El capuchino español Txarly Azcona ha recogido el testigo del obispo Alejandro Labaka, asesinado en 1987 : «Si no vamos nosotros, los matan a ellos». «Las comunidades originarias son las más vulnerables –afirma Azcona–. Hoy los están envenenando con gases tóxicos. Como Iglesia creo que la vida de estos pueblos es más valiosa que el interés económico de las petroleras». El Sínodo de la Amazonía, a punto ya de concluir, ha puesto a estos mártires de la Madre Tierra en el centro de sus debates.
El 22 de diciembre de 1988 fue asesinado Francisco Chico Alves Mendes. Dos pistoleros agazapados en el jardín de su casa le dispararon a bocajarro. Dos balas certeras que ahogaron en el silencio y el llanto a la selva tropical más grande del mundo. La de este líder, que comenzó a trabajar con 9 años y solo aprendió a leer con 24, fue una muerte anunciada. «Estuvimos reunidos diez días antes de que lo mataran. Él era consciente del peligro que corría. Nos dijo que su destino final no era cuestión de días, sino de horas. Tratamos de convencerle para que viajase a Europa o para que dejase Brasil por un tiempo, pero fue en vano», recuerda todavía emocionado Isaías Flores. El misionero del equipo itinerante de la parroquia de Nuestra Iglesia del Perpetuo Socorro en el estado de Acre, al nordeste de Brasil, lo conoció en el año 1982 y hoy está al frente del sindicato católico de los trabajadores que fundó uno de los ángeles de la Amazonía.
«Él siempre decía que no quería que su lucha fuera en vano. Ese mensaje nos sigue motivando. Mataron a Chico, pero no mataron la lucha. Él sigue vivo entre nosotros», asegura en conversación con Alfa y Omega. Como la de Isaías, la esperanza de los campesinos e indígenas que habitan en este paraíso de la biodiversidad, sigue intacta. Son muchos los que, como Chico Mendes, han consagrado su vida a la defensa de la Madre Tierra. Algunos, corriendo igual suerte. Como el misionero jesuita español Vicente Cañas a quien asesinaron ocho meses antes. ¿Su culpa? Resguardar a la tribu Enawene Nawe, que se había convertido en su familia tras años de convivencia con ellos, de los abusos de un terrateniente obsesionado en convertir sus tierras en monocultivos de soja. O la monja católica estadounidense Dorothy Stang, ejecutada mientras sostenía una biblia entre sus manos en 2005, en Anapu, en el estado de Pará, por enfrentarse a los intereses de los grileiros (ladrones de tierras públicas). O la monja agustiniana Cleusa Carolina Rody Coelho, ajusticiada a sangre fría mientras atravesaba en canoa el río Pará en el estado con el mismo nombre de Brasil.
Pero si existe un caso paradigmático en esta lucha de David contra Goliat es la del obispo español Alejandro Labaka y la religiosa colombiana Inés Arango, asesinados el 21 de julio de 1987 en Ecuador. Su historia es la de tantos héroes de la Amazonía que cayeron sumando su voz al grito de los desamparados. Las empresas petroleras codiciaban las tierras donde vivía el pueblo indígena en aislamiento voluntario Tagaeri, perteneciente al tronco cultural huaorani, una de las 137 comunidades originarias de la selva amazónica que aún hoy rechazan tener contacto con el exterior. Los dos misioneros sabían que eran un grupo beligerante, pero decidieron entrar y persuadirles del peligro que corrían.
Sin embargo, los tagaeri, que habían visto como su jefe era brutamente asesinado pocos días antes, pensaron que se trataba de una trampa. El desenlace fue fatal: Labaka y Arango murieron desangrados por las múltiples heridas de lanza. «Iban a cometer un genocidio si no les dejaban entrar y cumplir con sus ansias extractivistas. Y para evitar que estos pueblos fueran aniquilados, fueron a avisarles. Pusieron su vida en el centro de este escenario de violencia, creado por las petroleras y el Estado. Pero no los mataron a ellos, mataron al sistema», explica el capuchino español, Txarly Azcona, quien ha recogido el testigo de su memoria misionera.
