este sentido, las armas convencionales se están volviendo cada vez menos “convencionales” y cada vez más “armas de destrucción masiva”, arruinando ciudades, escuelas, hospitales, sitios religiosos, e infraestructuras y servicios básicos para la población.
Además, muchos se ven obligados a abandonar sus hogares. Con frecuencia, los refugiados, los migrantes y los desplazados internos en los países de origen, tránsito y destino, sufren abandonados, sin oportunidad de mejorar su situación en la vida o en la de su familia. Peor aún, miles son interceptados en el mar y devueltos a la fuerza a campos de detención donde enfrentan torturas y abusos. Muchos son víctimas de la trata, la esclavitud sexual o el trabajo forzado, explotados en labores degradantes, sin un salario justo. ¡Esto que es intolerable, sin embargo, es hoy una realidad que muchos ignoran intencionalmente!
Los tantos esfuerzos internacionales importantes para responder a estas crisis comienzan con una gran promesa, entre ellos los dos Pactos Mundiales sobre Refugiados y para la Migración, pero muchos carecen del apoyo político necesario para tener éxito. Otros fracasan porque los Estados individuales eluden sus responsabilidades y compromisos. Sin embargo, la crisis actual es una oportunidad: es una oportunidad para la ONU, es una oportunidad de generar una sociedad más fraterna y compasiva.
Esto incluye reconsiderar el papel de las instituciones económicas y financieras, como las de Bretton-Woods, que deben responder al rápido aumento de la desigualdad entre los súper ricos y los permanentemente pobres. Un modelo económico que promueva la subsidiariedad, respalde el desarrollo económico a nivel local e invierta en educación e infraestructura que beneficie a las comunidades locales, proporcionará las bases para el mismo éxito económico y a la vez, para renovación de la comunidad y la nación en general. Y aquí renuevo mi llamado para que «considerando las circunstancias […] se afronten – por parte de todos los Países – las grandes necesidades del momento, reduciendo, o incluso condonando, la deuda que pesa en los presupuestos de aquellos más pobres».[6]
La comunidad internacional tiene que esforzarse para terminar con las injusticias económicas. «Cuando los organismos multilaterales de crédito asesoren a las diferentes naciones, resulta importante tener en cuenta los conceptos elevados de la justicia fiscal, los presupuestos públicos responsables en su endeudamiento y, sobre todo, la promoción efectiva y protagónica de los más pobres en el entramado social».[7] Tenemos la responsabilidad de proporcionar asistencia para el desarrollo a las naciones empobrecidas y alivio de la deuda para las naciones muy endeudadas.[8]
«Una nueva ética supone ser conscientes de la necesidad de que todos se comprometan a trabajar juntos para cerrar las guaridas fiscales, evitar las evasiones y el lavado de dinero que le roban a la sociedad, como también para decir a las naciones la importancia de defender la justicia y el bien común sobre los intereses de las empresas y multinacionales más poderosas».[9] Este es el tiempo propicio para renovar la arquitectura financiera internacional.[10]
Señor presidente,
Recuerdo la ocasión que tuve hace cinco años de dirigirme a la Asamblea General en su septuagésimo aniversario. Mi visita tuvo lugar en un período de un multilateralismo verdaderamente dinámico, un momento prometedor y de gran esperanza, inmediatamente anterior a la adopción de la Agenda 2030. Algunos meses después, también se adoptó el Acuerdo de París sobre el Cambio Climático.
Sin embargo, debemos admitir honestamente que, si bien se han logrado algunos progresos, la poca capacidad de la comunidad internacional para cumplir sus promesas de hace cinco años me lleva a reiterar que “hemos de evitar toda tentación de caer en un nominalismo declaracionista con efecto tranquilizador en las conciencias. Debemos cuidar que nuestras instituciones sean realmente efectivas en la lucha contra todos estos flagelos”.[11]
Pienso también en la peligrosa situación en la Amazonía y sus poblaciones indígenas. Ello nos recuerda que la crisis ambiental está indisolublemente ligada a una crisis social y que el cuidado del medio ambiente exige una aproximación integral para combatir la pobreza y combatir la exclusión.[12]
Ciertamente es un paso positivo que la sensibilidad ecológica integral y el deseo de acción hayan crecido. “No debemos cargar a las próximas generaciones con los problemas causados por las anteriores. […] Debemos preguntarnos seriamente si existe – entre nosotros – la voluntad política […] para mitigar los efectos negativos del cambio climático, así como para ayudar a las poblaciones más pobres y vulnerables que son las más afectadas”.[13]
La Santa Sede seguirá desempeñando su papel. Como una señal concreta de cuidar nuestra casa común, recientemente ratifiqué la Enmienda de Kigali al Protocolo de Montreal.[14]
Señor presidente,
No podemos dejar de notar las devastadoras consecuencias de la crisis del Covid-19 en los niños, comprendiendo los menores migrantes y refugiados no acompañados. La violencia contra los niños, incluido el horrible flagelo del abuso infantil y de la pornografía, también ha aumentado dramáticamente.
