Barbastro. 14 de agosto de 1936. El sacerdote Vicente Artiga entra en la casa de su familia para esconderse. Le ha visto un vecino, que le delata ante el Comité Popular del pueblo. Al rato, irrumpen por la puerta principal 14 milicianos armados; por la puerta de atrás entran otros 14. Dirige el grupo un vecino del pueblo al que llaman el Zapatillas, quien registra al sacerdote y le encuentra un rosario entre la ropa. Lo tira al suelo y Vicente musita algo en voz baja. Un miliciano le golpea en la barbilla con un fusil y le deja sangrando. La madre de Vicente se encara con el Zapatillas: «¿No te da vergüenza, tú que has hecho la Primera Comunión con Vicente en los escolapios?». Ambos se conocen desde pequeños, pero el miliciano le espeta: «Ha dicho Carrillo que de estos no quede ninguno».
Cinco días antes habían detenido a Faustino, hermano de Vicente, quien por ser médico logró salvar la vida. Ese mismo día asesinaron de noche al obispo, Florentino Asensio, salvajemente mutilado antes de ser fusilado. Muchos sacerdotes amigos han sido ya martirizados. «Todo esto consternaba a Vicente, quien aun así recibía estas noticias con entereza», declara Ana García Artiga, sobrina nieta de Vicente y nieta de Faustino.
Antes de ser descubierto, a Vicente le ofrecieron un pasaporte falso para huir a Francia, pero se negó. «Temía que mataran a su hermano Faustino, y cuando se enteró de lo del obispo afirmó que debía seguir su suerte, y que ofrecía su vida al Sagrado Corazón por la salvación de España», confirma Ana.
El día de su detención, antes de abandonar su casa, se despidió de su familia con un: «Hasta el Cielo». Le llevaron al convento de las capuchinas, que hizo de cárcel de curas y religiosos aquellos días, y por la noche el Comité firmó un vale en el que se podía leer: «Entréguese al cura Artiga». Era el eufemismo de la muerte: de madrugada fue subido a un camión junto a otros dos curas diocesanos y 20 religiosos claretianos. Les insultaron y les ataron los brazos, y a Artiga le rompieron la mandíbula y le abrieron una brecha en la cabeza. «Señor, perdónalos, no saben lo que hacen», rezaban los detenidos. Fuera de la ciudad les ejecutaron, y con el cadáver de Vicente Artiga se ensañaron, apuñalándole en el pecho y hundiéndole el cráneo a golpes.
Una persecución orquestada
El martirio de Vicente Artiga está incluido en el proceso de beatificación de 204 sacerdotes diocesanos, seis seminaristas y 31 seglares que acaba de abrir el Obispado de Barbastro-Monzón. Desde hace años ya están beatificados numerosos religiosos claretianos, benedictinos y escolapios martirizados durante los primeros meses de la persecución religiosa en Barbastro, además del obispo Florentino y del gitano Ceferino Jiménez Malla, el Pelé. La causa de los sacerdotes diocesanos se ha retomado porque «es una deuda histórica que tenemos con ellos», afirma Ángel Noguero, vicario general de la diócesis, que explica que «en esta persecución asesinaron al 80 % del clero diocesano. Y los que no mataron fue porque consiguieron huir después de deambular durante días por los bosques, o porque se encontraban casualmente fuera de la ciudad».
Para Noguero, «aquello fue una persecución en toda regla. No fue improvisada ni espontánea, sino orquestada. Solo uno de los sacerdotes tuvo algo parecido a un juicio, pero la sentencia fue: “A usted lo matamos porque es cura”. Fue una masacre; los fusilaban y después les prendían fuego. Esos días salió lo peor del ser humano», lamenta.
Barbastro fue la diócesis más castigada por la persecución religiosa en aquellos años: fueron asesinados nueve de cada diez sacerdotes, entre ellos casi la totalidad de los religiosos, y numerosos laicos. La razón de este ensañamiento fue que, tras la sublevación, el coronel del Ejército destinado en Barbastro había dado garantías al obispo para proteger al clero, pero luego se apoderaron de las calles grupos anarquistas y de izquierda y el coronel decidió no intervenir ante las detenciones.
Entre los mártires se encontraban muchos laicos, «gente piadosa y religiosa, gente de bien, que rezaban y distribuían comida y trabajo a quienes lo necesitaban», afirma Noguero.
Laicos o sacerdotes, «muchos pudieron escaparse y no lo hicieron. Y ninguno renegó de su fe. Muchos murieron gritando vivas a Cristo Rey y a la Virgen, y pronunciando palabras de perdón».
Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Imagen: El sacerdote Vicente Artiga.
(Foto: Ana Artiga)
¿Qué pasó después de la guerra?
Al acabar la guerra civil, en Barbastro no se desató la venganza ni se pidió cuentas a nadie. Ángel Noguero cuenta que «no se denunciaron unos a otros. La gente quiso olvidar todo enseguida», y relata lo que le transmitió personalmente su madre, testigo de aquellos días aciagos: «Antes que pasar por todo eso, querría que estuvieses muerto», le decía. «Debió de ser tal el terror que padecieron que quisieron olvidarlo todo». Sí se celebraron funerales por los asesinados, «pero ahí quedó todo». Y afirma que los pocos curas que se libraron de la persecución, al volver al pueblo, salvaron con su aval a los verdugos de sus familiares más cercanos. «Fueron actos heroicos que se añaden a los de los mártires», dice Noguero.
Por su parte, Ana Artiga revela que su abuela, la esposa de Faustino escondió en su casa a las monjas expulsadas del convento donde estaba detenido su marido. «Pero ella no recordaba con odio todo aquello, para nada. Pero sí nos dijo siempre que la persecución la sufrieron por ser católicos». Y a pesar de que la persecución continuó tras la contienda por parte de los maquis y que la Guardia Civil tuvo que protegerle en varias ocasiones –«Van a por usted, Faustino», le decían–, él quiso hacer borrón y cuenta nueva, e incluso atendió de buen grado como médico a los familiares de los milicianos involucrados en el asesinato de su hermano Vicente.