La trayectoria vital del futuro Sucesor de Pedro transcurrió al ritmo de las convulsiones de la Polonia contemporánea: desde su nacimiento en un país que había recobrado su independencia hasta la consolidación del comunismo, pasando por la Segunda Guerra Mundial. De todas y cada una de ellas, Karol Wojtyla aprendió lecciones que le fueron útiles una vez que fue Papa.
De haber nacido dos años antes, el primer carné de identidad del futuro Papa Juan Pablo II no hubiese sido polaco, sino austrohúngaro, pues vino al mundo en la zona de Polonia que hasta 1918 formó parte del imperio que se caía a pedazos. Es más, su padre, también llamado Karol Wojtyla, era un oficial que había luchado a las órdenes de Viena. Sin embargo, el destino quiso que para el 18 de mayo de 1920 Polonia hubiera recobrado una unidad territorial y política aniquilada en 1795. Los más de 120 años bajo el triple yugo prusiano, ruso y austriaco no habían hecho mella en una identidad nacional vertebrada por el catolicismo. Ahora se trataba de utilizar esa baza, entre otras, para edificar un Estado contemporáneo. Los gobernantes polacos de los años 20 y 30 supieron recoger ese guante, pese a que la joven entidad que regían seguía siendo objeto de las apetencias territoriales de Alemania, de modo especial tras la llegada al poder de los nazis. En este ambiente político y cultural transcurrió la infancia de Karol Wojtyla. El familiar fue aún más trágico, debido a la pérdida de una hermana y, sobre todo, a la de su madre cuando tenía 9 años. Desde ese día, Karol decidió que solo una mujer iba a guiar sus pasos: la Virgen María. Totus tuus Mariae fue su lema pontificio.
Nuestra Señora le orientó progresivamente hacia el sacerdocio –antes se había matriculado en una universidad civil–, opción que eligió hacia 1942, con Polonia de nuevo invadida y con Karol teniendo que trabajar en una cantera y en la industria química para ganarse la vida. Su formación sacerdotal no alivió en absoluto su situación material, pues en sus inicios se desarrollaba en el seminario clandestino que el entonces arzobispo de Cracovia, monseñor Adam Sapieha, su primer maestro, logró estructurar a duras penas en la urbe ocupada. Allí Karol se dio cuenta de que la defensa de la fe iba a ser un camino sembrado de obstáculos. Por eso agradeció a Dios el poder completar esa formación durante un par de años en la Europa libre. No era el caso de la Polonia que se encontró a su vuelta, ya atenazada por un comunismo perseguidor de la fe.
Empezaba la verdadera prueba de fuego para el joven padre Karol, la prueba que iba a forjar su indeleble personalidad eclesial. Para atravesarla, la Virgen puso en su camino a quien sería su segundo maestro, el cardenal Stefan Wyszynski, arzobispo de Varsovia y figura principal de la resistencia espiritual polaca a la hoz y el martillo.
Wyszynski ya tenía experiencia de la persecución roja desde el final de la guerra; Wojtyla no tardaría en tenerla, no solo como párroco, sino también en su faceta intelectual, pues en paralelo a su actividad pastoral impartía Teología Moral y Ética Social en la Católica de Lublin, la única universidad que escapó al control orgánico comunista en Europa Oriental, pero no a la estrecha vigilancia de su policía política, con más empeño si se trataba de uno de sus profesores con más proyección. Un documental de reciente aparición da cuenta del acoso que padeció el padre Wojtyla desde que empezó a despuntar. Así sería hasta que cayó el Muro de Berlín.
Polonia ya empezaba a destacar como el país más indisciplinado de entre los que estaban del otro lado del Telón de Acero. En 1956 estalló en Poznan la primera sublevación –detonante indirecto de la de Budapest a finales de ese mismo año– contra el sojuzgamiento soviético, en la que los católicos estuvieron en primera línea. Pero a finales de ese año Wyszynski, haciendo gala de pragmatismo, firmó un acuerdo puntual con el Gobierno para preservar, en la medida de lo posible, los derechos de la enseñanza católica. Wojtyla aprendió algo que le sería útil como arzobispo de Cracovia y en sus primeros años de pontificado: el enfrentamiento radical y legítimo no ha de perturbar la libertad religiosa básica de los creyentes. Por eso nunca rompió del todo el hilo con las autoridades. No era en absoluto una señal de debilidad; diez años más tarde, con motivo de la histórica carta de reconciliación de los episcopados polaco y alemán, el Gobierno polaco desató una feroz campaña propagandística contra la Iglesia, acusándola de haberse plegado ante Alemania occidental, a quien Varsovia seguía considerando su principal enemigo. El joven obispo Wojtyla había participado activamente en la elaboración del documento, por lo que el cerco represivo se estrechó aún más sobre él. Permaneció impasible; su fe y su moral estaban hechas a prueba de bombas. Pablo VI lo sabía: al año siguiente, en 1967, le impuso la púrpura cardenalicia. Era otra pequeña victoria contra el régimen. Bien es cierto que el nuevo purpurado no compartía todos los aspectos de la Ostpolitik de su antecesor, pero no lo es menos que su lealtad fue sin fisuras y que el régimen no se lo iba a perdonar. De ahí la guerra total que le fue declarada –esta vez con la colaboración moscovita– al ser elegido Papa.
Aceptó el desafío con la famosa proclamación que hizo en Varsovia el día de Pentecostés de 1979, durante el primero de sus siete viajes a su tierra natal: «¡Descienda tu Espíritu! / ¡Descienda tu Espíritu! / Y renueve la faz de la tierra». A continuación, añadió: «De esta tierra». El resto ya es historia.
José María Ballester Esquivias
Imagen: Karol Wojtyla
(Foto: Vatican Media)