Lleva 24 años en Ecuador, los últimos diez en esta zona la selva donde ha trabajado tanto con indígenas quechuas como con los tagaeri. Allí ha construido una pequeña capilla, «un remanso de paz y de energía», que tiene inscrita la frase que pronunció monseñor Labaka antes de morir: «Si no vamos nosotros, los matan a ellos». «Las comunidades originarias son las más vulnerables –índice Azcona–. Hoy los están envenenando con gases tóxicos. Como Iglesia creo que la vida de estos pueblos es más valiosa que el interés económico de las petroleras. Como hacía Jesús que puso en el centro a los más desfavorecidos».
La principal amenaza se llama Petroamazonas. La empresa de explotación de hidrocarburos, propiedad del Estado ecuatoriano, mantiene desde 1974 decenas de mecheros funcionando sin parar día y noche e impregnando toda la selva con un insoportable olor a gas a quemado. Una combinación letal que ha disparado los casos de tumores en la zona. «Estos gases contaminantes entran en la atmósfera, y cuando llueve cae hollín desde cielo. El agua de los ríos está envenenada. Y también los cultivos, y los animales… », denuncia el misionero español.
La contaminación petrolífera está directamente conectada con el cambio climático: los científicos han calculado que al menos el uno por ciento de las emisiones globales de CO2 se originan en la combustión del gas asociado a los antiguos mecheros, como los que Txarly ve desde la ventana de su casa.
Su batalla concentra fuerzas entre el 9 y el 20 de julio, justo antes de la conmemoración del asesinato de monseñor Labaka y Arango. Esos días religiosos, indígenas quechuas y guaraníes y habitantes del sur de Orellana participan juntos en una caminata desde la capital, Quito, hasta la ciudad Coca en la que denuncian los abusos de las empresas petroleras.
La lucha contra la destrucción del pulmón del planeta atesora el recuerdo de los que murieron en el camino. Hombres y mujeres que han despertado conciencias y ganado pequeñas batallas, pero no han detenido la agonía de la selva. Son los mártires de la Amazonía.
El Sínodo de los Obispos, que reúne en el Vaticano a más de 280 participantes, entre obispos, líderes indígenas, científicos, expertos y activistas y que ha entrado en la recta final, les ha dedicado un amplio espacio. El documento que ha servido de guía a los trabajos de la asamblea sinodal subraya que «la Iglesia debe apoyar a los defensores de los derechos humanos y hacer memoria de sus mártires», e incide en la «alarmante» cifra de vidas truncadas que ha dejado la defensa de la Amazonía.
Los que levantan la voz contra los que quieren deforestar la selva o comercializarla para transformarla en madera, pastos y grandes cultivos del agronegocio saben que tienen colgada una diana en la espalda. Y es precisamente esta letalidad la que pone en el foco la misión de la Iglesia. «Son los lugares difíciles, donde la vida está amenazada, los que la Iglesia está llamada a privilegiar. Jesús puso siempre en el centro de la atención de sus discípulos a los más marginados entre los marginados. Y la Iglesia hoy está llamada a hacer lo mismo», apunta el sacerdote uruguayo Pablo Bonavía, coordinador del Observatorio Eclesial de la Amerindia Continental. El teólogo describe el martirio como el impulso que permite «redescubrir la dimensión transformadora y conflictiva que Jesús llamaba el Reino de Dios». Así, entiende que la invitación del Papa de traer la periferia al centro es «una llamada a trasformar actitudes, desaprender hábitos y relativizar la propia cultura», lo que «genera fuerzas de rechazo y de violencia que intentan conservar todo como está». «Es entonces cuando aparece el martirio», dictamina.
Victoria Isabel Cardiel C. / Ciudad del Vaticano
Imagen: Chico Mendes en su casa en Xapuri (Acre, Brasil) en 1988.
(Foto: Miranda Smith, Miranda Productions, Inc).
Derecha, Monseñor Labaka con mujeres indígenas
durante una visita pastoral.