Además, millones de niños no pueden regresar a la escuela. En muchas partes del mundo esta situación amenaza un aumento del trabajo infantil, la explotación, el maltratado y la desnutrición. Desafortunadamente, los países y las instituciones internacionales también están promoviendo el aborto como uno de los denominados “servicios esenciales” en la respuesta humanitaria. Es triste ver cuán simple y conveniente se ha vuelto, para algunos, negar la existencia de vida como solución a problemas que pueden y deben ser resueltos tanto para la madre como para el niño no nacido.
Imploro, pues, a las autoridades civiles que presten especial atención a los niños a quienes se les niegan sus derechos y dignidad fundamentales, en particular, su derecho a la vida y a la educación. No puedo evitar recordar el apelo de la joven valiente Malala Yousafzai, quien hace cinco años en la Asamblea General nos recordó que “un niño, un maestro, un libro y un bolígrafo pueden cambiar el mundo”.
Los primeros educadores del niño son su mamá y su papá, la familia que la Declaración Universal de los Derechos Humanos describe como “el elemento natural y fundamental de la sociedad”.[15] Con demasiada frecuencia, la familia es víctima de colonialismos ideológicos que la hacen vulnerable y terminan por provocar en muchos de sus miembros, especialmente en los más indefensos –niños y ancianos– un sentido de desarraigo y orfandad. La desintegración de la familia se hace eco en la fragmentación social que impide el compromiso para enfrentar enemigos comunes. Es hora de reevaluar y volver a comprometernos con nuestros objetivos.
Y uno de esos objetivos es la promoción de la mujer. Este año se cumple el vigésimo quinto aniversario de la Conferencia de Beijing sobre la Mujer. En todos los niveles de la sociedad las mujeres están jugando un papel importante, con su contribución única, tomando las riendas con gran coraje en servicio del bien común. Sin embargo, muchas mujeres quedan rezagadas: víctimas de la esclavitud, la trata, la violencia, la explotación y los tratos degradantes. A ellas y a aquellas que viven separadas de sus familias, les expreso mi fraternal cercanía a la vez que reitero una mayor decisión y compromiso en la lucha contra estas prácticas perversas que denigran no sólo a las mujeres sino a toda la humanidad que, con su silencio y no actuación efectiva, se hace cómplice.
Señor presidente,
Debemos preguntarnos si las principales amenazas a la paz y a la seguridad como, la pobreza, las epidemias y el terrorismo, entre otras, pueden ser enfrentadas efectivamente cuando la carrera armamentista, incluyendo las armas nucleares, continúa desperdiciando recursos preciosos que sería mejor utilizar en beneficio del desarrollo integral de los pueblos y para proteger el medio ambiente natural.
Es necesario romper el clima de desconfianza existente. Estamos presenciando una erosión del multilateralismo que resulta todavía más grave a la luz de nuevas formas de tecnología militar,[16] como son los sistemas letales de armas autónomas (LAWS), que están alterando irreversiblemente la naturaleza de la guerra, separándola aún más de la acción humana.
Hay que desmantelar las lógicas perversas que atribuyen a la posesión de armas la seguridad personal y social. Tales lógicas sólo sirven para incrementar las ganancias de la industria bélica, alimentando un clima de desconfianza y de temor entre las personas y los pueblos.
Y en particular, “la disuasión nuclear” fomenta un espíritu de miedo basado en la amenaza de la aniquilación mutua, que termina envenenando las relaciones entre los pueblos y obstruyendo el diálogo.[17] Por eso, es tan importante apoyar los principales instrumentos legales internacionales de desarme nuclear, no proliferación y prohibición. La Santa Sede espera que la próxima Conferencia de Revisión del Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares (TNP) resulte en acciones concretas conformes con nuestra intención conjunta “de lograr lo antes posible la cesación de la carrera de armamentos nucleares y de emprender medidas eficaces encaminadas al desarme nuclear”.[18]
Además, nuestro mundo en conflicto necesita que la ONU se convierta en un taller para la paz cada vez más eficaz, lo cual requiere que los miembros del Consejo de Seguridad, especialmente los Permanentes, actúen con mayor unidad y determinación. En este sentido, la reciente adopción del alto al fuego global durante la presente crisis, es una medida muy noble, que exige la buena voluntad de todos para su implementación continuada. Y también reitero la importancia de disminuir las sanciones internacionales que dificultan que los Estados brinden el apoyo adecuado a sus poblaciones.
Señor presidente,
De una crisis no se sale igual: o salimos mejores o salimos peores. Por ello, en esta coyuntura crítica, nuestro deber es repensar el futuro de nuestra casa común y proyecto común. Es una tarea compleja, que requiere honestidad y coherencia en el diálogo, a fin de mejorar el multilateralismo y la cooperación entre los Estados. Esta crisis subraya aún más los límites de nuestra autosuficiencia y común fragilidad y nos plantea explicitarnos claramente cómo queremos salir: mejores o peores. Porque repito, de una crisis no se sale igual: o salimos mejores o salimos peores.
La pandemia nos ha mostrado que no podemos vivir sin el otro, o peor aún, uno contra el otro. Las Naciones Unidas fueron creadas para unir a las naciones, para acercarlas, como un puente entre los pueblos; usémoslo para transformar el desafío que enfrentamos en una oportunidad para construir juntos, una vez más, el futuro que queremos.
¡Y que Dios nos bendiga a todos!
Gracias Señor Presidente.
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Imagen: Mensaje del Papa en el 75º Aniversario de la ONU.
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